Ud.
conoció a Gabriela Mistral en Temuco, y con los años llegaron a ser
grandes y fieles amigos...
¿Recuerda
en qué fecha la conoció...?
Por
ese tiempo (1920), llegó a Temuco una señora con vestidos muy largos
y zapatos de taco bajo.
Era la nueva directora del liceo
de niñas.
Venía de nuestra ciudad austral, de las nieves de Magallanes.
Se llamaba Gabriela Mistral.
Yo la miraba pasar por las calles de
mi pueblo con sus ropones talares,
y le tenía miedo.
Pero, cuando me llevaron a visitarla,
la encontré buenamoza.
En su rostro tostado en que la sangre
india predominaba como en un bello cántaro araucano, sus dientes blanquísimos
se mostraban en una sonrisa plena y generosa que iluminaba la habitación.
Yo era demasiado joven para ser su amigo,
y demasiado tímido y ensimismado.
La vi muy pocas veces. Lo bastante para que cada vez saliera con algunos
libros que me regalaba. Eran siempre novelas rasas que ella consideraba
como lo más extraordinario de la literatura mundial. Puedo decir que
Gabriela me embarcó en esa seria y terrible visión de los novelistas
rusos y que Tolstoi, Dostoievski, Chejov entraron en mi más profunda
predilección.
Ya he dicho anteriormente que a Gabriela
Mistral la conocí en mi pueblo, en Temuco. De este pueblo ella se
separó para siempre. Gabriela estaba en la mitad de su trabajosa y
trabajada vida, y era exteriormente monástica, como
madre superiora de un plantel rectilíneo.
Para mí siempre tuvo una sonrisa abierta
de buena camarada, una sonrisa de harina en su cara de pan moreno.