Nueva Poesía Épica

Hugo Montes

Hasta ahora hemos diferenciado la posición de algunos poetas chilenos y españoles dentro del género lírico e indicado con qué valores contribuyen aquéllos al florecimiento actual de las letras castellanas.  Es necesario, si se quiere completar el estudio de esta contribución, referirse al aporte inesperado de una rica poesía épica.  Desde el comienzo de su historia, Chile aparece asociado literariamente a las creaciones épicas. La Araucana, de Alonso de Ercilla, y Arauco Domado, de Pedro de Oña, lo confirman.  En una época en que el género parecía absolutamente desterrado de las letras occidentales, cuando Boiardo y Ariosto habían transformado al mayor héroe épico medieval en sujeto de aventuras sentimentales y puramente fantásticas, con no pocos ribetes ridículos, la literatura castellana osaba ofrecer poemas en serio, con auténticos ideales guerreros y religiosos, con combates mortales, con severas disquisiciones morales a la manera de la épica tradicional; Chile era la nación que acunaba tal osadía.  Y no por mera casualidad, sino por un hecho histórico singular: la enconada resistencia opuesta a los conquistadores españoles por el pueblo de Arauco.  Esta lucha vino a reproducir situaciones heroicas que se habían dado precisamente en los tiempos medievales, cuando nació el Poema de mío Cid.  En pleno Renacimiento, un grupo de soldados europeos -entre los que había uno especialmente dotado por las Musas- tenía ocasión para prolongar las luchas de cruz y espada de que daban cuenta las epopeyas medievales.  Éstas habían sido, según la expresión de Menéndez Pidal, veristas, es decir, se apegaban a la verdad histórica, de la que querían ser leales sirvientes.  Igual ocurrió con las obras de Ercilla y Oña.  Aquél, sin duda más importante, conocía bien el Orlando Furioso, en cuyas octavas reales se inspira a menudo; pero desde un comienzo señala su independencia radical del modelo italiano indicando que no va a cantar las damas ni los caballeros, sino los hechos de armas.  Si Ariosto había escrito al comienzo de su poema

Le donne, i cavallier, l'armi, gli amori,
le cortesie, l'audaci impresse io canto...

Ercilla inició La Araucana con un rotundo desmentido a estos versos que, por lo demás, se encargaría de traducir:

No las damas, amor, no gentilezas
de caballeros canto enamorados,
ni las muestras, regalos y ternezas
de amorosos afectos y cuidados.
Mas el valor, los hechos, las proezas...

De hecho, Ercilla cumplió el programa anunciado en esta primera estrofa y nos dejó un poema grandioso y verista, apegado siempre a la verdad, a veces monótono, guerrero en su casi totalidad.

A pesar del origen peninsular del autor, los chilenos consideraron La Araucana como obra propia y, más que eso, como su epopeya nacional.  La idea que aún hoy tiene el pueblo de un Caupolicán o de un Lautaro es la que le dio Ercilla, y de la guerra de Arauco sabe más por el poema que por lo que le enseñan los historiadores.  Generaciones y generaciones de chilenos han memorizado en las escuelas la descripción que del país hace el Canto inicial ("Chile, fértil provincia y señalada...") y no hay chileno de cierta ilustración que desconozca el suplicio de Galvarino o de Caupolicán.  Desde muy pronto, además, La Araucana fue aprovechada por los cronistas como irrefutable fuente histórica, lo que ha venido a confundir a menudo hechos reales y de mera ficción.  Alonso de Ovalle y Diego de Rosales, del siglo XVII, prosificaron en sus libros estrofas enteras del poema, en un gesto comparable al aprovechamiento que los cronistas medievales hicieron de los Cantares de Gesta.  Ercilla describe a los araucanos con las siguientes palabras:

Son de gestos robustos, desbarbados
bien formados los cuerpos y crecidos,
espaldas grandes, pechos levantados,
recios miembros de nervios bien fornidos,
ágiles, desenvueltos, alentados,
animosos, valientes, atrevidos,
duros en el trabajo y sufridores
de fríos mortales y calores (Canto I).

Pues bien, Alonso de Ovalle dirá de los mismos indígenas en su Histórica Relación del Reino de Chile: "Son, por lo general, de cuerpos robustos, bien formados, de grandes espaldas, pecho levantado, de recios miembros y bien fornidos, ágiles, desenvueltos, alentados, nervudos, animosos, valientes y atrevidos, duros en el trabajo y muy sufridores en hambres, fríos, aguas y calores".  Es decir, tomó a la letra la octava de Ercilla y la prosificó.  Diego de Rosales se aprovecha de la descripción mencionada con las siguientes palabras: "Son, por lo general, de cuerpos robustos, fornidos, de grande espalda y pechos levantados; de recios miembros y gruesos moeles, ágiles, desenvueltos, alentados, nervudos, animosos, atrevidos, duros en el trabajo y sufridos en los rigores de los tiempos, sin hacer caso de los fríos y aguaceros". (Historia General del Reino de Chile).  El mito de considerar al araucano como antepasado del chileno es uno de los resultados de este crédito concedido indiscriminadamente a Ercilla, el cual, aunque trató de ir siempre arrimado a la verdad, como dice en el prólogo de su obra, hizo labor de poeta y no de historiador.

La Araucana despertó también interés entre los literatos.  Surgieron pronto numerosas imitaciones (97), entre las que sobresale la del chileno Pedro de Oña -hijo del conquistador Gregorio de Oña-, que es el primer escritor nacional con que cuenta la literatura de Chile. El Arauco Domado (1596) es su primera creación.  Así, el punto de partida de las letras del país es un poema épico.  Luego, numerosos romances surgidos de La Araucana se encargaron de mantener vivos muchos de sus versos (98).  Así, textos históricos, poesía culta y composiciones populares prolongaron el espíritu épico contenido en la obra de Ercilla.  Téngase presente, además, que la guerra de Arauco continuó por tres siglos, durante los cuales la economía, la actividad misionera, la administración pública, la vida civil en todas sus manifestaciones quedaron conformadas por ella.  En otras palabras, se prolongaba el estado de cosas que había originado la obra de Ercilla y Oña: Chile vivió hasta los comienzos de la República en gran parte como en un campamento militar.

Varias circunstancias acentuaron en el siglo XIX este interés nacional por la épica. Desde luego, las guerras contra España por la Independencia; en seguida, el afán romántico de destacar lo primitivo y, en particular, lo indígena; en fin, la labor educacional de Andrés Bello, quien desde 1828 hasta su muerte acaecida en 1867 ,vive en Chile.  Bello fue un extraordinario gustador de la poesía épica.  Se anticipó a los estudios de M. Pidal sobre las relaciones entre el romancero y los Cantares de Gesta, subrayó la importancia del Poema de mío Cid, tradujo gran parte del Orlando Furioso y el comienzo de otros poemas medievales y del Renacimiento y escribió numerosos poemas descriptivos de la naturaleza americana que, sin ser propiamente épicos, tienen vinculación por su carácter objetivo con el género. El magisterio de Bello tuvo inmensa resonancia en el país, de modo que también se traspasó a sus discípulos y lectores el interés por la epopeya.  Un hecho singular nos confirma lo generalizado que estaba en la segunda mitad del siglo XIX este interés: el certamen Varela que invitaba a escribir composiciones al estilo de las de Bécquer, en el cual, según se dijo, participó Rubén Darío, dispuso también un premio para el mejor canto épico a las glorias de Chile.  El concurso auspiciaba de este modo dos tipos de composiciones, uno de moda (imitación de la lírica de Bécquer) y otro tradicional, de índole épica.  También a esta segunda parte del concurso se presentó Darío y su canto épico obtuvo el primer premio.  El nicaragüense escribió después otro poema de esta clase, «Canto a la Argentina», lo que prueba que no ensayó el género sólo por las razones externas de un concurso.  En Carlos Pezoa Véliz, poeta de origen muy modesto (1879-1908), se prolonga el interés épico, especialmente en su poema «Alma nacional» que remata en una expresa evocación de Ercilla.  Samuel Lillo (18701958), con sus Canciones de Arauco y su Canto a la América latina, y Vicente Huidobro, con la «hazaña» (novela de un poeta) El Cid Campeador, intensifican este clima favorable a la épica, que alcanza una cumbre con el Canto General, de Pablo Neruda.  Canción de Gesta, obra de la madurez de Neruda, tiene un título harto expresivo para que requiera comentarios.  También Gabriela Mistral escribió un extenso poema, de publicación póstuma, sobre Chile, y entre los poetas jóvenes aflora una y otra vez la curiosa inclinación hacia este tipo de poesía, mezcla de crónica, descripción objetiva, himno entusiasta y épica propiamente tal.  Si alguna vez este interés disminuye, como en cierta forma ocurrió a principios de siglo debido, entre otras causas, a la ya vista presencia de Bécquer, la reacción no se hace esperar.  Dice, por ejemplo, Gabriela Mistral, en Nota a sus Himnos Americanos, de Tala: "Después de la trompa épica, más elefantina que metálica, de nuestros románticos, que recogieron la gesticulación de los Quintana y los Gallegos, vino en nuestra generación una repugnancia exagerada hacia el himno largo y ancho, hacia el tono mayor.  Llegaron las flautas y los carrizos, ya no sólo de maíz, sino de arroz y cebada... El tono menor fue el bienvenido, y dejó sus primores, entre los que se encuentran nuestras canciones más íntimas y acaso las más puras.  Pero va vamos tocando el fondo mísero de la joyería v de la creación en acónitos.  Suele echarse de menos, cuando se mira a los monumentos indígenas o la Cordillera, una voz entera que tenga el valor de allegarse a esos materiales formidables".  La voz que la poetisa añora se hizo presente en sus propios Himnos Americanos y, sobre todo, en la obra recién citada de Neruda.  Ambas composiciones nacieron dentro de la larga tradición épica de Chile y al contacto de "los monumentos indígenas o la Cordillera".  Esta frase de la Mistral indica el tono de la creación nerudiana, indigenista a la vez que enraizada en la naturaleza americana.  Veremos algunos de sus pormenores.  Hasta que estalla la Guerra Civil de España, Neruda fue un poeta lírico, sentimental, triste, angustiado.  Los sucesos guerreros y las preocupaciones políticas lo mueven a abandonar esta posición.  De ello tiene plena conciencia, según se aprecia en el comienzo de «Explico algunas cosas», de Tercera Residencia:

Preguntaréis: Y dónde están las lilas?
¿Y la metafísica cubierta de amapolas?
¿Y la lluvia que a menudo golpeaba
Sus palabras llenándolas
de agujeros y pájaros?
Os voy a contar todo lo que me pasa...

Lo que al autor le pasa no es algo personal; por eso, el poema se hace de inmediato general y objetivo: "Y una mañana todo estaba ardiendo".  Lo impersonal surge, como se ve, en relación con lo que ocurre en las ciudades y los campos, lo que acontece a los demás hombres; nace una suerte de poesía civil, de base doctrinaria.  La literatura se convierte en instrumento de lucha, en un arma que el poeta quiere poner al servicio de la causa común, y deja con ello de servir sólo al arte y de cantar sólo los sentimientos más íntimos.  Este tipo de poesía cívica es frecuente en Hispanoamérica.  «Elegía a Mitre», de Darío; «Odas seculares», del argentino Leopoldo Lugones, y «Alma americana», del peruano José Santos Chocano, son ejemplos característicos.  Pero Neruda dio un paso mayor y elabora su Canto General.  En un comienzo quiso escribir únicamente sobre Chile, y nacieron diversos poemas sobre el Norte del país («Atacama»), sobre uno de sus ríos centrales («Oda de invierno al río Mapocho»), sobre el Sur («Enfermo en Veracruz» y otros).  Apenas en una ocasión alude a los restantes países de América, y es para destacar cómo están dormidos mientras sólo su patria vela («Patria, mi Patria...”).  No ha nacido todavía en el autor el sentido continental, tan claro en Bello, Darío, Chocano y la Mistral.  Estos poemas nacionales, tan descriptivos de la naturaleza, apenas dejan lugar a la actividad humana.  Son poemas aislados que tienen de común cantar a Chile, pero distan de integrar un gran poema mayor.  Pero Neruda tenía la intención de hacer ese canto único a su patria.  Para ello se vio obligado a hurgar por la historia nacional, la que en diversos importantes momentos coincide cabalmente con la de otros países hispanoamericanos.  El autor se sintió perturbado, según declaraciones propias: "Muy pronto me sentí complicado, porque las raíces de todos los chilenos se extendían debajo de la tierra y salían en otros territorios.  O'Higgins tenía raíces en Miranda.  Lautaro se emparentaba con Cuahutemoc.  La alfarería de Oaxaca tenía el mismo fulgor negro de las gredas de Chillán" (99).  Además, 1810 (fecha de las primeras Juntas nacionales de Gobierno de varios países americanos, entre ellos Chile) era una fecha común a muchos: "un año como un poncho rojo de rebelión ondulando en todas las tierras de América" (100).

Así, la historia común de los pueblos de Hispanoamérica es el primer impulso para ampliar las primitivas intenciones.  El segundo viene de la contemplación de las ruinas incaicas de Macchu Picchu, en el interior de la cordillera peruana, junto al Cuzco.  Desde allí hay un amplio horizonte geográfico, social e histórico que permite contemplar mejor la complejidad de América.  El poeta dice que pensó entonces en el antiguo hombre americano y que vio sus viejas huellas enlazadas con las actuales: "Allí comenzó a germinar mi idea de un Canto General americano.  Antes había persistido en mí la idea de un canto general de Chile, a manera de Crónica.  Aquella visita cambió las perspectivas.  Ahora veía a América entera desde las alturas de Macchu Picchu.  Éste fue el título del primer poema con mi nueva concepción" (101).  La obra adquirió un perfil acabado sólo cuando el autor hubo de salir años más tarde de su patria, por razones políticas.  La pasión personal se añadió así a la visión tranquila de América, con lo cual la obra adquirió un sello peculiar: es subjetiva a la vez que de gran objetividad.  Si a esto se añaden el desorden cronológico en que los sucesos aparecen, la irregularidad métrica, muchos resabios surrealistas, y las diversas fuentes en que está inspirado, se tendrá una idea de su extraordinaria complejidad.

El Canto General consta de quince capítulos.  Los dos primeros tratan de la América anterior a Colón, tanto de la naturaleza (I), como de los seres humanos (II).  El comienzo mismo revela el afán, visible en todo el poema, de rescatar lo americano del mundo europeo: "Antes de la peluca y la casaca / fueron los ríos, ríos arteriales." La flora, algunas bestias, las aves, los ríos, los minerales y -finalmente- los hombres van apareciendo en forma sucesiva hasta completar un cosmos que se bastaba a sí mismo.. El capítulo II, dedicado a Macchu Picchu, es de difícil comprensión porque mezcla constantemente los problemas del siervo antiguo con los del trabajador actual.  Neruda da vertiginosos saltos en el tiempo y en el espacio, de modo que se confunden las épocas, los hombres, las situaciones y los lugares; su intento es aprehender en un mismo signo los males de ayer y de hoy, de allá y de aquí:

¿Fuiste también el pedacito roto
de hombre inconcluso, de águila vacía
que por las calles de hoy, que por las huellas,
que por las hojas del otoño muerto
va machacando el alma sobre la tumba?

Se ha preguntado por la posible identificación del hombre arcaico con el de hoy.  En otros versos, el autor personaliza más esta relación, llegando él mismo a ser -uno con el indígena.  El uso del verbo «mirar» en presente y en pretérito le facilita tal identificación:

Miro las vestiduras y las manos,
el vestigio del agua en la oquedad sonora,
la pared suavizada por el tacto de un rostro
que miró con mis ojos las lámparas terrestres,
que aceitó con mis manos las desaparecidas
maderas: porque todo, ropaje, piel, vajillas,
palabra, vino, panes,
se fue, cayó a la tierra.

El capítulo III está dedicado a los conquistadores españoles, que aparecen como crueles exterminadores.  Cortés, Alvarado, Balboa, Almagro, Pizarro, Valdivia, son intrusos sin conciencia que sólo buscan su provecho.  La única excepción es Ercilla: "Sólo tú no beberás la copa de sangre." El progreso, sin embargo, que adviene con los europeos le obliga a reconocer que "la luz vino a pesar de los puñales".  La reacción ante los conquistadores no se hace esperar.  El capítulo IV, más extenso que los anteriores, la narra con pasión. Indígenas (Cuauhtemoc, Lautaro, Caupolicán) y españoles y criollos (Fray Bartolomé de las-,Casas, Miranda, O'Higgins, San Martín, Carrera, Manuel Rodríguez, Sucre, Bolívar, Martí) se unen contra los invasores.  De una- parte, hay discriminación entre los españoles y, de otra, se unen en la actitud libertaria hombres de diversos tiempos, países y doctrinas. La clasificación de personas no es racial ni cultural; el Canto General ensaya una división diferente que, en último término, arranca de una interpretación marxista de la historia de América.  El grupo de «explotadores» se opone al «pueblo», y ello desde la época prehistórica.  El resto del poema presenta una nueva cima de belleza en el «Canto General de Chile» (VI) y en «Que despierte el leñador» (IX) dedicado a Norteamérica.  Muy hermoso es también el capítulo XIV, «El gran océano».

No tiene sentido la pretensión de encasillar absolutamente el Canto General en un género literario.  Es una composición compleja con no pocos momentos líricos, con mucho de crónica, con harta propaganda política.  Voluntariamente se omite un argumento y no hay continuidad individual en los personajes.  Lo sobrenatural está desterrado del todo.  Hay, en cambio, un intenso ,amor a la naturaleza americana.  Tierras, ríos, mares, plantas, animales se llevan la simpatía del autor sólo por ser autóctonos.  Igual ocurre con el indígena.  En los personajes hay lo que podría llamarse continuidad ideológica, es decir, unos a otros se van traspasando, ya el arma de la destrucción, ya la actitud rebelde y la bandera salvadera.  En un sentido lato, puede decirse que es obra épica.  También, que es una especie de Cosmogonía en que el mundo americano aparece desde el origen con fuerza y contradicciones.  Se trata, en todo caso, de una composición que lleva a la cima la serie de creaciones hispanoamericanas ya calificadas de «civiles», relacionadas sin duda con la épica de los siglos anteriores a la Independencia.  Hispanoamérica aparece aquí buscando una expresión de su propio ser, determinado por su naturaleza, su historia y su porvenir.  El gran éxito alcanzado por el Canto General revela hasta dónde ha sido acogido por el público continental: apareció en Méjico en 1950.  El mismo año se editaba clandestinamente en Santiago de Chile.  En 1952, nueva edición mejicana.  En 1955, edición en Buenos Aires y al año siguiente, inclusión en las Obras Completas, tiradas también en Buenos Aires (102).

España, definida ya como nación en el conjunto europeo y frente al Nuevo Mundo, no requiere obras de este tipo.  Por lo mismo, no las intenta, no podría intentarlas.  No es cuestión de mayor o menor capacidad creadora, sino de algo más hondo que mira al ser mismo del país.  La epopeya española ya se hizo y carece de sentido reelaborarla.  España y América -Chile, en este caso- viven momentos históricos diferentes; diferente es, por ello, su expresión literaria.  Cuando Antonio Machado deja el lirismo, escribe los hermosos romances de «La tierra de Alvargonzález», que son la poetización de una leyenda, no un poema heroico, nada que se parezca a una epopeya; escribe un «cuento» en que hay sueños, presagios, parricidio, arrepentimientos, viajes, aleccionamiento moral, pero no el gesto colectivo y hercúleo del Canto General.  Cuando García Lorca compone el Romancero gitano une lo trágico y lo pintoresco, pasa del relato de milagros al de andanzas de la Guardia Civil, mezcla el realismo anecdótico con la sugerencia llena de misterios.  No se halla, empero, en ningún romance afán de hacer obra de trascendencia colectiva.  Ellos encierran compasión y admiración por el gitano, mas no un movimiento para redimirlo de las arbitrariedades de cualquiera autoridad.  La terminación del Imperio ultramarino tampoco despertó en España poemas de tipo épico.  El desastre de Filipinas y Cuba (1898) motivó una actitud meditativa que de preferencia se expresó en ensayos.  España se recogió sobre sí misma, y los grandes maestros de la época -Unamuno, Maeztu, Menéndez Pidal, Ortega y Gasset- invitaron con su palabra o con su ejemplo a despertar de la modorra espiritual, a pensar con originalidad, a estudiar con ahínco.  La poesía de Antonio Machado cobró tintes pesimistas, inadecuados para el entusiasmo que exige la épica.  España prefirió el pensamiento a la acción.


* * *

Dijimos al comenzar este trabajo que la literatura hispanoamericana había nacido, paradójicamente, en la Época de Oro.  Pedro de Oña es barroco al mismo tiempo que Góngora, y Ruiz de Alarcón puede rivalizar con Lope de Vega porque pertenece a su escuela dramática.  A mediados del siglo XIX, poetas chilenos precedían a Bécquer en su hallazgo de una poesía íntima y recocida, nada oratoria; y, muy luego, Darío llevaba a la Península la «novedad» de Verlaine y de todo el simbolismo, poniéndose a la cabeza de un movimiento que contaría, aunque por poco tiempo, con un Machado y un Jiménez.  Con el nicaragüense, las letras hispanoamericanas se ponen a la par que las de España, no sólo en calidad, sino en «tiempo», es decir, en madurez, interior y de formas.  La generación siguiente, representada por la Mistral y Neruda, mantuvo esta paridad en lo relativo a calidad y al empleo de recursos formales.  Pero por sumirse hondamente en una tradición aborigen, actitud en la cual tuvo muchos precursores, alteró la temática y el léxico y, sobre todo, la actitud interpretativa del mundo.  La literatura americana dejó de ser coetánea de la de España; dio un salto atrás, hacia lo primitivo.  Sobre todo en Gabriela Mistral adquirió una grandiosidad algo tosca, un gesto hierático que a veces desazona, pero que se comprende cuando se ve esculturas mayas, ruinas incaicas, rostros de indígenas, de los muchos que pululan en las calles de La Paz, el Cuzco o Ciudad de México.  Valioso de estos escritores es el no haber vuelto las espaldas ni a los modos de expresión que les ofrecía su época y su lengua, ni a las viejas tradiciones que les entregaba su continente. Ellos son a la vez poetas actuales y primitivos, renovadores y arcaicos.  Pertenecen a la órbita del modernismo, del surrealismo y de cuantos «ismos» se quiera; pero no se agotan en estas escuelas.  Es que, de otra parte, están abriendo nuevos cauces a través del aprovechamiento literario de creencias, historia, naturaleza y hombre aborígenes.  Y todo esto queda en el patrimonio de las letras castellanas, ricas y complejas.  Ni sólo realistas, ni sólo idealizadoras; populares y aristocratizantes, de color local y de dimensiones universales, religiosas y profanas, europeas y americanas, letras nuestras y de todos.  El Escila y el Caribdis de la literatura en español, de que ha hablado Dámaso Alonso (103), se acentúa y se enriquece con los poetas actuales de Chile.

en: Poesía actual de Chile y España. Santiago, Editorial del Pacífico, 1970, pp. 143-156.


Sitio desarrollado por SISIB - UNIVERSIDAD DE CHILE