Algunas
Reflexiones Improvisadas Sobre Mis Trabajos
por
Pablo Neruda
Guillermo
Feliú Cruz y la Biblioteca Nacional han dedicado este ciclo
de estudio a mis trabajos en un momento apasionado de nuestra
vida civil.
Al
agradecerlo con emoción, debo declarar que esta actitud entraña
una responsabilidad intelectual que desafiando el miedo circundante
aparece como una ejemplar y luminosa lección de humanismo.
Entre
los conferencistas, ensayistas y escritores que van a participar
en este seminario, yo soy, tal vez, el que tiene una posición
más difícil, una posición que oscila entre la ignorancia y el
pudor. La ignorancia de mi propia obra y el pudor natural de
hablar de ella. Sin embargo, veré modo de hacer una pequeña
reseña de algunos de los propósitos o intenciones que impulsaron
mi poesía, algunos fracasados y otros madurados.
Mi
primer libro Crepusculario, se asemeja mucho a algunos
de mis libros de mayor madurez. Es, en parte, un diario de cuanto
acontecía dentro y fuera de mí mismo, de cuanto llegaba a mi
sensibilidad. Pero, nunca, Crepusculario, tomándolo como
nacimiento de mi poesía, al igual que otros libros invisibles
o poemas que no se publicaron, contuvo un propósito poético
deliberado, un mensaje sustantivo original. Este mensaje vino
después como un propósito que persiste bien o mal dentro de
mi poesía. A ello me referiré en estas confesiones.
Apenas
escrito Crepusculario quise ser un poeta que abarcara
en su obra una unidad mayor. Quise ser, a mi manera, un poeta
cíclico que pasara de la emoción o de la visión de un momento
a una unidad más amplia. Mi primera tentativa en este sentido
fue también mi primer fracaso.
Se
trata de ese ciclo de poemas que tuvo muchos nombres y que,
finalmente, quedó con el de El hondero entusiasta. Este
libro, suscitado por una intensa pasión amorosa, fue mi primera
voluntad cíclica de poesía: la de englobar al hombre, la naturaleza,
las pasiones y los acontecimientos mismos que allí se desarrollaban,
en una sola unidad.
Escribí
afiebrada y locamente aquellos poemas que consideraba profundamente
míos. Creí también haber pasado del desorden a un planeamiento
formal. Recuerdo que, desprendiéndome ya del tema amoroso y
llegando a la abstracción, el primero de esos poemas, que da
título al libro, lo escribí en una noche extraordinariamente
quieta, en Temuco, en verano, en casa de mis padres. En esta
casa yo ocupaba el segundo piso casi por entero. Frente a la
ventana había un río y una catarata de estrellas que me parecían
moverse. Yo escribí de una manera delirante aquel poema, llegando,
tal vez, como en uno de los pocos momentos de mi vida, a sentirme
totalmente poseído por una especie de embriaguez cósmica. Creí
haber logrado uno de mis primeros propósitos.
Por
aquellos tiempos había llegado a Santiago la poesía de un gran
poeta uruguayo, Carlos Sabat Ercasty, poeta ahora injustamente
olvidado. La persona que me habló y me comunicó un entusiasmo
ferviente por la poesía de Sabat Ercasty fue mi gran amigo,
el malogrado poeta Joaquín Cifuentes Sepúlveda. Por este joven
y generoso poeta, que guardaba una admiración perpetua hacia
sus compañeros y una falta de egoísmo casi suicida que lo llevó,
tal vez por aminorarse, a la destrucción y la muerte, conocí
yo los poemas de Sabat Ercasty.
En
este poeta vi yo realizada mi ambición de una poesía que englobara
no sólo al hombre, sino a la naturaleza, a las fuerzas escondidas,
una poesía epopéyica que se enfrentara con el gran misterio
del universo y también con las posibilidades del hombre. Entré
en correspondencia con él. Al mismo tiempo que yo proseguía
y maduraba mi obra, leía con mucha atención las cartas que él
generosamente dedicaba a un tan desconocido y joven poeta. Yo
tenía tal vez 17 o 18 años y aquella noche, después de haber
escrito ese poema, decidí enviarle este fruto de mi trabajo
en el que había puesto lo más original de lo esencial mío. Se
lo mandé pidiéndole una opinión muy franca sobre él, a la vez
que lo consultaba si le parecía hallar alguna influencia de
Sabat Ercasty.
Yo
pensé, y mi vanidad me perdió, que el poeta me lanzaría una
ininterrumpida serie de elogios por lo que yo creía una verdadera
obra maestra dentro de los límites de mi poesía. Recibí poco
después, y sin que ello disminuyera mi entusiasmo por él, una
noble carta de Sabat Ercasty en que me decía que había leído
en ese poema una admirable poesía que lo había traspasado de
emoción, pero que, hablándome con el alma y sin hipocresía alguna,
hallaba que ese poema tenía la influencia de Carlos Sabat
Ercasty.
Mi
inmensa vanidad recibió esta respuesta como una piedra cósmica,
como una respuesta del cielo nocturno al que yo había lanzado
mis piedras de hondero. Me quedé entonces, por primera vez,
con un trabajo que no debía proseguir. Yo, tan joven, que me
proponía escribir una larga obra con propósitos determinados
o caóticos, pero que representara lo que siempre busque, una
extensa unidad, y aquel poema tembloroso, lleno de estrellas,
que me parecía haberme dado la posesión de mi camino, recibía
aquel juicio que me hundía en lo incomprensible, porque mi juventud
no comprendía la lección.
No
comprendía entonces que no es la originalidad el camino, no
es la búsqueda nerviosa de lo que puede distinguirlo a uno de
los demás, sino la expresión, el camino encontrado a través,
precisamente, de muchas influencias y de muchos aportes.
Pero
esto es largo de conocer y aprender. El joven sale a la vida
creyendo que es el corazón del mundo y que el corazón del mundo
se va a expresar a través de él. Terminó allí mi ambición cíclica
de una ancha poesía, cerré la puerta a una elocuencia desde
ese momento para mí imposible de seguir, y reduje estilísticamente,
de una manera deliberada, mi expresión.
El
resultado fue mi libro Veinte poemas de amor.
Pero
este libro no alcanzó, para mí, aún en esos años de tan poco
conocimiento, el secreto y ambicioso deseo de llegar a una poesía
aglomerativa en que todas las fuerzas del mundo se juntaran
y se derribaran. Era éste el conflicto que yo me reservaba.
Empecé
una segunda tentativa frustrada y ésta se llamó verdaderamente
Tentativa... En el título presuntuoso de este libro se
puede ver cómo esta motivación vino a poseerme desde muy temprano.
Tentativa del hombre infinito fue un libro que no alcanzó
a ser lo que quería, no alcanzó a serlo por muchas razones en
que ya interviene la vida de todos los días. Sin embargo, dentro
de su pequeñez y de su mínima expresión, aseguró más que otras
obras mías el camino que yo debía seguir. Yo he mirado siempre
la Tentativa del hombre infinito como uno de los verdaderos
núcleos de mi poesía, porque trabajando en estos poemas, en
aquellos lejanísimos años, fui adquiriendo una conciencia que
antes no tenía y si en alguna parte están medidas las expresiones,
la claridad o el misterio, es en este pequeño libro, extraordinariamente
personal.
Curiosamente,
en estos días, ha llegado a mis manos el manuscrito de una obra
crítica sobre mi poesía, muy extensa, del eminente escritor
uruguayo Emilio Rodríguez Monegal. No se halla aún impresa y
se me ha enviado para que yo la vea. Entre las cosas que allí
aparecen he visto que a este libro mío, Jorge Elliott, escritor
chileno a quien conocemos y apreciamos, le atribuye la influencia
de Altazor, de Vicente Huidobro. No sabía que Jorge Elliott
había expresado tal error. No se trata aquí de defenderse de
influencias, (ya he hablado de la de Sabat Ercasty), pero quiero
aprovechar este momento para decir que en ese tiempo yo no sabía
que existiera un libro llamado Altazor, ni creo que este
mismo estuviese escrito o publicado. No estoy seguro porque
no tengo a mano los datos correspondientes, pero me parece que
no. Yo conocía, sí, los poemas de Huidobro, los primeros excelentes
poemas de Horizon Carré, de Tour Eiffel, de los
Poemas Articos. Admiraba profundamente a Vicente Huidobro,
y decir profundamente es decir poco. Posiblemente, ahora lo
admiro más, pues en ese tiempo su obra maravillosa se hallaba
todavía en desarrollo. Pero el Huidobro que yo conocía y tanto
admiraba era con -el que menos contacto podía tener. Basta leer
mi poema Tentativa del hombre infinito, o los anteriores,
para establecer que, a pesar de la infinita destreza, del divino
arte de juglar de la inteligencia y de la luz y del juego intelectual
que yo admiraba en Vicente Huidobro, me era totalmente imposible
seguirlo en ese terreno, debido a que toda mi condición, todo
mi ser más profundo, mi tendencia y mi propia expresión, eran
la antípoda de esa destreza intelectual de Vicente Huidobro.
Este libro Tentativa del hombre infinito, esta experiencia
frustrada de un poema cíclico, muestra precisamente un desarrollo
en la oscuridad, un aproximarse a las cosas con enorme dificultad
para definirlas: todo lo contrario de la técnica y de la poesía
de Vicente Huidobro que juega iluminando los más pequeños espacios.
Y ese libro mío procede, como casi toda mi poesía, de la oscuridad
del ser que va paso a paso encontrando obstáculos para elaborar
con ellos su camino.
El
largo tiempo de vida ilegal y difícil, provocada por acontecimientos
políticos que turbaron y conmovieron profundamente a nuestro
país, sirvió para que nuevamente volviera a mi antigua idea
de un poema cíclico. Por entonces tenía ya escrito Alturas
de Macchu-Picchu.
En
la soledad y aislamiento en que vivía y asistido por el propósito
de dar una gran unidad al mundo que yo quería expresar, escribí
mi libro más ferviente y más vasto: el Canto General.
Este libro fue la coronación de mi tentativa ambiciosa. Es extenso
como un buen fragmento del tiempo y en él hay sombra y luz a
la vez, porque yo me proponía que abarcara el espacio mayor
en que se mueven, crean, trabajan y perecen las vidas y los
pueblos.
No
hablaré de la substancia íntima de este libro. Es materia de
quienes lo comenten.
Aunque
muchas técnicas, desde las antiguas del clasicismo, hasta los
versos populares, fueron empleadas por mí en este Canto,
quiero agregar algunas palabras sobre uno de mis propósitos.
Se
trata del prosaísmo que muchos me reprochan como si tal procedimiento
manchara o empañara esta obra.
Este
prosaísmo está íntimamente ligado a mi concepto de CRONICA.
El poeta debe ser, parcialmente, el cronista de su época.
La crónica no debe ser quintaesenciada, ni refinada, ni cultivista.
Debe ser pedregosa, polvorienta, lluviosa y cotidiana. Debe
tener la huella miserable de los días inútiles y las execraciones
y lamentaciones del hombre.
Mucho
me han sorprendido al no comprender simples propósitos que significan
grandes cambios en mi obra, cambios que mucho me costaron. Comprendo
que mi inclinación fue siempre hacia la expresión más misteriosa
de Residencia en la tierra o de Tentativa, y muy
difícil fue para mí el arrastrado prosaísmo de algunos fragmentos
del Canto General, que escribí porque sigo pensando que
así debieron ser escritos. Porque así escribe el cronista.
Las
uvas y el viento, que vienen después, que quiso ser un poema
de contenido geográfico y político, fue también una tentativa
en algún modo frustrada, pero no en su expresión verbal que
algunas veces alcanza el intenso y espacioso tono que quiero
para mis cantos. Su vastedad geográfica y su inevitable apasionamiento
político lo hacen difícil de aceptar a muchos de mis lectores.
Yo me sentí feliz escribiendo este libro.
Otra
vez volvió a mí la tentación muy antigua de escribir un nuevo
y extenso poema. Fue por una curiosa asociación de cosas. Hablo
de las Odas Elementales. Estas Odas, por una provocación
exterior, se transformaron otra vez en ese elemento que yo ambicioné
siempre: el de una poesía de extensión y totalidad. La incitación
provocativa vino de un periódico de Caracas, El Nacional,
cuyo Director, mi querido compañero Miguel Otero Silva, me propuso
una colaboración semanal de poesía. Acepté, pidiendo que esta
colaboración mía no se publicara en la página de Artes y
Letras, en el Suplemento Literario, desgraciadamente ya
desaparecido, de ese gran diario venezolano, sino que en sus
páginas de crónica. Así logre publicar una larga historia de
este tiempo, de las cosas, de los oficios, de las gentes, de
las frutas, de las flores, de la vida, de mi visión, de la lucha,
en fin, de todo lo que podía englobar de nuevo en un vasto impulso
cíclico mi creación. Concibo, pues, la Odas Elementales
como un solo libro al que me llevó otra vez la tentación de
ese antiguo poema que empezó casi cuando comenzó a expresarse
mi poesía.
Y
ahora unas últimas palabras para explicar el nacimiento de mi
último libro,
Memorial
de Isla Negra.
En
esta obra he vuelto también, deliberadamente, a los comienzos
sensoriales de mi poesía, a Crepusculario, es decir,
a una poesía de la sensación de cada día. Aunque hay un hilo
biográfico, no busqué en esta larga obra, que consta de cinco
volúmenes, sino la expresión venturosa o sombría de rada día.
Es verdad que está encadenado este libro como un relato que
se dispersa y que vuelve a unirse, relato acosado por los acontecimientos
de mi propia vida y por la naturaleza que continúa llamándome
con todas sus innumerables voces.
Es
todo cuanto por ahora, en la intimidad, podría decir de la elaboración
de mis libros. No sé hasta qué punto podrá ser verdadero cuanto
he dicho. Tal vez se trata sólo de mis propósitos o de mis inclinaciones.
De todos modos, los ya explicados han sido algunos de los móviles
fundamentales en mis trabajos. Y no sé si será pecar de jactancia
decir, a los años que llevo, que no renuncio a seguir atesorando
todas las cosas que yo haya visto o amado, todo lo que haya
sentido, vivido, luchado, para seguir escribiendo el largo poema
cíclico que aún no he terminado, porque lo terminará mi última
palabra en el final instante de mi vida.
en:
revista Mapocho, tomo II, numero 3, p. 180-182, 1964