Pablo
Neruda
por
Raúl Silva Castro
Al
año 1921 remonta su conocimiento por el público de Santiago [1] . Era un niño en esos días, y llegó a la capital
para estudiar en el Instituto Pedagógico, con unos cuadernos
de versos debajo del brazo y envuelto todo él en un aspecto
de turbia y acre tristeza. Publicó en 1923 su libro Crepusculario;
escribió en revistas de todas clases, particularmente en
Claridad; estudió y vivió; fué combatido y negado por
muchos y aplaudido por pocos. Su obra era y es extraña, apta
para desorientar. En el libro mencionado se oye balbucear cosas
grandiosas a un poeta que no posee aún enteramente su lengua
ni sabe todavía en forma clara lo que quiere ni a dónde va.
No debe engañarnos el signo. Es la actitud propia de quien
ha escrito desde la niñez, junto con aprender a trazar garabatos,
para obedecer a la voz íntima que se llama vocación. Más tarde
vendrán las premeditaciones y la autocrítica a depurar y hacer
coherentes esos ensueños y formas. Sin embargo, a pesar de
las vacilaciones de la adolescencia, en Crepusculario hay
iluminaciones sorprendentes. En una Sensación de olor el
poeta, nostálgico, se vuelve al pasado para hallar emoción:
...
Y a lo lisos campanas, canciones, penas, ansias,
vírgenes que tenían tan dulces las pupilas...
Fragancia
de lilas....
Pero
también de su vida contemporánea podía extraer temas para el
canto:
Hoy
que danza en mi cuerpo la pasión de Paolo
y ebrio de un sueño alegre mi corazón se agita;
hoy que sé la alegría de ser libre y ser solo....
(Ivresse)
Versos
en los cuales hallamos ya los rasgos tónicos del gran poeta
que se envuelve en la capa de normalista, por entonces colgada
de sus hombros. Ha llegado al encuentro de la vida con un apetito
de infinitud y quiere tocar todos los límites anticipadamente.
Nacen así sus poemas de amor loco, en los cuales topamos expresiones
de sensualidad suma:
Dulce rodilla desnuda
apretada en mis rodillas....
(Morena la besadora);
de
tristeza ejemplar y duradera:
Amo
el amor que se reparte
en besos, lecho y pan.
Amor que puede ser eterno
y puede ser fugaz.
...............................................
Ya
no se encantarán tus ojos en mis ojos,
ya no se endulzará junto a ti mi dolor....
Pero hacia donde vaya llevaré tu mirada
y hacia donde camines llevarás mi dolor
.................................................................................
Yo
me voy. Estoy triste; pero siempre estoy triste.
Vengo desde tus brazos. No sé hacia dónde voy....
(Farewell);
de
filosofía desencantada y gemebunda, como la voz del Eclesiastés:
Todo
se va en la vida, amigos.
Se va o perece.
Se
va la mano que te induce.
Se va o perece.
Se
va la rosa que desates.
También la boca que te bese.
(Los Crepúsculos de Maruri. Mariposa de Otoño);
de
fresco v sensual panteísmo:
Ambar
del sol, quiero divinizarte
en la flor, en el grano y en el vino.
(Sinfonía
de la trilla)
En
el mismo libro se contiene un poema extenso; acaso el más extenso
de cuantos ha escrito Pablo Neruda, Pelleas y Melisanda,
trazado bajo el influjo evidente de Maeterlink, pero que
también revela lecturas de Knut-Hamsun
[2] . En él Neruda cuenta el amor de Peleas y Melisanda
con un tono penetrante, transido de pasión, que no puede leerse
sin un estremecimiento:
Melisanda
la dulce se ha extraviado de ruta;
Pelleas, lirio azul de un jardín imperial,
se la lleva en los brazos, como un cesto de fruta.
Todo
el fragmento del poema que se titula El coloquio maravillado
es de una belleza peregrina, como un cuadro prerafaelita:
Melisanda
En
tus brazos se enredan las estrellas más altas.
Tengo miedo. Perdóname no haber llegado antes.
Pelleas
Una
sonrisa tuya borra todo un pasado;
guarden tus labios dulces lo que ya está distante.
Melisanda
En
un beso sabrás todo lo que he callado.
Pelleas
Tal
vez no sepa entonces conocer tu caricia
porque en las venas mías tu ser se habrá fundido,
Melisanda
Cuando
yo muerda un fruto tú sabrás su delicia.
Desgraciadamente
esta tensión suprema no puede mantenerse mucho tiempo, y los
fragmentos finales del poema, especialmente Canción de
los amantes muertos, adolecen de cierta mecanicidad, disculpable
porque el poema ha encantado ya al lector por su emoción y su
sinceridad, y bajo ese encanto se lee todo con deleite y entusiasmo.
Este
libro, Crepusculario, que despertó una justa expectación
de la crítica es, sin embargo, hijo de la adolescencia. En
1919, cuando el poeta trazó la mayor parte de los poemas de
que se compone, no contaba sino quince años de edad. Había
vivido siempre en la provincia austral, y había comenzado a
rimar cuando, niño aun, apenas sabía garabatear En contacto
con la ciudad populosa, después de lecturas más abigarradas
y de experiencias pasionales no poco intensas, iba a dar una
poesía de más alta presión. En 1924, a los veinte años, nacieron
los Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Hay
ya en las páginas de este libro una maestría que puede parecer
inconciliable con la edad. Si en los versos anteriores
daba Neruda impresión de fuerza y de robustez incipientes, en
el segundo libro estas cualidades crecen y aparecen maduras
ya para el arte. A ellas se agrega una sensualidad altanera,
desafiante, un entusiasmo por la vida sexual que el poeta parece
haber bebido en Walt Whitman, al que había leído con interés,
pero del cual no se encuentran huellas directas en Veinte
poemas. También adquiere una novedad de imágenes sorprendente.
En el primer poema dice, por ejemplo:
Fui
solo como un túnel,
y
para elogiar a la mujer encuentra comparaciones y metáforas
de rara belleza y, a veces, de deslumbrante interés:
Tienes
ojos profundos donde la noche alea.
Frescos brazos de flor y regazo de rosa.
Se parecen tus senos a los caracoles blancos.
Ha venido a dormirse en tu vientre una mariposa de sombra.
(Poema
núm. 8.)
En
torno a mí estoy viendo tu cintura de niebla
y tu silencio acosa mis horas perseguidas,
y eres tú con tus brazos de piedra transparente
donde mis besos anclan y mi húmeda ansia anida.
(Poema
núm. 3.)
Apegada
a mis brazos como una enredadera....
(Poema
núm. 6.)
Eres
como la noche, callada y constelada.
Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo.
(Poema
núm. 15.)
Hay en las expresiones que he copiado algunos detalles de poética
que merecen alguna atención. Es frecuente que los poetas comparen
los ojos negros a la noche; pero Neruda renueva la imagen notando
que en ellos «la noche alea». Los motivos que le da la desnudez
de la mujer son casi siempre admirablemente aprovechados por
este poeta, al cual sin forzar el sentido de las palabras se
le podría llamar el poeta de la desnudez. Ya se le vió en Morena
la besadora aludir con frenesí doliente al cuerpo de la
mujer que le ha dado su amor; en el poema primero de este libro
dice más y dice mejor:
Cuerpo
de piel, de musgo, de leche ávida y firme.
¡Ah los vasos del pecho! ¡Ah los ojos de ausencia!
¡Ah las rosas del pubis! ¡Ah tu voz lenta y triste!
De
este amor carnal, «que se reparte en besos, lecho y pan», extrae
Neruda la esencia de que están impregnados sus poemas. Es una
esencia fuerte, inquietante, perturbadora, que parece nueva
en la poesía chilena. En los momentos de angustia, el poeta
sabe clamar con voz frenética: pide eternidad al momento que
huye, quiere perpetuar en los versos que le brotan, como las
hojas a las plantas, la emoción del lecho revuelto, el latido
de la vena presurosa, la fiebre y el desmayo de la cópula:
Oh la
boca mordida, oh los besados miembros,
oh los hambrientos dientes, oh los cuerpos trenzados.
Oh la
cópula loca de esperanza y esfuerzo
en que nos anudarnos y nos desesperamos.
Y la ternura
leve corno el agua y la harina.
Y la palabra apenas comenzada en los labios.
(Una
canción desesperada.)
De esta tensión están llenos casi todos los poemas de este libro.
En páginas anteriores hemos visto a Magallane Moure cantar también
el amor. ¡Qué distancia entre Neruda y el poeta que moría maduro
precisamente en los años en que aquél comenzaba a ser conocido
en Santiago! Magallanes es académico, por decirlo así, en la
expresión de sus ansias y de sus ternuras. No habla propiamente
del amor sexual, del combate cuerpo a cuerpo en que batallan
los sexos tanto, por lo menos, como las almas, sino del proceso
psicológico y sobre todo de las etapas precursoras del encuentro.
Le interesan las citas, las reconciliaciones, los paseos solitarios,
las cartas que se cambian los enamorados, los recuerdos con
que alimentan su pasión; ve en la naturaleza formas que le evocan
la ternura de la mujer amada; viste a la vida en torno del color
de su esperanza. Neruda, en tanto, nos lleva hasta el recinto
mismo en que un hombre y una mujer se han amado, y elogia la
desnudez que no parece cansarse de contemplar, el abandono,
la angustia, la pasión brutal que salta y muerde. Hay a veces
menos cuidado en estos versos que en los de Magallanes, y entre
los que he citado, el lector habrá podido ver algunos de medida
caprichosa, que un preceptista tacharía indignado. Pero dejemos
el estudio de la forma métrica para otra oportunidad. Detengámonos
un momento en el espíritu que, como levadura, ha levantado esta
masa verbal. Hay en la angustia frecuente de las palabras de
Neruda el tormento de ver que el placer huye y de que el alma
se ha quedado sin saciar:
Triste
ternura mía, ¿qué te haces de repente?
Cuando he llegado al vértice más atrevido y frío
mi corazón se cierra como una flor nocturna.
(Poema núm. 13.)
Otras
veces el poeta piensa que a él mismo le toca desear que así
sea todo en el amor:
Líbrame
de tu amor, mujer lejana y bella que por bella
y lejana me dueles cada día.
Rompe las claras cuerdas, suelta las blancas velas
del barco que aprisionan tus manos todavía.
Y oh minuto
no vuelvas a ser como ahora fuiste.
Mi alma errante y nostálgico a toda sed se enreda.
¡El mar inmenso y libre para nadie es más triste
que para un barco atado por anclas de oro y seda!
(Poema núm. 9.)
Pero
el tono doliente predomina, y por él venimos a advertir que
el poeta pone en su amor una dosis de atención extraordinaria.
Quiere amar hasta el agotamiento, exprimir la fruta jugosa hasta
su última gota, hacer de la pasión una gloria y un tormento.
Lo consigue. La ternura lo hace balbucear palabras simples y
de sintaxis esquemática, que velen por el más elocuente discurso:
Pero tú,
clara niña, pregunta de humo, espiga.
Era la que iba formando el viento Con hojas iluminadas,
Detrás de las montañas nocturnas, blanco lirio de incendio,
ah, nada puedo decir! Era hecha de todas las cosas.
Ansiedad que partiste mi pecho a cuchillazos,
es hora de seguir otro camino, donde ella no sonría.
Tempestad que enterró las campanas, turbio revuelo de tormentas,
para qué tocarla ahora, para qué entristecería.
(Poema núm. 11.)
Hay un oscuro delirio traducido en estas palabras inconexas,
en estas voces que surgen sin concierto, a veces contradictorias,
y por las cuales adivina uno la presencia de una oculta llama
de amor, de un amor tan vibrante, tan elocuente, sentido con
tanta hondura, que prefiere el sollozo a la voz y el alarido
al sollozo. Y otras veces, más simple y más claro, logra hacerse
accesible a todos dentro de su sombría tesitura verbal:
He dicho
que cantabas en el viento
como los pinos y como los mástiles.
Como ellos eres alta y taciturna.
Y entristeces de pronto como un viaje.
(Poema
núm. 12.)
Alguna
vez en un verso solo, perfecto en su sencillez, traduce su amor
con tono elevado y contenido:
Dulce
jacinto azul torcido sobre mi alma.
(Poema
núm. 6.)
Pero
estas historias de amor, estos episodios fragantes, tienen la
angustia aneja y hieren de melancolía el corazón del poeta.
No es claro Neruda para traducir estos sentimientos profundos,
que nadie osa confesar y que pocos podrían disecar en un análisis:
Ansiedad
de piloto, furia de buzo ciego,
turbia embriaguez de amor, ¡todo en ti fué naufragio!
En la
infancia de niebla mi alma alada y herida.
Descubridor perdido, ¡todo en ti fué naufragio!
....................................................................................
Era la
negra, negra soledad de las islas,
y allí, mujer de amor, me acogieron tus brazos.
....................................................................................
Mi deseo
de ti fué el más terrible y corto,
el más revuelto y ebrio, el más tirante y ávido.
(Una
canción desesperada.)
Con
estas notas de cósmica angustia, de inexorable melancolía, en
que el poeta aspira a traducir «la oscura ebriedad de su alma»,
termina el libro. Neruda se ha confesado a sí mismo. No cuenta
historia alguna, sino que canta sus sentimientos en un tono
casi siempre frenético. No ha buscado el amor para obtener
de él una pálida satisfacción, un bienestar epidérmico y liviano.
Al contrario; ha ido a su encuentro con el alma en tensión,
ansioso de sufrir, de ver desgarradas sus ilusiones y de lamentar,
en la lejanía, en la ruptura, en el olvido y en la saciedad,-
la experiencia renovada siempre. No parece posible que un alma
humana se enriquezca más que ésta con la pasión de todas las
horas.
Después
de la tensión pasional de Veinte poemas, Pablo Neruda
hizo un paréntesis y entregó dos libros de prosa. Uno, Anillos,
mezcla páginas de él y de su amigo Tomás Lago, que desde
entonces adquirió cierta nombradía como poeta de la prosa.
La prosa de Neruda, en oposición a los versos de que hemos hablado
más atrás, está escrita con olvido o prescindencia de toda temática.
Describe generalmente la naturaleza y alude, de vez en vez,
a recuerdos pasionales del autor, con cierta contención casta
y de buena compañía. En su tono, estas páginas conservan sin
embargo algunos rasgos de la alta presión de los versos contenidos
en Veinte Poemas, pero traducida, traspuesta a otra escala
de valores. Veamos un ejemplo:
Lluvia,
amiga de los sopladores y los desesperados, compañera de los
inactivos y los sedentarios, agita, triza tus mariposas de vidrio
sobre los metales de la tierra, corre por las antenas y las
torres, estréllate contra las viviendas y los techos, destruye
el deseo de acción y ayuda la soledad de los que tienen las
manos en la frente detrás de las ventanas que solicita tu presencia.
Conozco tu rostro innumerable, distingo tu voz y soy tu centinela,
el que despierta a tu llamado en la aterradora tormenta terrestre
y deja el sueño para recoger tus collares, mientras caes sobre
los caminos y los caseríos, y resuenas como persecuciones de
campanas y mojas los frutos de la noche y sumerges profundamente
tus rápidos viajes sin sentido. Así bailas sosteniéndote entre
el cielo lívido y la tierra corno un gran huso de plata dando
vueltas entre sus hilos transparentes. (P. 55-56.)
Tienen una belleza extraña estos fragmentos de prosa, en que
un ritmo lento, de entonación difusa y grandilocuente a trechos,
es el reflejo de la aguda tensión espiritual con que el poeta
se asoma al espectáculo del mundo. No siempre se entiende lo
que el poeta quiere decir; pero es difícil negar belleza al
ritmo, imposible resistirse hasta el fin a la sugerencia sombría
que de allí se exhala. Todo el libro transcurre en una atmósfera
húmeda, la de los campos del Sur, donde el poeta vivió los años
de la niñez y de la adolescencia y de la cual se ha hecho intérprete
en verso y prosa. El viento, la lluvia, el ruido de las olas,
los ríos anchos, los vaporcitos fluviales, el frío, la soledad,
el cielo nublado: tales son los temas sobre los cuales resbala
esta prosa sonora y no siempre inteligible. Es en realidad
toda ella un elogio de la provincia:
Provincia
de la infancia, desde el balcón romántico te extiendo como un
abanico. (P. 43.)
De
allí a veces un aire de nostalgia, lento como un vals:
Cómo
no recordar tanta palabra pasada. Besos desvanecidos, flores
flotantes, a pesar de que todo termina. El niño que encaró
la tempestad y crió debajo de sus alas amarga la boca, ahora
te sustenta, país húmedo y callado, como a un gran árbol después
de la tormenta. (P. 45.)
Después
de la vida intensa, después de los amores de la ciudad, que
huyen como el humo, la provincia es fiel y aguarda:
Región
de soledad, acostado sobre unos andamios mojados por la lluvia
reciente, te propongo a mi destino como refugio de regreso.
(P. 46.)
Es
el tema de Peer Gynt: el hombre audaz, el explorador del mundo,
el aventurero, regresa a la casa natal cuando el otoño ha caído
sobre las sienes y el pelo blanquea y los pies vacilan. Allí
encontrará la paz que el mundo no le diera; allí también lo
encontrará la muerte que no busca. Todo esto tiene una belleza
romántica que se destiñe a veces como una alegoría lejana y
que otras vibra como una hoja de metal percutida por el dedo
experto del cazador de imágenes:
Atardecer
lleno de enamorados, hora florida de nostalgia, tu luz temerosa
cae sobre los parques y les besa las bocas prendidas, y los
caminantes retrasados levantan las viseras hacia tu espectáculo
tan
vasto.
De
repente borras tus figuras y salpica el oleaje de los grandes
mares.
La
fiesta se adelgaza. Disminuída, no es más que un surtidor,
y no es más que una hoja, y no es más que una ranura de aceite
entre las aguas inundadas.
Detrás
del día extinguido, atardecer, triste y negro palanquero de
luto, agitas, estiras las largas manos, las rodillas vencidas,
y te extiendes de golpe sobre el convoy de la noche violenta.
(P. 67.)
Es una manera nueva de cantar los sucesos cotidianos, la fiesta
de la luz y el misterio de las horas selectas. Otro poeta,
en otro tiempo o retrasado en el presente, habría obtenido de
la sensación de atardecer un fruto más conocido, imágenes de
menor novedad y no pocas palabras adocenadas. Pablo Neruda
se impuso una tarea muy diferente y mucho más difícil, y triunfó.
También
en prosa fué escrita su única novela, El habitante
y su esperanza, especie de conjunto de poemas parecidos
a los Anillos, y precedida de un prólogo muy interesante.
Desde luego, el autor confiesa que «no le interesa relatar cosa
alguna», y agrega:
Yo
tengo un concepto dramático de la vida, y romántico; no me corresponde
lo que no llega profundamente a mi sensibilidad. (P. 8.)
La
confirmación de esas palabras puede verse en los trozos que
hemos transcrito en estas páginas: el poeta en lucha con el
verbo, para traducir sus emociones, sus vitales inquietudes,
el poeta herido de amor, no cede jamás al estilo fácil, a la
adocenado visión de la vida que podría evitarle dudas y titubeos.
El habitante y su esperanza tiene todo lo que el autor
prometiera En sus páginas hay seres que viven una existencia
peligrosa, robando animales y burlando a la policía campestre,
y todo aquello transcurre en la región austral, en medio de
una naturaleza jugosa, que humedecen constantemente las lluvias.
No se espere, sin embargo, encontrar una novela como las corrientes.
Hay en ella abundancia de monólogo interior, y los hechos de
los personajes están aludidos de soslayo, no narrados en forma
directa.
Finalmente,
ese mismo año dió Pablo Neruda su último libro, el que contiene
sus más extrañas e inasibles páginas, Tentativa del hombre
infinito, poema dividido en estancias irregulares. Todo
en él es poco usual. No se ha contentado el autor con suprimir
en las páginas la numeración, empresa que había cumplido ya
en sus anteriores libros poéticos, sino que también suprimió
las mayúsculas y todas las puntuaciones. El libro comienza,
en efecto, en la siguiente forma:
hogueras
pálidas revolviéndose al borde de las noches
corren humos difuntos polvaredas invisibles
Si
el lector quiere, puntúa y halla un sentido. Es posible que
no encuentre tampoco un sentido cabal, como el que necesariamente
ofrecen los libros de prosa, los relatos históricos, las proposiciones
corrientes y molientes que se escriben todos los días. Pero
eso no importa al poeta. Ha querido seguramente, en mayor grado
que en El habitante y su esperanza, dar paso hasta su
literatura al monólogo interior, y así nació este poema curioso
y audaz. Cuando uno parecía haber dado con la clave de esta
descripción onírica, el poeta tuerce de pronto el rumbo e introduce
en su verso una expresión ajena, que no guarda relación lógica
alguna con lo ya leído ni con lo que viene luego. Como Gide,
parece empeñado en que no se le comprenda tan pronto [3] :
no
sé hacer el canto de los días
sin querer suelto el canto la alabanza de las noches
pasa el viento latigándome la espalda alegre saliendo de su
huevo
descienden las estrellas a beber al océano
tuercen sus velas grandes buques de brasa
para qué decir eso tan pequeño que escondes canta pequeño
Etcétera.
No es fácil introducir divisiones en este poema, donde las viejas
amarras de la sintaxis, con su cortejo de puntuación y con sus
categorías de minúsculas y mayúsculas, han sido rotas. El espacio
que en libros anteriores habla sido ocupado por este poeta con
una materia elaborada en vigilias atentas, alerta la atención
y seguro el gusto, ha sido entregado aquí, al parecer, a la
materia informe, a los sueños sin orillas precisas, a la ilusión
y al balbuceo.
Y con esta impresión de desconcierto se cierra para nosotros
la poética de Pablo Neruda. Después de Tentativa del hombre
infinito, el poeta salió a viajar por el mundo, y de la
India, de la Indochina y de Java envió a las revistas chilenas
e hispanoamericanas muchos poemas de nueva factura, en que se
anuncia una vuelta a lo temático. Se parecen más los versos
de Residencia en la tierra título con que agrupa
estos nuevos poemas inéditos- a los fragmentos de Veinte
poemas que a los de la Tentativa, y en ellos intervienen
la exasperación sexual del poeta, ya conocida, y sensaciones
de olor, de gusto, de olfato, halladas en la tierra oriental
y sobre los mares amarillos. Con su carga de emoción, con su
angustia humana siempre a cuestas, Pablo Neruda es el gran poeta
joven de Chile, y bien difícil será quitarle el imperio que
ganara, apenas adolescente, cuando llegó a Santiago a estudiar
y a vivir.
en:
Retratos Literarios. Santiago: Ediciones Ercilla-Contemporáneos,
1932.
_______________________________
[1] Nació en Parral el 12 de Julio de 1904.
Obras:
La
canción de la fiesta, 1921; Crepusculario, 1923 (hay segunda
edición en 1926); Veinte poemas de amor y una canción
desesperada, 1924; Anatole France. Páginas escogidas,
Selección de Pablo Neruda, 1924; Tentativa del hombre
infinito, 1926; Anillos, prosas de Pablo Neruda y Tomás
Lago, 1926; El habitante y su esperanza (novela), 1926.
[2] En la novela Pan de este autor hay un cuento
intercalado en el cual se narra un episodio de amor
parecido al tema de este poema.
[3] Andrés Gide, Les caves du Vatican.