TESTIMONIOS SOBRE                                 

 

Dos amigas personales, Lola Falcon y Lavinia Andrade, y el poeta español Rafael Alberti hablan sobre la hormiguita, su vida junto a Pablo Neruda y su obra.


LOLA FALCON

Mi marido Luis Enrique Délano fue designado en 1935 secretario de la Cónsul General de Chile en Madrid Gabriela Mistral. Era una hermosa época de España. La República había desatado las amarras de la vida y era una fuente de estímulos para una brillante generación de intelectuales y artistas. El chileno Morla Lynch, primer Consejero de la Embajada de Chile, tenía la virtud de reunir en su casa a grandes figuras de la literatura y la Plástica. Sus  tertulias eran de gran atractivo, allí se leía libros de poemas o novelas inéditas, obras de teatro y ensayos que exponían grandes ideas. También se hacía una agradable vida social, con risas, canciones coreadas, corillos simpáticos. Allí nos encontramos por primera vez con Delia del Carril que parecía conocer a todo el mundo y que era cortejada por muchos. Creo que ella se dejaba querer y que entonces estaba dedicada a una generosa solidaridad con los artistas que pasaban aprietos económicos. Se empeñaba en reunirles dinero, ropas y medicamentos.  Pienso que por eso alguien la bautizó como "La Hormiga" y estoy segura que no fue Pablo el autor de ese apelativo porque ya la llamaban así antes de que el poeta hiciera su aparición en Madrid.

En alguna ocasión Delia me preguntó ¿Conoces tú a ese Neruda?. La verdad es que no era mucho lo que podía decir de él entonces. Recién en el consulado nos hicimos amigos. Pablo parecía marcado por sus años solitarios en la India e Indonesia. Hablaba poco, era muy ordenado y serio en el cumplimiento de sus funciones. Lo acompañaba su mujer holandesa María Antonieta Hagenaar que era de alta estatura y hablaba muy mal el idioma español. Sabíamos que la pareja tenía una hija Malva Marina que pocos conocieron porque padecía de una grave e incurable enfermedad de nacimiento.

Me parece que Pablo y Delia se conocieron en un restaurante en una de las tantas comidas que se ofrecían para celebrar la aparición de algún libro, algún premio o cumpleaños de escritores amigos. Todos sabíamos que Delia era argentina, cuñada de Ricardo Guiraldes, que había estudiado pintura en París, que era divorciada. No hablaba mucho de sí misma y siempre se la veía muy alegre. Alguna vez fue a tomar té con Gabriela Mistral pero no creo que la amistad pasara más allá.

Fue una sorpresa para nosotros verla ligada sentimentalmente a Neruda. Creíamos al comienzo que se trataba solo de una amistad literaria. Cuando vinieron los bombardeos a Madrid nos obligaron a los diplomáticos a emigrar a Barcelona. Nos dieron un salvoconducto y Delia vino también con nosotros. Arrendamos un departamento en el que vivíamos juntos un poco hacinados. Comíamos en una mesa de billar del diplomático Tulio Maqueira. Cocinábamos para ocho personas y llegaban quince, entre ellos Manuel Altolaguirre, Santiago del Campo, Raúl González Tuñón. Todos muy inquietos por los acontecimientos y con la seguridad de que los republicanos se impondrían a los fascistas. Recién nos dimos cuenta de la relación de pareja que se había establecido entre Pablo y Delia cuando nos encontramos en el dormitorio con las zapatillas de levantarse de ambos debajo de la cama. Fuimos discretos. Esperamos que ellos nos comunicaran oficialmente su unión. Delia nos confidenció eso sin darle mayor énfasis. Nuestra primera preocupación era la guerra y el avance de los sublevados en medio de crímenes horrendos de los que eran víctimas los leales a la república. Entonces ya había sido asesinado Federico y nada sabíamos del destino de Miguel Hernández y de otros amigos queridos.

Pablo y Delia se fueron a París. El matrimonio del poeta parecía definitivamente disuelto y decididamente Delia era su nueva compañera.

Era fácil descubrir la influencia que ella tenía sobre él. Entonces era una atractiva mujer de 50 años con ideas muy claras, con un compromiso de izquierda muy definido. Pienso que ella fue muy importante en el giro político de Neruda en el que sin duda fue decisiva también la terrible experiencia de España, el aniquilamiento de la República y de la democracia como preludio trágico de lo que después viviría toda Europa en la Segunda Guerra Mundial.

Nos encontramos de nuevo en Chile en 1940. Parecía que nuestros destinos estaban atados. Por algunos meses compartimos nuestra casa en calle Valencia. Ya entonces hicieron una  exploración a Isla Negra, en busca de un lugar junto al mar y se encontraron con un par de  casitas construidas por el español Eladio Sobrino. Una de ellas les fue arrendada para pasar los fines de semana. Fue el comienzo de la residencia en Isla Negra. Luego Pablo fue designado para una nueva misión consular en México y Luis Enrique debió acompañarlo para cumplir las mismas funciones que en España. En México nuestra convivencia fue más estrecha. Pablo no se separaba de Delia. Había estallado la segunda guerra y seguíamos ansiosamente la resistencia de Stalingrado, la lucha clandestina de los maquis en París contra la ocupación alemana, los avances del tercer Reich en medio de la devastación de Europa. Teníamos plena identidad de ideas. Allí vi a Delia pintar. Decía que sólo era una aficionada pero nos parecía que poseía una gran fuerza, un bello sentido del color. Nos regaló un acrílico de entonces que todavía conservamos.

Después Luis Enrique fue cónsul en New York. Neruda decidió terminar su carrera diplomática y regresó a Chile para ser candidato a senador por el Norte.

Resultó elegido con muchos votos. En todo contó con la colaboración de Delia a quien ningún sacrificio le importaba si en algo podía servir a Pablo. Se instalaron definitivamente en la casa de Avenida Lynch que Pablo llamó "Michoacan'. Los amigos llegaban en gran cantidad y se organizaban almuerzos en el patio en el verano. Delia era encantadora con las visitas pero la administración de la casa creo que andaba mal. Un día en el jardín encontramos un tenedor. Ella me dijo "Mira donde andan los tenedores". Y no se inclinó a recogerlo. Eran detalles que nunca le preocuparon. Pero los amigos se hacían cargo de las cosas domésticas y nadie se podía quejar del buen servicio y la cordialidad que encontraban en "Michoacan".

Esa casa está llena del recuerdo de Delia. Allí vivió hasta su muerte. Los otros domicilios Isla Negra, la Chascona, la Sebastian los puede reclamar Pablo y pueden convertirse en museos. Pero "Michoacan" fue un reino de Delia. Allí fue ella una reina de verdad en el sentido de su señorío, de una cierta e impalpable majestad que imponía sin proponérselo jamás.

Naturalmente la vimos muchas veces después de su separación de Pablo. Pero nuestra más entrañable amistad, los mejores recuerdos comunes son de Madrid y ciudad de México. Sus ideas políticas creo que no eran resultados de elaboraciones ideológicas aunque su cultura en esos aspectos era profunda. Pero más que las teorías lo que funcionaba en Delia era su generoso corazón, su sentido de la amistad, de la fraternidad, del amor al prójimo. Su admiración por la obra poética de Neruda no era absoluta. También amaba a Federico, a César Vallejos, a Alberti, a Machado. Y sobre todo amaba la vida y quería la felicidad, la justicia y la libertad para el género humano.


LAVINIA ANDRADE

La primera persona que me habló de Delia fue el pintor Isaías Cabezón. La había conocido en París y en Madrid. Decía que era una mujer de gran encanto y de fino espíritu. Celebraba su unión con Pablo Neruda y aseguraba que el poeta, de quien era entrañable amigo, aprendería mucho de ella. Isaías le preparó el ánimo a mi marido, Rubén Azócar, para una buena recepción a la pareja. Pablo nos escribía desde París y anunciaba su arribo a Santiago para fines de 1939. Venía de haber puesto en marcha con éxito la operación de traer a Chile a más de dos mil refugiados españoles republicanos. Luego de muchas peripecias consiguió embarcarles en el "Winnipeg, un barco francés de carga que fue habilitado para salvar de los campos de concentración probablemente de la muerte a esos españoles que arribaron felices a su nueva patria en septiembre de 1939.

No se conoce lo suficiente que Delia fue también una pieza vital en la noble operación del "Winnipeg". Ella trabajó como secretaria de Pablo en todos los trámites que fueron difíciles y que no contaron en absoluto con la colaboración de los diplomáticos chilenos en París quienes intentaron desanimar incluso al Presidente Aguirre Cerda, acerca de la conveniencia de traer a Chile a republicanos españoles. No fue el único barco con regugiados que organizaron Pablo y Delia. Ellos se quedaron en Francia luego de la partida del "Winnipeg" para embarcar a todos los españoles perseguidos que consiguieron una visa con destino a nuestro país.

Cuando cumplieron su tarea se vinieron a Chile. Delia apenas conocía la patria de su compañero. Luego nos contó que cuando supo que vendría a vivir aquí leyó todos los libros que estuvieron a su alcance, incluso los textos escolares de historia, geografía, literatura.

Con Rubén y otro grupo de amigos les fuimos a esperar a la Estación Mapocho. Viajaron en barco desde Francia y en Valparaíso tomaron un tren a Santiago que llegó a medianoche. Primero bajó Pablo, más delgado que la última vez que le habíamos visto, tostado por el sol y muy sonriente. Todos nos precipitamos a darle la bienvendia. En medio de los abrazos Pablo nos reprochó: ¡ Qué mal educados! Primero hay que saludar a las damas. Y señalando a una mujer esbelta y rubia que lucía un amplio sombrero nos dijo: esta es "La Hormiga".

Nos fuimos todos esa noche a casa de un amigo donde brindamos y conversamos hasta la madrugada. Delia tenía un inconfundible acento argentino que no perdió jamás. Ni su larga residencia en París y en Madrid ni su vida en Chile, su segunda patria, consiguieron apagar su tono y su manera de decir las cosas tan propio de los bonaerenses. Recuerdo que en esos primeros días les acompañaban a todos los lugares el poeta argentino Raúl González Tuñón y su mujer Amparo Moon. González Tuñon era tan inquieto que todos le decíamos "el cuete" y era también un eximio bailarín de tango.

Pablo y Delia  vivieron algunos meses en nuestra casa mientras encontraban un lugar donde residir en Santiago. Nos visitaban mucho entonces las hermanas mellizas de María Luisa Bombal, una querida amiga de Pablo que por entonces vivía en Argentina, luego de protagonizar un trágico episodio policial que nos preocupaba mucho a todos. Después de una breve residencia en un departamento del centro de Santiago, la pareja compró una casa en la Avenida Lynch de Los Guindos que Pablo bautizaría "Michoacán".

Parecían muy felices. Le prepararon una recepción en Los Guindos a Acario Cotapos que regresaba de España donde había compartido muchas andanzas con Pablo y Delia. Sus excentricidades, sus dotes histriónicas nos divertían. Decía Acario que la mejor manera de morir de hambre era someterse a la cocina de Delia. La verdad es que ella no tenía idea de cocina, no sabía siquiera qué había de comer cuando venían los amigos. Pero tenía el don de la más desbordante cordialidad. Parecía que nunca se aburría y que disfrutaba con cada ser humano que trataba.

Daba, además, la impresión de que, a pesar del tiempo que llevaban juntos, era el primer día que se encontraba con Pablo. Iban a todas las reuniones públicas y a las tertulias de los amigos. Ella atraía a la gente, parecía tener un extraño imán. Tal vez por su cultura yo me sentía al comienzo un poco inhibida en su presencia. Pero pronto adquirí plena confianza y fui hasta el fin una de sus mejores amigas. Conversábamos de cosas simples, de mis preocupaciones de dueña de casa y siempre tomaba partido conmigo en los conflictos con mi marido de quien me separé algunos años más tarde. Le gustaban mi guitarra y mis canciones que también eran muy celebradas por el Dr. Alejandro Lipschutz y su esposa Margarita, habituales visitantes que vivían a pocas cuadras de "Michoacán".

Delia participaba con entusiasmo en la Alianza de Intelecturales, contra el Facismo y por la defensa de la cultura, fundado por Pablo, y en todas las actividades que significaran apoyar a los aliados en su lucha contra el Tercer Reich durante la segunda guerra. Vendía bonos, atendía bazares y embarcaba en esas actividades a todos sus amigos, acompañó a Pablo en sus giras por el norte, cuando fue elegido senador por las provincias de Tarapacá y Antofagasta en 1945 y cuidaba celosamente que su trabajo literario y político no tuviera ninguna dificultad ni fuera interrumpido por inoportunos.

Mi separación de Rubén Azócar tal vez fue la causa de que durante algunso años no la visitara con la frecuencia de antes. Nuestra amistad tuvo una etapa quizás más íntima que la anterior cuando se produjo la crisis de la pareja y apareció en la escena sentimental de Pablo, Matilde Urrutia. Me pareció admirable como enfrentó la ruptura. A esas alturas tenía escaso dinero. La hacienda de su rica familia argentina ya no existía y los malos negocios habían disipado los dividendos que le correspondían. Entonces se construyó en Michoacan unos caballetes y un taller de grabado y empezó a crear sus impetuosos caballos. No cerró las puertas de su casa. Al contrario: las abrió y enriqueció su convivencia con la gente que ya no la vio como la cónyuge de Neruda sino como una gran artista y un ser humano espléndido.

Jamás hablaba de Pablo. Nadie consiguió sacarle palabra acerca de los pormenores de su separación del poeta. Recibía a los amigos todos los viernes. Cada cual aportaba algo para la comida común. Yo me metía en la cocina con otras amigas y, a veces, ofrecíamos pantagmélicos banquetes. Se rodeó de gente joven, de artistas meritorios a quienes les ofreció incluso un rincón si tenían problemas de vivienda. En las escasas ocasiones que le escuche alguna mención de Neruda fue alguna referencia crítica como si se tratara de una persona lejana. Cuando vivían juntos, ella era una crítica muy acuciosa de su producción poética. Le oí en una ocasión una desaprobación a sus poemas posteriores: "Ese hombre -dijo - necesita que alguien le diga que no abuse de su talento, que se haga mayores exigencias. Todos celebran como genial cuanto hace y lo malo es que él parece creerlo".

Estuve en su última exposición cuando cumplió 98 años. Un accidente la había condenado a la silla de ruedas. Pero así y todo asistió a la inauguración y estuvo presente en muchas ocasiones en la sala para escuchar las impresiones de los visitantes.

También fui a su casa cuando cumplió 100 años.

Todavía tenía ráfagas de lucidez. No fue visitada por mucha gente en esa ocasión. Llevé una torta y celebramos su centenario. Sus ojos resplandecían todavía con esa expresión de asombro que nunca la abandonó. Luego ya no recordó nada, excepto, a veces, algunas canciones francesas de su infancia. Sus amigos nunca la abandonamos. Nos hacíamos un deber estar presentes en esa casa que antes estuvo tan llena de risas y de su presencia.

Cuando murió lloré largamente. No pude asistir a sus funerales. Pero no importa. Delia vive en mi corazón.

Fue la más querida de mis amigas.


RAFAEL ALBERTI

Delia era nuestra queridísima hormiga, la hormiguita así llamada por todos dado su silencioso tesón, su menuda manera de llegar a las cosas, que acompaño a Pablo durante tantos luminosos y también difíciles años. A Delia ya lo dije y escribí más de una vez se la presenté yo a Pablo en mi terraza madrileña de la calle Marqués de Urquijo, en los días en que el poeta chileno encontró a Niebla, aquella perra enloquecida y silvestre que me acompaño durante toda la guerra civil y que se perdió siendo seguramente fusilada por las tropas de Franco al tener que ser evacuada, con la familia de María Teresa, de Castellón de la Plana a Valencia.

A Delia yo la había conocido, por casualidad, una tarde que fui a saludar, en un barrio elegante de París, a Victoria Ocampo, la gran admirada de don José Ortega y Gasset, creadora y directora de la revista argentina Sur. No estaba. Me lo dijo un preciosa, elegante y encantadora mujer que me abrió la puerta, en el mismo instante que iba a salir.

- Yo vivo aquí con Victoria. Me llamo Delia del Carril, y soy su gran amiga.

Y en un momento super por ella misma que estaba emparentada con la familia de Güiraldes, el ya famoso autor de la novela Don Segundo Sombra, y que era la ex mujer del millonario escritor vanguardista Adán Dihel, propietario del sunturoso hotel Formentor, uno de los más bellos en la isla de Mallorca. Dimos juntos una vuelta por París, y nos vimos también en días sucesivos. Delia pertenecía a una de esas ricas familias argentinas que hacían sus viajes a Europa llevando consigo una vaca, pues se consideraba que la leche en este viejo continente no era de la misma calidad que la que fabricaban en sus ubres las vacas argentinas.

Pero Delia quería marcharse de París, pues andaba muy escasa de dinero, y no sabía adónde ir. Yo le dije que tal vez en España, recién llegada la república, la vida sería para ella menos cara. ¿Tú lo crees, mi hijito? Ando muy mal de plata...

Verás como sí, le aseguré. Y a los pocos días apareció Delia en Madrid, instalándose en no sé qué barrio lejano. Delia era pintora, cuando podía. Discípula de André Lothe, en París, y gran amiga de Fernand Leger. Muy distraída y ágil como un grumete marineando por un mástil. Adoró en seguida a Pablo, penetrando, con su delgada voz de tiple, pues cantaba maravillosamente, en el círculo noctámbulo del poeta, en el que se rendía al más fervoroso culto al tinto, al chinchón y al whisky, mezclado con las bromas, relatos y escenas teatrales, represntadas sobre todo por Federico García Lorca y Acario Cotapos, un genial compositor chileno, quien accionaba, más que escribía, su múscia, un verdadero juglar innovador, divertidísimo y lleno de sorprendentes ocurrencias. Federico y él eran los contertulios principales que se hacían los dueños de la noche. Esas hoy tan distantes noches nerudianas las llenaban además el pintor Manolo Angeles Ortiz, Luis Rosales, Maruja Mallo, Raúl González Tuñón, el escultor Alberto, Pepe Caballero y el recién llegado de Alicante Miguel Hernández.

Entre todas las bromas y divertimentos, el peor era el de llamar por teléfono a Juan Ramón Jiménez haciendo burlas de su Platero y ridiculizando la repetida multitud de malvas, violetas, rosados y amarillos con que rellena acuarelando su poesía. Era el momento en que Pablo creó e impulsó la revista Caballo Verde para la poesía, mientras nosotros, otro grupo entre los que se encontraba entonces hasta Luis Cernuda, lanzábamos la muy comprometida revista Octubre. Pero cuando, de pronto, reventó la sublevación militar del 18 de julio, Neruda...

Después de la guerra civil española y de la expedición, organizada por Pablo, del Winnipeg, nave que transportó a más de 3000 soldados, casi todos especializados en la pesca, sacados de los campos de concentración franceses, ya el camino directo de Pablo Neruda hacia el partido comunista se le aclaró y precipitó hasta ingresar en él, culminando su entrega total en el llegar a ser elegido senador por dicho partido. Entonces ya era Delia reconocida por todos como la Hormiguita, alcanzando por su fervor político, su claridad, dinamismo y gran entusaismo a merecer ser llamado cariñosamente El ojo de Molotov o, más abreviadamente, El ojo de Molo. Acompañó siempre a Pablo en todos los viajes, y en su exilio interior, cuando fue perseguido por el presidente de Chile, aquel que había sido su gran amigo, Gabriel González Videla.

Pero siempre recordaré a Delia dentro de sus grandes distracciones, su cabeza aparentemente en las nubes, hasta llegar un día, como aquel de París, cuando vivíamos juntos en el Muelle del Reloj, en que se puso alrededor de los ojos, en vez de rimmel, una especia de antifaz blanco hecho con pasta de dientes. Sí, Delia era graciosa, divertida y aérea, pero cuando le sobrevino su gran catástrofe sentimental, ella, tan frágil y delicada, se transformó en la Hormiga fuerte y valerosa, yéndose de Chile, atravesando de noche la Cordillera de los Andes en el auto de un amigo, presentándose en la ciudad fronteriza de Mendoza, adonde fui yo a recogerla, para traérmela en tren, a Buenos Aires.

Jamás protestó, siempre fue callada y comprensiva en su tragedia, pasó con nosotros aquella temporada en París para reafirmar su decidida, aunque dispersa vocación pictórica, partiendo luego para Chile, continuando en aquella casa, que era suya Los Guindos, que plenamente compartió con Pablo y en donde vivió como una antigua y rara flor de los bosques, pintando y dibujando sobre todo unos inmensos caballos pampeanos, esos mismos que al fin la tomarán un día entre crines y la transportarán al más extenso de los cielos, fijándola como una de las estrellas más brillantes en alguna constelación no muy lejana de la Cruz del Sur.


(Fuente: "Testimonios sobre Delia del Carril" , Boletín Primavera 1991, Fundación Pablo Neruda, páginas 33-37)


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