Año XI Número 41 Santiago Chile 2000
1 2 3 4 5 Portada

 

"Veía a América entera
desde las alturas de Macchu Picchu"

Pablo Neruda (*)


Foto-archivo
Fundación Pablo Neruda

Casi todos ustedes conocen la Vega Central.

Yo también la conocía. Había ido como muchas otras gentes de la ciudad a comprar tomates o esteras o pisos.

Allí siguen vendiéndose esos hermosos pisos de totora y las gredas de Pomaire y de Quinchamalí. Más adentro se ven montañas de repollos, ríos de choclos, cordilleras de papas.

Yo adoro los mercados. Lo primero que hice en Shanghai fue irme al Mercado. Lo mismo hice en la Martinica, en Colombo y en Batavia. Los mercados tropicales nos derrotan por fuera como las mariposas y los poetas del trópico.

Todo tiene color violento y turbador aroma.

Pero nuestros mercados, nuestras ferias, desprovistos del esplendor ecuatorial, tienen sólidos y sabrosos tesoros, gloriosos frutos de tierra y mar australes.

Reconozco que, como me pasaba antes, como suele pasarnos, miré mucho las frutas y las legumbres ilustres de nuestra Vega Central. Sin ver hombres ni mujeres. Nunca me había fijado en la muchedumbre de gente que transporta, que sube y baja con los sacos, que pulula y se derrama junto a la catedral de la verdura.

Hasta que un día en 1938 tuve una revelación, de esas que debo confesar aquí.

Yo volvía de España. Me invitaban de sitios muy diversos para dar una charla, para escucharme. Había curiosidad, esa bendita e inextinguible curiosidad de los chilenos por conocer y saber.

Un día de invierno había llegado a mi casa dispuesto a meterme en cama, cansado y con frío, cuando me di cuenta de que a esa misma hora me estaban esperando para escucharme en alguna parte.

Rápidamente tomé mi sombrero y mi abrigo, el libro mío que tuve más mano. Di el papel en que estaba anotada la dirección a un amigo que me llevó con rapidez al sitio en que me esperaban.

Era la Vega Central. Cuando entré en el local del Sindicato tuve un momento tremendo de vacilación. Me di cuenta de que estaba entre los cargadores de la Vega y que yo no estaba preparado para hablarles.

Tuve la misma sensación que hacía años me había perturbado en Madrid, cuando nos invitaron en la Universidad a Federico García Lorca y a mí a leer nuestros últimos versos a los alumnos de literatura. Federico había preparado cuidadosamente su discursito, en que me presentaba. Cuando subimos a la tribuna nos dimos cuenta de que estábamos rodeados, no por un público literario, sino por centenares de colegiales de preparatorias que hacían un ruido infernal.

Federico se levantó para hablar y rápidamente me dijo al oído "Pablito, que disparatón".

Aquí frente a los cargadores de la Vega, yo no tenía a nadie a quien susurrarle nada.

Me senté frente a ellos. Sólo tenía mi libro "España en el corazón" conmigo. Frente a mí veía los rasgos duros de sus rostros, sus tremendas manos sobre el respaldo de las bancas. Casi todos tenían puestos sacos terreros a manera de delantales. Bajo los bancos divisé cantidades de ojotas.

No se me ocurría qué decirles. Comencé a leerles del libro que llevaba conmigo. Les leí aquellos versos de la guerra de España en que tanta pasión y tantos dolores se habían depositado. Pasé de un verso a otro. Leí casi todo el libro.

 
 


 


Fotografía de José Moreno

Yo nunca he pensado que "España en el corazón" fuera un libro fácil. Está allí el interés hacia el mundo del hombre, hacia la verdad ensangrentada por el martirio. Pero el nudo de la obscuridad se está empezando a cortar solamente.

En aquel sitio comprendí que debía cortar en definitiva con muchos prejuicios.

Sin embargo, continuaba leyendo. Sentí de pronto una terrible impresión de vacío. Los cargadores me escuchaban en un silencio riguroso.

Los que no han estado en contacto con nuestro pueblo no saben lo que es el silencio del chileno. Es el silencio total, no sabes tú si es el de la reverencia o el de la reprobación absoluta. Ninguna cara te dice nada. Si quieres pescar un indicio flotante estás perdido. Es el silencio más pesado del mundo. Es un silencio de mahometanos meditando en el desierto.

Terminé la lectura de mis versos. Entonces se produjo el hecho más importante de mi carrera literaria. Algunos aplaudían. Otros bajaban la cabeza. Luego todos miraron a un hombre, tal vez el dirigente sindical. Este hombre se levantó igual a los otros con su saco a la cintura, con sus grandes manos en el banco, mirándome me dijo: "Compañero Pablo, nosotros somos gente muy olvidada, nosotros, puedo decirle, nunca habíamos sentido una emoción tan grande. Nosotros queremos decirle...".

Y rompió a llorar, con sollozos que lo sacudían. Muchos de los que estaban junto a él también lloraban. Yo sentí la garganta anudada por un sentimiento incontenible.

Se habla mucho de si la poesía debe ser esto o aquello, si debe ser política o no política, pura o impura.

Yo no sé leer estas discusiones. No puedo tomar parte en ellas.

La retórica y poética de nuestro tiempo no sale de los libros.

Sale de estas reuniones desgarradoras en que el poeta se enfrenta por primera vez con el pueblo. No se trata de que nadie le exija nada. Cuando yo leo las observaciones sobre mi poesía tengo que poner en la balanza muchos hechos. Sería largo contarlos.

¿Qué página puede pesar más en esta balanza que esa impresionante reunión humana?

Comencé entonces a pensar no sólo en la poesía social. Sentí que estaba en deuda con mi país, con mi pueblo.

Mi primera idea del Canto General fue sólo un canto chileno, un poema dedicado a Chile.

Quise extenderme en la geografía, en la humanidad de mi país, definir sus hombres y sus productos, la naturaleza viviente.

Muy pronto me sentí complicado, porque las raíces de todos los chilenos se extendían debajo de la tierra y salían en otros territorios. O'Higgins tenía raíces en Miranda. Lautaro se emparentaba con Cuahtemoc. La alfarería de Oaxaca tenía el mismo fulgor negro de las gredas de Chillán.

1810 era una fecha mágica. Fue una fecha común a todos, un año general de las insurrecciones, un año como un poncho rojo de rebelión ondulando en todas las tierras de América.

 
     
 


Grabado de José Venturelli
que ilustra "Alturas del Macchu Picchu",
Librería Neira,Santiago,1948.

 
 

 

Cuando pasé por el Alto Perú fui al Cuzco, ascendí a Macchu Picchu.

Hacía tiempo que yo había regresado de la India, de la China, pero Macchu Picchu es aún más grandioso.

Todas las civilizaciones de los manuales de Historia nos hablaban de Asiria, de los arios y de los persas y de sus colosales construcciones.

Después de ver las ruinas de Macchu Picchu, las culturas fabulosas de la antigüedad me parecieron de cartón piedra, de papier maché.

La India misma me pareció minúscula, pintarrajeada, banal, feria popular de dioses, frente a la solemnidad altanera de las abandonadas torres incásicas.

Ya no pude segregarme de aquellas construcciones. Comprendía que si pisábamos la misma tierra hereditaria, teníamos algo que ver con aquellos altos esfuerzos de la comunidad americana, que no podíamos ignorarlos, que nuestro desconocimiento o silencio era no sólo un crimen, sino la continuación de una derrota.

El cosmopolitismo aristocrático nos había llevado a reverenciar el pasado de los pueblos más lejanos y nos había puesto una venda en los ojos para no descubrir nuestros propios tesoros.

Pensé muchas cosas a partir de mi visita al Cuzco. Pensé en el antiguo hombre americano. Vi sus antiguas luchas enlazadas con las luchas actuales.

Allí comenzó a germinar mi idea de un Canto General americano. Antes había persistido en mí la idea de un canto general de Chile, a manera de crónica. Aquella visita cambió la perspectiva. Ahora veía a América entera desde las alturas de Macchu Picchu. Este fue el título del primer poema con mi nueva concepción.

Fui precisando lo que nos era necesario. Tenía que ser un poema extraordinariamente local, parcial. Debía tener una coordinación entrecortada, como nuestra geografía. La tierra debía estar invariablemente presente.

Escribí mucho tiempo más tarde este poema de Macchu Picchu. Como es la preparación de una nueva etapa de mi estilo y de una nueva preocupación en mis propósitos, este poema salió demasiado impregnado de mí mismo. El comienzo es una serie de recuerdos autobiográficos. También quise tocar allí por última vez el tema de la muerte. En la soledad de las ruinas la muerte no puede apartarse de los pensamientos.

Escribí Macchu Picchu en la Isla Negra, frente al mar.

 
 

 


Foto-archivo
Fundación Pablo Neruda

 
     


Grabado de José Venturelli
que ilustra la edición
"Alturas de Macchu Picchu"
Hecha en Santiago
por Ediciones de
Librería Neira,1948.

Mi contacto con las luchas populares iba siendo cada vez más estrecho. Comprendí la necesidad de una nueva poesía épica, que no se ajustara al antiguo concepto formal. La idea de un largo poema rimado, en sixtinas reales, me pareció imposible para los temas americanos. El verso debía tomar todos los contornos de la tierra enmarañada, romperse en archipiélago, elevarse y caer en las llanuras.

Siempre estuve buscando tiempo para escribir el libro. Cada día tenía menos posibilidades de hacerlo. Por esos días llegó a Chile una de esas olas persecutorias que caracterizan a nuestra pobre América. Esta vez me alcanzó a mí y tuve que andar de sitio en sitio para que no me hallaran.

En nuestro continente la libertad es un artículo suntuario, es como un pedacito de bandera que nuestros pueblos pudieran tocar apenas, de vez en cuando, y que pronto se les escapa en el viento.

Para escapar a la persecución no podía salir de un cuarto y debía cambiar de sitio muy a menudo. La prisión tiene algo definitivo en sí, una rutina y un término. La vida clandestina es más intranquilizadora y no se sabe cuándo va a terminar. Desde el primer momento comprendí que había llegado la hora de escribir mi libro. Fui estudiando los temas, disponiendo los capítulos y no dejé de escribir sino para cambiar de refugio.

En un año y dos meses de esta vida extraña quedó terminado el libro. Era un problema sacar los originales del país. Le hice una hermosa portada en que no estaba mi nombre. Le puse como título falso "Risas y lágrimas" por Benigno Espinoza. En verdad no le quedaba mal este título.

Muchas cosas curiosas pasaron con este libro. Fue algo nuevo para mí llegar a escribir poesía seis, siete y ocho horas seguidas. A medio camino me faltaban libros. A medida que profundizaba en la historia americana me hacían falta fuentes informativas. Es curioso cómo siempre aparecieron como por milagro las que yo necesitaba. En una casa hospitalaria y un poco campesina en que estuve, encontré dentro de un viejo armario una Enciclopedia Hispanoamericana. Siempre he detestado estos libros que se venden a plazo. No me gusta ver esos lomos, encuadernados para bufetes. Esta vez el hallazgo fue un tesoro. ¡Cuántas cosas que no sabía, nombres de ciudades, hechos históricos, plantas, volcanes, ríos!

En una casa de gente de mar en que debí permanecer cerca de dos meses, pregunté si tenían algún libro. Tenían uno solo y éste era el Compendio de la Historia de América, de Barros Arana. Justo lo que necesitaba.

Los capítulos que escribía eran llevados inmediatamente y copiados a máquina. Había el peligro de que si me descubrían se perdieran los originales. Así pudo irse preservando este libro. Pero yo, en los últimos capítulos, no tenía nada de los anteriores, así es que no me di cuenta exacta de cuánto había hecho hasta pocos días antes de salir de Chile. Me hicieron también una copia especial que pude llevarme en mi viaje. Así crucé la cordillera, a caballo, sin más ropa que la puesta, con mi buen librote y dos botellas de vino en las alforjas.

Aunque muchos de ustedes no lo sepan, el libro se imprimió también en Chile. Es tal vez el hecho más extraordinario ocurrido a un libro de poesía. Son frecuentes las impresiones ilegales, no muchas las de versos, pero imprimir un libro de quinientas páginas, con ilustraciones, clandestinamente, es algo memorable.

Se tomaron muchas precauciones y entre otras las de sacar de las imprentas los pliegos impresos y guardarlos en otros sitios. Después fue un largo trabajo reunirlos para la encuadernación. Esto duró dos años más. Es curioso que, después de mí, haya sido mi libro el que siguiera viviendo los mismos episodios de la vida clandestina que yo viví. Así como es difícil esconderme a mí, ya que se me reconoce tan fácilmente, fue difícil ocultar ese grueso volumen, sacarlo de noche de pronto cuando el peligro se acercaba, depositar las enormes cantidades de papel en un sitio más seguro, hacer que se juntara con sus tapas, coserlo y distribuirlo uno por uno.

 
     


Grabado de José Venturelli
que ilustra la edición
clandestina de "Canto General",
hecha en Chile 1950.

Al pasar la cordillera en aquellos días, ayudado, como mi libro, por la insuperable fraternidad, pensé en que a pesar de todo mi amor por las plantas y los árboles que me rodeaban, no había ayuda de ellos. El hombre es lo central. Es el hombre el acontecimiento: Más tarde escribí el primer capítulo de "Las uvas y el viento" recordando todo aquello.

El "Canto General" ha sido traducido íntegramente por una persona, Alice Ahrweiler, al francés, por Darío Puccini al italiano, por Erich Arendt al alemán. Esta es una hermosísima edición. Lo digo porque acaba de llegarme en estos días el primer ejemplar y estoy feliz de ver mi libro tan bien vestido, publicado por la Editorial Pueblo y Mundo de la República Democrática Alemana. En la Unión Soviética sale en estos días la edición rusa. Allí se hizo la traducción en forma colectiva. Hay once traductores, entre ellos, Ehremburg, Tikhonov, maestros de la literatura rusa. Hay hispanistas como Kelin en el grupo y poetas famosos como Kirsanov, discípulo y amigo de Maiakovsky.

La Unión Soviética es el país que compensa mejor el trabajo intelectual en el mundo contemporáneo. Así es que la traducción del "Canto General", en el aspecto económico, resultará para ustedes astronómica. Voy a calculárselas como cosa curiosa. Son trece mil versos, me parece. A cada traductor se le paga creo que 10 rublos por línea, salvo a los Premios Stalin que deben recibir doble cantidad. Estos son siete del grupo de once traductores. Trece mil por diez son ciento treinta mil, más setenta y cinco mil, son doscientos cinco mil rublos solamente en la traducción, sin contar los gastos de impresión, ni los derechos de autor. Esta suma equivale a cincuenta y un mil dólares, o sea, más de doce millones de nuestra moneda.

En Polonia también el "Canto General" ha sido traducido por un equipo de traductores. El sistema es así. Hay uno o dos traductores literales. Estos proporcionan un borrador que la Unión de Escritores distribuye en el equipo de poetas. El redactor jefe es el gran poeta Jaroslav Iwaskievikz.

Con este mismo sistema de borrador literal previo traduce el libro en Praga el más grande poeta checo Vitevold Nezval. El gran Nezval es un poeta muy ocupado, así es que creo que nunca leerán los checos el "Canto General" entero.

(...)

A propósito de estas líneas interminables que me llegan de los traductores, quiero tratar otro problema del "Canto General". Mucha gente me reprocha haber puesto en él incidencias y personajes mínimos de la vida de Chile y del Continente. Hay gente que pone en parangón las "Alturas de Macchu Picchu" con otros fragmentos panfletarios de mi obra.

Veamos cómo son las cosas.

En primer lugar, la vida de una época no la hacen sólo las cosas altas y los nobles personajes. La corriente de un pueblo en su desarrollo está formada por infinitos granos diferentes, por acciones desconocidas, por obstáculos que a veces parecieron pequeños y viles, pero que son parte de grandes todos. Pensé muchas veces al escribir sobre Martí y O'Higgins si escribiría los nombres de Ubico, de Machado, de Melgarejo, de los tiranuelos americanos y su cohorte cortesana.

Creí que debía hacerlo en ese libro.

No podía hacer sólo un libro sobre cosas sublimes, sobre altas montañas y altos héroes. Tenía que cambiar el tono, como cambia la vida y la tierra del continente. Tenía que detenerme en lo minúsculo y para esto escogí un tono de crónica, un estilo deliberadamente prosaico, que contrastara con las esplendorosas visiones. Escribí paso a paso, como quien anda por calles torcidas, contando las piedras y los accidentes callejeros. No quise empequeñecer mi poesía sino entregarla con la vida.

No son éstas defensas de mi libro.Un libro vasto como "Canto General" gustará en parte a algunos, en otra parte a otros. A muchos no les gustará nada. Mi ambición fue lograda al dejarlo como un vasto paisaje.

En algún sitio hay agua que corre, en otro piedras y charcos. Cada uno busque en él su camino, de acuerdo con su amor a la realidad o a los sueños (...)