Problemas Estéticos en Torno al Lenguaje de Residencia en la Tierra

por Alejandro Lora Risco

Si leemos un poema nerudiano pensando en la posibilidad de darnos con lo conocido, con alguna posible reconstrucción conceptual, camino de conceptos de que está precisamente alejándose, nada comprenderemos de su particular emoción. En cambio, si nos entregamos a su corriente cenagosa, a su trastabilleo conceptual, sin pensar que se ha querido procuramos una ilustración estética ingeniosa, entonces, sin lugar a dudas, tocaremos la cuerda interna del poema, pulsándola con facilidad. Sólo de este modo se pueden colocar los hitos circunvalantes de un campo irracional nerudiano, específico, inconfundible: el campo conceptualmente irrepresentable de una concepción del universo destruida. El poeta no puede permanecer tenso como una cuerda, para disparar la flecha de la poesía, porque el arco está roto, y el blanco no existe.

He aquí, pues, el enigma: ¿Por qué el arco está roto?  Esta es la pregunta permanente -pero no lógica ni conceptual- de Residencia en la Tierra, y cada poema es la respuesta -ni lógica ni, conceptual- alusiva a esa región inverosímil, donde el impulso y las tensiones del alma yacen relajadas y sin forma.

Si avanzamos con el poeta reconociendo todo lo que, camino de ser, viene a truncarse o sea, leyendo al pie de la letra lo que de incomprensible hay en el poema, acabaremos por empaparnos, sin necesidad de traducirlo, en su verdadero sentido: el poema nos hunde en su agua viscosa, en su materia deleznable, en su ritmo torturado, en su acezido, enfrentándonos a una realidad humana sin contornos ni significación. Estamos, sólo entonces, en condiciones de indagar por otra cosa más: por qué Neruda ha tratado de imponer al caos sin significación ideas conceptuales que engendran las más nítidas nociones acerca de lo que hay de estructurado y lógico en el mundo.

A ello se debe el fracaso de Amado Alonso en su brillante, pero insuficiente "interpretación de una poesía hermética". Empeñado en una traslación de la imagen verbal a una forma racional, buscando, con pericia de arqueólogo, nexos enterrados o perdidos en el curso del escabroso descenso del poeta, corno si éste fuera en busca de no-forma, o por lo menos empeñado en la destrucción de la forma tradicional, Alonso realiza un traslado, una traducción absoluta, archiformalista, dentro de la cual la imaginería nerudiana se ha reducido a una ilación lógica de contextos puramente y racionalmente sentimentales [1] . La gravitación de la obra de Alonso, tan madura y aprovechable como equívoca, nos impone, cada cierto trecho, expreservar nuestras reservas, cuando no rechazar de plano sus conceptos. Allí donde veía Amado Alonso un temperamento romántico exaltado, dispuesto a avasallar toda estructura poética rigurosa, pero dispuesto a construir, no obstante, un reflejo verbal de sensaciones de hastío, de angustia, de desolación y de muerte, nosotros debemos considerar otro fenómeno. No es posible admitir que el objeto poético, aunque se confunda con su expresión, esté supeditado a un modo o a una técnica (clásica, romántica) de integrarlo o desintegrarlo. El objeto poético será siempre un médium en que la poesía se desliza, o por el cual la poesía atraviesa, estando en la expresión y al mismo tiempo escapándose de la expresión. Lo que pasa velozmente a través de la palabra, del flujo estético verbal, éste se encarga de retenerlo un instante, justo, el instante en que es aprehendido por el poeta, o por el lector. El poema es el sostén de la poesía, así cómo la palabra es el sustentáculo de una mención. Si el juego poético se agota en la expresión verbal, sin trascenderla, entonces no hay poesía, o la hay sólo bajo la forma de un convencionalismo completamente estéril, engañoso. Un poema que contenga poesía no puede sufrir una traducción en términos racionalísticos. Y esto es lo que explica por qué en el verso clásico, en el verso clásico que expresa juntamente una imagen verbal y un concepto racional, inequívoco, lógica y absolutamente definido, en medio de esta claridad deslumbrante, nítida, redondamente contorneada, la poesía sigue aún existiendo como un valor misterioso. Pensemos en unos ejemplos españoles. Nada es racionalmente más lógico ni más acabado, más claro, que lo que hay en uno de los grandes sonetos de Quevedo, o de Lope. Y, no obstante, la claridad conceptual, el intelecto, no ha muerto el sentimiento: porque el sentimiento poético no viene, como suele creerse, de la experiencia común y ordinaria de la vida, sino de la poesía, que es sensibilidad estética, y significa la construcción de otro ser, de un reposo trascendental, mágicamente aprehendido [2] .

Con su feliz error de principio, Amado Alonso nos ha permitido comprobar que hay en Residencia "imponderables" poéticos que se pueden reducir por entero a secuencias lógicas, a una ordenada trabazón de nexos racionales, sentimentales, ideológicos. Sus confusas imágenes léxicas, susceptibles de recuperarse por otro camino, demuestran que el hilo racional es "en realidad" la llave conductora, el alma de un aparato de conceptos disfrazados de imágenes poéticas. Pero si ese hilo se recupera, la ilusión poética está destruida.

Diríase que Neruda se ha propuesto exasperarnos, y que no ha encontrado mejor manera de lograrlo que la técnica superrealista del expresionismo poético. Sin embargo, esta exasperación no sería tanto el producto de una sensibilidad ya agotada -la del romanticismo-, cuanto una modalidad técnica, un procedimiento sui géneris, que permite al poeta escamotear, esconder los enlaces racionales del contexto, sumergiéndolos en aguas de la incoherencia y de lo carente de perfil y de forma.

El problema nerudiano se reduciría, entonces, a un ataque frontal a la forma de la expresión poética, no a una manera personal de tomar contacto con la poesía. A. A., pág. 185: "En vez de lo heredado dirá patrimonio estéril, y en vez de "mi ambiente vital", dirá "el domicilio traidor", con los adjetivos estéril y traidor, por engañosos, pasajeros, perecederos, condenados igualmente a la destrucción. En vez de "las tristezas y la muerte" dirá "cenizas", en vez de "la tristeza heredada y la destrucción de lo mío" dirá "el hueso del padre", etc.... Este en vez no puede ser más elocuente, contiene toda la "técnica" nerudiana y, asimismo, toda la ciencia de su hermeneuta. El deseo, hasta cierto punto pueril, de aclarar por la lógica y por la forma virtual los nexos sentimentales nerudianos, le ha impedido al fino analista considerar otro elemento distintivo, pura y simplemente irracional. No parece haberse dado cuenta que el poeta se propone, no ya crear una confusión en el lector, sino renovar cierto flujo perturbador. Y no con el elemento que ni anonada ni confunde -la poesía-, sino con una descarga de emoción que el propio poeta no se explica y trata sólo de contener y de encauzar en la medida que se lo permiten sus fuerzas, es decir, hasta donde el estímulo irracional, que es inconsciente, puede tolerarlo.


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No es posible limitar el contenido de la expresión nerudiana a la búsqueda de los nexos gramaticales, o de concepto, que se hayan perdido o sacrificado en el curso de la laboriosa y premeditada composición. Si todo el problema de Residencia estuviera centrado en la posibilidad, impensable, de recuperar su orden abstracto, intelectual, entonces, habría sido escrito en vano. Lo que no es contexto racional, ¿qué significa o qué es en Residencia? No, por cierto, como lo juzga Amado Alonso, una estética altiva, fogueada en los lances del superrealismo, ni, añadido a ella, una visión del mundo propia de un "poeta impotente", de un "poeta antena", que se complace en exagerar, en términos desmesurados, su sentimiento de la soledad, su melancolía, su magra visión de las cosas. Si el poeta ha dado en "juntar" su visión fraccionada del mundo es, en realidad, porque sólo de la acumulación de los diversos fragmentos de ese desarticulado conjunto podía surgir inmediatamente una impresión y una emoción referida, sin flaquear ni un instante, a un misterio específico, al misterio que siempre hay detrás de toda visión fraccionada del ser.

Claro está que Schopenhauer podía permitirse el lujo de negar la apariencia, pero es que, a redopelo, inaugura o se forja la creencia en la otra zona oscura y verdadera de la voluntad, y porque, con todas esas emociones del ser y de la vida levanta un cuerpo filosófico que tiene su orden, su volumen, su significado, su belleza intelectual incontestable y concreta. No se puede ser schopenahueriano sin ser al mismo tiempo un constructor intelectual de aquello que en el fondo se niega. ¿Puede ocurrir así dentro de la poesía? Puede ocurrir, sin duda alguna, a condición de que el poeta, seguro en última instancia de sí mismo, añada a su sentimiento pesimista el imponderable valor en que consiste la poesía misma: una construcción, ya no intelectual, sino estética. Baudelaire y Leopardi podían ser todo lo incomprensivos o negativos que se quiera, pero como Novalis o Hölderlin, construyeron poesía y por la creación se redimieron.

En vano trataremos de limitar a todos estos artistas dentro de una significación intelectual de su obra; siempre queda algo creado: poesía. Por encima de sus contradicciones e imperfecciones humanas y sentimentales, crearon algo, y salvaron así el escollo subjetivo que podía haber hundido su obra en la desesperación, en el vacío o en lo absurdo.

No es necesario, por lo tanto, saltarse adrede el nexo lógico de las cláusulas para dar mayor seguridad al lector de que la poesía es lo incomprensible. La poesía es incomprensible aun dentro de la trabazón más cerrada de los módulos sintácticos, aun dentro de la claridad conceptual más brillante. Mas, si Neruda sigue ex profeso el camino, de oscurecer la frase poética como cree Amado Alonso, no alcanza más que a desviar la inteligencia de su cauce, no a ponerla en contacto con lo inefable. La poesía, ya lo hemos dicho, aun en plena claridad conceptual, sigue siendo un misterio completo.

"Cuanto más perfecto el artista, dice Eliot, más completamente separados estarán el hombre que la sufre y la mente que la crea; con más perfección asimilará y transmutará la mente las pasiones que son su material". (Los poetas metafísicos, tomo I, pág. 18).

La obra de arte, claro está, como una creación del espíritu, cruza a través del puente de las emociones, se aleja de su autor y hace impacto en la zona inefable de la poesía. Empero, el alejarse de la propia personalidad, sostiene el mismo Eliot, entraña algo más duro: "lo que tiene lugar es una continua renuncia de sí mismo, tal como se es en el momento, en favor de algo más valioso. El progreso de un artista es un continuo autosacrificio, una continua extinción de la personalidad" (ibid., p. 16). La poesía, como realidad estética, tiene que evadirse de toda sujeción a lo meramente personal. De allí la libertad del poeta para construir dentro de normas -convencionales o no-, que ha de imponerse rigurosamente: pues sólo en la medida que este estrecho camino se adelgaza, hasta no ser más que una cuerda floja, camina con seguridad hacia la meta. La carga sentimental no es la materia de la creación artística; es el obstáculo, la resistencia que se ha de vencer para dar con la puerta de acceso, con la apertura de la vía. Una vez traspuesto el umbral, la materia del arte no es más que lenguaje simbólico, polarizado en la esfera estética correlativa. El problema que la expresión poética nerudiana nos plantea, ya lo hemos visto, no es otro que éste: una corriente sentimental y emotiva que, girando en la órbita eminentemente personal del artista, le impide remontarse fuera de sí, con el impulso auténtico de la creación. Neruda no puede ni podrá escapar de sí mismo. Su lenguaje es un espejo, compuesto con los trozos quebrados, enmohecidos, empañados, de la realidad circundante, que refleja su propia desintegración espiritual. No puede prescindir de ese espejo porque no puede dejar de investigar en qué mundo se encuentra, en qué orden material de seres y de cosas, aparece recortado, de manera inequívoca, el perfil oscuro de su yo. Él quiere ser su propio yo, y sólo a partir de la captura de su propio yo -captura que debe darse como un hecho concreto y tangible- puede empezar a ser, a vivir la historia -objetiva, significativamente- de ese yo. Lo cual no ha logrado jamás. El espejo estructurado del mundo, donde quisiera reflejar su imagen perdidiza, no será nunca una construcción potenciada en su lenguaje artístico. Por el contrario, cuanto mayor es su afán de colocar en las palabras el germen unitario del ser, en un intento de enlazar sus conexiones íntimas, totalmente pulverizadas, más será aquel lenguaje la consecuencia lógica de su historia sin integridad, la expresión genuina de su impotencia espiritual para determinar el Universo tan ansiado. La expresión poética nerudiana está, así, absorbida por una de las pasiones más exacerbadas que se hayan dado nunca en ningún gran retórico. Basta pensar en el caso extremo de Darío para saber qué pasa con Neruda. Darío construyó un espejo ideal para pasear triunfante su retórica, su verbo poético; pero a qué precio: al precio de pasear a un Darío falso, a un Darío débil, a un Darío enfermizo e impotente, medroso, espantado metafísicamente. Sin embargo, tan gran poeta fue, aunque él no hubiese sobrepasado, como hombre cargado de pasión, los límites de la mediocridad, que su obra para nada requiere de la presencia del poeta. Su poesía es más grande que él, y su verbo poético uno de los más cargados de significación de la lengua española.

El caso de Neruda es lo contrario. Cargado con exceso de pasiones -de pasión sobrante y sueños de ceniza-, y de esa pasión inexplicable que constituye el nervio de su personalidad misteriosa -eso inconfundiblemente nerudiano del Neruda de Residencia en la Tierra-, no ha podido desprenderse de ella para tramontar la infinita distancia que separa al sentimiento de la poesía.

Recuérdese con calma la imprecación desesperada de El Hondero: "Grito, lloro, deseo ... ¿por qué no he de ser yo?"

Más allá de esos muros, de esos límites, lejos.
Veo pasar las rayas de la lumbre y la sombra.
Por qué no he de ser yo? Grito. Lloro. Deseo.
Sufro, sufro y deseo. Cimbro y zumban mis hondas.
El viajero que alargue su viaje sin regreso.
El hondero que trice la frente de la sombra.
Las piedras entusiastas que hagan parir la noche.
La flecha, la centella, la cuchilla, la proa.
Grito. Sufro. Deseo. Se alza mi brazo, entonces,
hacia la noche llena de estrellas en derrota.

He aquí mi voz extinta. He aquí mi alma caída.
Los esfuerzos baldíos. La sed herida y rota.
He aquí mis piedras ágiles que vuelven y me hieren.
Las altas luces blancas que bailan y se extinguen.
Las húmedas estrellas absolutas y absortas.
He aquí las mismas piedras que alzó mi alma en combate.
He aquí la misma noche desde donde retornan.

Soy el más doloroso y el más débil. Deseo.
Deseo, sufro, caigo. El viento inmenso azota.
Ah, mi dolor, amigos, ya no es dolor de humano.
Ah, mi dolor, amigos, ya no cabe en la sombra.
En la noche, toda ella de astros fríos y errantes,
hago girar mis brazos como dos aspas locas.

También de El Hondero Entusiasta, es esta estrofa:

Cansado. Estoy cansado. Huye. Aléjate. Extínguete.
No aprisiones mi estéril cabeza entre tus manos.
Que me crucen la frente los látigos del hielo.
Que mi inquietud se azote con los vientos atlánticos.
Huye. Aléjate. Extínguete. Mi alma debe estar sola.
Debe crucificarse, hacerse astillas, rodar,
Verterse, contaminarse sola,
abierta la marea de los llantos,
ardiendo en el ciclón de las furias,
erguida entre los cerros y los pájaros,
aniquilarse, exterminarse sola
abandonada y única como un faro de espanto.

La respuesta a El Hondero es Residencia en la Tierra. No puede ser yo, aunque grite, llore y desee. Se interpone entre él y su yo -que es siempre más ideal que real- una imagen del mundo destruida (y por existir aniquilada no se puede contemplar y definirse como lo que es todo yo histórico y cumplido: un yo enlazado con el universo a través de una interpretación metafísica de la existencia).

El propio Amado Alonso, que ve en Neruda un poeta creador de poesía, no tiene reparo en señalarlo como un "poeta impotente", "impuro", fracasado en el dominio formal de la expresión, constreñido a dejarse arrastrar o a saltar sobre el mensaje eruptivo de su fantasía, y, por lo tanto, a no poder construir, edificar, ni siquiera en los planos formales, la forma mágica de la expresión. La poesía de Neruda es una poesía trabada por la impotencia de la dicción y por la absoluta falta de fe del artista en la Unidad y el Sentido del ser.

Neruda, pues, tropieza con el bulto de su propio yo al salir al encuentro de la poesía y descubre que la única manera imperfecta de ser yo, es aproximando su palabra a la increíble alquimia del agua, o a los tortuosos caminos de la muerte, de la nada, de la desintegración. El espejo roto y desperdigado, ha sido reunido dentro de un espacio de tiempo muy pequeño, y sólo dentro de ese espacio de tiempo insignificante, cual un fantasma, surge la representación del yo. El alma nerudiana cruza en medio de lo espectral como un espectro: como un fantasma desencadenado a la orilla del mar llorando.

¿Podemos construir nuestra fe, nuestra fe estética, se entiende, dentro de un poema nerudiano? No, desde luego. Porque el poema nerudiano es un hacinamiento de vestigios deformes, un hacinamiento dentro del cual el alma del poeta flota como nada, humos de "fuego fallecido". La materia del poema no es la expresión de algo inefable, sino un acezido, la agonía de alguien que se extingue, asfixiado por los vapores de la muerte. Dentro de un poema nerudiano estamos atrapados, retenidos por la grotesca y seductiva semblanza de lo absurdo, pero no estamos construidos. De allí el significativo papel de la actividad puramente inconsciente, casi onírico, en la elaboración de las expresiones de Residencia. La conciencia, cede al empuje de fuerzas oscuras, que van confinando al poeta en los extramuros más abismantes: "las cosas hacinadas en los rincones del alma". No hay manera de escapar a esta endemoniada búsqueda de sí mismo a través de restos irreconocibles de mundos, desperdigados bajo la forma de fantasmas, vestigios, pululación de espectros, "seres rotos", "lentas lágrimas sucias", "manos interrumpidas", "cáscaras de cadáveres", "cáscaras de silencio", etc.


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La metáfora nerudiana, en sentido estricto, no es una metáfora, puesto que no consiente, antes imposibilita, la asimilación entre dos significados que se han de juntar. He aquí el mayor obstáculo para que haya contemplación estética y cuaje el verso, o la expresión, en poesía. La poesía es un camino que se pierde a través de la metáfora nerudiana, súbitamente, cuando debía haber ocurrido al contrario: la metáfora servir de acceso inmediato al objeto que se desea contemplar y que debe ser instantáneamente concebido, luminosamente creado, por obra de una transmutación expresiva infalible.

En vez de la esperada reciprocidad metafórico -"identidad poética de formas distintas" (Dámaso Alonso)-, se produce el inquietante desvío. Lo que iba ser intensificado, por su aproximación mágica a otro valor, es más bien coartado por éste. Imposibilitado de propasarse, un valor elige el contorno extraño en que se desnaturaliza o perece por asfixia.

No será nada raro, en consecuencia, que las metáforas nerudianas sólo brillen cuando responden a una reminiscencia literaria (y Amado Alonso las ha afiliado con precisión). La originalidad metafórica de Neruda obedece a una variación inconsciente de un dato literario ya decantado por la tradición. Por el contrario, allí donde el lenguaje pretende ser, y llega a serlo casi siempre, el modo de una expresión nerudiana inconfundible, la metáfora se da sólo como conato, es decir, como una frustración estilística. Si lo que Residencia indaga en su lenguaje es la identificación de la realidad, de cosas y seres "o recordados o no vistos", cosas o seres que quisiera aprehender en su propio contorno, sin duda, sin trastabilleos, para operar con el modo real de la objetividad, lógico es que no se le pueda captar envolviéndolo en una metáfora, que supone un alejamiento súbito sobre la base de la posesión inmutable de un ente, o de un símbolo -expresivo- del ente.

Sólo dos cosas penetradas por la intuición hasta su misma esencia, pueden asimilarse metafóricamente. Por ello, por misteriosa que sea una transferencia metafórico, siempre hay, dentro de la metáfora, un valor sintáctico-racional indisputable, y que es el hilo de un pensamiento hasta cierto punto claro y distinto. En la metáfora más misteriosa, el pensamiento conceptual no se ha extinguido, aunque, cierto, no predomine, ni sea esencial al llamado de la emoción poética.

Mas en los contrastes expresivos de Residencia, lo que se contrapesa siempre son valores representacionales, significados y conceptos que hurgan en la realidad su envoltura fidedigna; en otras palabras, contenidos que indagan en el revuelto mundo del caos -objetivo, real-, una forma identificable. La palabra nerudiana es una palabra hueca, y el ente del mundo nerudiano una masa informe aún no designada, casi completamente desconocida. La rosa es de alambre, alambre maldito, y la paloma es mármol, un pedazo de mármol, o un número de sangre, o una cosa amarillenta. En ningún momento, la rosa es una rosa, ni la paloma es una paloma, de manera que no cabe, tampoco, por ninguna razón, ni en virtud de ninguna clase de emoción, postular, por ejemplo, que una rosa sea una paloma destellante, o una paloma una rosa en silencio.

Se trata de que ni una paloma ni una rosa pueden ser lo que aparentemente su nombre ha establecido. Una paloma es mucho menos que eso, y una rosa es, también, sólo una deformación inexplicable de un nombre, la cosa viene a ser el torcido signo real de un arquetipo incognocible.

De las cosas del mundo real, lo separa a Neruda una sensación destinada a borrar el significado o el nombre de las cosas. ¿Cómo designar una existencia real, pero degradada? ¿Cómo hacer entrar el bulto de las cosas, a cuyo contacto la sensibilidad se repliega, presa de espanto, en el delicado molde de una formulación conceptual, de un substantivo, de un nombre, de un valor? Ello es imposible, porque la sensación de horror se impone a la necesidad de establecer una correspondencia. No se puede pensar lo que es indesignable, y lo que es indesignable no puede ofrecer su nombre para una transmutación esencial. Sólo los nombres, las palabras, se asimilan en la metáfora, para hacer de la contemplación del objeto estético un nuevo ser, recién inaugurado. Si fallan los nombres, no hay metáfora. Y si no hay metáfora, transfusión de sentidos respaldada en la intuición absoluta de la palabra, no puede haber poesía. Donde parece que estuviera más extinguido, allí está el pensamiento sustentando la posibilidad de una expresión puramente poética.

La búsqueda imperiosa del mundo no le ha permitido a Neruda hacer de la expresión metafórico un lenguaje inefable. Su camino, si en principio aspira a la poesía, en realidad cambia de rumbo, llevándolo directamente al brusco encuentro con un mundo, con una realidad destartalada, en la que hay que discriminar la existencia de una jerarquía radical y definitivamente extinguida.


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Qué ha pasado en el mundo, en ese mundo que no puede nombrase, eso es lo que indaga, por un procedimiento increíble, la expresión poética nerudiana. Rechaza, por lo tanto, la nominación traslaticia, metafórico, para hacer lugar, en cambio, al relato de una historia de nombres y de formas ineluctablemente afectadas por el caos, el vacío y la falta de Sentido. El fantasma del ser, precisamente la "transparencia" del "fantasma" del ser, "hace brillar las sillas sucias", "aullar sin voz las sillas negras".

Nada es sino el resto de lo que fue. Y lo que fue no se sabe cómo ES. Así se explica que en el mundo sensorial nerudiano no hayan más que conatos de color, emanaciones mortificadoras, olores desagradabilísimos, con cierta pesantez erótica no dominada, sonidos ausentes, separados de toda entidad, injustificados, como ese "ladrido sin perro", o aquel "viento de metal que vive solo", "sonidos ya aparte del metal", etc.; sonidos inaudibles, puros, desconocidos, que apenas alcanzan la consistencia material de los ruidos confusos, estridentes, ensordecedores, y que sólo hablan con su función intrínseca cuando el vate, agotado de su vida de vigilia, se dispone a recomenzar en los vagos y solitarios mundos del sueño y de las reminiscencias inconscientes.

Puede decirse, que, por convenir así a la presentación de una realidad, material, sin duda, pero que carece de contornos, Neruda empleará inadecuadamente la lanzadera de su pensamiento sintáctico-racional, adulterándolo y desfigurándolo con todos aquellos tropiezos, resistencias, irregularidades, inconexiones, compadecidos con semejante representación. Aparentemente, esto es así. Neruda desordena la construcción, no sólo rítmica, sino también fonética y semántica, para reflejar sin rodeos, en esta confusión, el desquiciamiento exterior. Pero hay algo más. Este desorden gramatical, plagado de toda clase de incorrecciones y chapucerías, barbarismos, modismos y locuciones coloquiales, no está premeditadamente sopesado, de acuerdo con un criterio -consciente o inconsciente, según los casos-, de selección. La falta de propiedad en el empleo racional del pensamiento sintáctico, ha sido obra del azar, de un descuido verdaderamente instintivo, y no el fruto de un esfuerzo bien enderezado. Ahora sí se puede decir que el poeta está seguro de haber huido de la forma, o de haber reflejado incidentalmente la ausencia de toda forma.

¿A dónde nos lleva esta comprobación? Al hecho indudable de que cada poema nerudiano, por una suerte de calculado artificio, actúa sobre nuestros sentidos en la misma forma en que la realidad material ha actuado directamente sobre la sorprendida y aterrada sensibilidad del poeta. Si éste se hunde en la materia, y ve que en la materia se alza un fantasma horroroso, el lector también naufraga en esa atmósfera, ahíta de fantasmas. Todo en el poema, está de alguna suerte organizado, no cabe duda. Pero no organizado tras la aparición de la poesía, o para que la poesía acuda más presto, sino porque, fatalmente, en definitiva, no puede llegar, está ausente. Lo que hay de organización en el poema nerudiano no es la organización de una estructura en el orden ontológico de la forma poética. Inútil pretender corrección, propiedad y libertad inusitadas en la conformación sintáctica de una frase de Residencia. No la hay, y no puede haberla. Antes, al contrario, utiliza a su antojo, mas no sin previo cálculo instintivo, cuanto de incorrecto, de precario, de confuso y de bárbaro pueden depararle los servicios de un idioma lingüísticamente entorpecido, estrechado en el remoto ángulo de su doble esfera coloquial y regional.

A ello se debe el tranquilo y constante desequilibrio de los poemas nerudianos. Por una parte, va el caudal del motivo -anécdota o referencia- engrosando la suma de conceptos, ideas, situaciones, pero de modo que parezca que no se encauza nada, que no se busca el canal del concepto. Ya hemos dicho que todo permite llevar a la práctica este disimulo, especialmente el uso de una lengua conversacional pertrechado sin límites en un océano de insuficiencias, semánticas y sintácticas. De la otra parte, va el caudal puramente inconsciente, los vagos gestos anímicos pronunciados por la fantasía inconsciente; entremetiéndose entre los conceptos, sin duda, pero adelantándose furtivamente a ellos, sin tocarlos, de manera que ambos caudales, invadiendo un mismo campo, fluyendo paralelamente, permanecen ajenos entre sí. La pantalla y el motivo son los mismos; varía únicamente el lenguaje que los refleja e impregna: si es el lenguaje de la conciencia, el fenómeno examinado se trueca en obsesiva formulación conceptual; pero si es el lenguaje del inconsciente, los conceptos se fraguan dentro del arcano significado simbólico de los elementos oníricos, anunciadores de la profecía.

Aunque no es nuestro objeto efectuar un análisis estilística de la poesía de Neruda, ha sido imprescindible pronunciarnos sobre lo que considero, desde el punto de vista de la estética, inadmisible en la esfera esencial de la poesía: que el objeto poético no esté construido. Y en Residencia en la Tierra, lisa y llanamente, el objeto poético no existe.


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Ya hemos dicho por qué razón fundamental: Cierta morbosa atmósfera, impregnada de oscuridad y de magia, de desaliento y de muerte, pone en la percepción sensorial los deshechos últimos de una realidad en descomposición, inaprehensible. La percepción, por sí sola, no puede coordinar lo incoherente; lo incoherente no puede erigirse en unidad, en Figura armoniosa. ¿Dónde está, pues, el Mundo? Estilísticamente hablando, Residencia no es sino el reflejo de esta perturbación de la sensibilidad al tomar contacto, no con el inefable SER, sino con la realidad material, inmediata, de un mundo inestructurado. Es el resultado de este improductivo trabajo, la "forma" de un fracaso en las raíces ontológicas de la existencia.

No hay, por tanto, nada metafísico, ninguna entrevisión que pretenda informarse más allá, pasando a través de los datos del mundo sensible. No se puede dar ese salto, trasladarse a aquella esfera, irreal, ideal o metafísica, porque estos mismos datos de la realidad inteligible, apenas son un puente destruido, que hay que examinar a conciencia, y a sabiendas de que de él ya no puede gozarse. Y como las palabras aparecen como una de las más afectadas realidades del mundo, en las palabras se reproduce, inmediatamente, la experiencia de aquella destrucción. No cabe duda que donde ha sido el mundo más afectado, es en el seno mismo de las palabras. Las palabras no son su nombre, ellas mismas, sino lo que han evacuado. ¿Cómo rellenarlas, si su esencia y su sentido se ignoran? Sólo pueden contener, en cuanto palabras, el vaho de esa destrucción consumada en el mundo, es decir, sólo pueden sostenerse expresando la imposibilidad misma de descubrir por su intermedio la Forma descabalado de un mundo inexistente.

Las palabras nerudianas contienen un eco de muerte, una materia de aniquilamiento, un hedor de podredumbre, un vacío de olvido, un recuerdo de fantasmas. Esas palabras nerudianas, por lo tanto, no se pueden respirar, no se puede pretender decirlas en voz alta sin amenazar el ritmo de la función respiratoria: cifras con estiércol. Esas palabras se dicen apagadamente, musitándolas, igualándolas a todas dentro de un falso color de sonido. En realidad, carecen de sonido, no pueden sonar, y como no han de sonar de ninguna manera, su obvia turbieza va adquiriendo el preciso color pardo de las apariciones oníricas. El suelo de las palabras nerudianas es un piso blando, sobre el que no se puede caminar sin caer en el oculto trasfondo onírico que las fantasmagoriza.

¿Cómo puede, así, haber forma y objeto contemplado en la expresión poética de Residencia en la Tierra? ¿Cómo puede aspirar a la pureza óntica lo que, por principio, carece de consistencia real? Forma, en estética, es estructura dinámica, arquitectura, no ya de sonidos, aunque de sonidos de palabras se sirva, sino de colores, de sonidos específicamente coloreados, como en el soneto, por ejemplo, de Rimbaud, o en las Correspondencias, de Baudelaire. En la Forma, la poesía brota por cristalización alacre, estalla con un sonido peculiar, se mueve por una corriente impulsadora. La Forma vibra reclamando la colaboración de todo nuestro cuerpo, que se insufla momentáneamente y vive de ella como de una nueva naturaleza, recién adivinada y ya absolutamente gozada.

Es lo que no podría ocurrir en una especie de poesía, en la que las palabras, más bien que integrarse en su forma-color, huyen de sí mismas y se refugian en el fluido borroso de los sueños, una subrealidad equívocamente denominada suprarrealidad. Los versos nerudianos no se pueden respirar hondamente, ni, por lo mismo, decir en alta voz. Hay que decirlos con una voz ahíta, que suene para adentro, si es posible, y con un ritmo lentísimo que no sea, a la larga, más que una estela sin rielar. Quien haya oído alguna vez a Neruda recitar sus propios versos, puede hacerse una idea de lo que intentamos explicar.

El azar preside la conformación de un poema nerudiano; el azar, no la voluntad de forma. Y cuando ésta surge "involuntariamente", como cree Amado Alonso, no es la forma que se cree, pues forma involuntario no existe. Puede haber, sí, una reiteración del motivo, exterior o intelectual, con que se inicia un poema, pero esta ilación pertenece al pensamiento sintáctico-racional, y no a la aparición de una estructura meditada, en la que todos los elementos que integran el valor expresivo de la imagen se hayan dispuesto de la más elevada y coherente manera. La Forma, por razón misma de su nombre, no puede ser producto de la improvisación, del azar ni de la casualidad, cuando menos responder a la intuición de la inexistencia de toda forma y de toda figura en la realidad de verdad del mundo entorno. La "impotencia poética", advertida por Amado Alonso en la poesía de Neruda, no puede estar en el origen de ninguna forma posible, y hablar de forma involuntario es, sencillamente, un contrasentido. "La forma, dice Wittgenstein, es la posibilidad de la estructura".


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Si, a falta de certeza interior, de acontecimientos internos, el poeta se pregunta, como lo hace, por la esencia de un universo desconocido -¿Es que de dónde, por dónde, en qué orilla?-, cuya entidad, oscura, de bulto, registra "tanteando paredes", herido al tropezarse con su corroída entelequia, sin poder ya incorporarse a sistema, no es sólo para servirse de ésos términos con un propósito esteticista -o purista, de "especulación en lo puro" (Amado Alonso)-, y con destino a una refundición puramente gratuita. Ya sabemos que el mundo -suma de todos los hechos en un espacio-tiempo infinito-, no lo es por sí mismo: lo es en relación con la unidad o sello peculiar que el espíritu, dentro de una concatenación de fuerzas temporales, ha acabado por imprimirle. El poeta no puede contar con un mundo que él no conforma, un mundo que lo sea independientemente de su voluntad de asumirlo, a todo él de una vez, en vista de ciertas significaciones espirituales. Y menos en un poeta como Neruda, que interrumpe su paso hacia la poesía para probar, primeramente, la suerte de asir con las manos algo que se le ha escapado, una realidad precisa, un mundo, un ser, puede contar y CANTAR una Forma.

Si la poesía es la CREACIÓN de lo aún no NOMBRADO, la palabra tiene, necesariamente, que encerrar un contenido de fe, y este contenido es la Forma, la estructura formal. Todo lo creado existe en función de una jerarquía total, que establece su rango y dimensión. El poeta no puede prescindir, renunciando a la forma, de esa fe, que constituye la esencia y la justificación misma de su estado poético. Lo que se CREA es lo existente por antonomasia. Lo que se crea es lo que no puede menos que existir. Y existir poéticamente, es una de las formas más altas de la fe. La fe, por la forma poética, engendra puros contenidos, puras realidades metafísicas, puros entes estéticos. Todo el hombre se exalta ante esta posibilidad de crear formas que son puro contenido, nuevas realidades que ha alimentado y fundido con el fuego de sus más vivas decisiones.

Tampoco se puede renunciar a dar vida a lo que se está creando. A lo creado no se le puede arrancar la forma en que alienta. ¿Es esto lo que ha pretendido Neruda? No, precisamente. Su finalidad, como poeta, no es desintegrar, con el propósito de ser original, la entidad conclusa y coherente del mundo, y menos aparentar o disfrazar con la incoherencia expresiva algo más recóndito, presumiblemente coherente. Neruda no ha sonado con chapucerías tan audaces. No hay en él designio desintegracionista, voluntad de no-forma. Todo lo contrario, si se ahoga en su propia subjetividad es porque no ha podido encararse al problema de la constitución de la forma, y ha sucumbido a la tentación de registrar esta novedad, esta impotencia que lo corroe:

Como un naufragio hacia adentro nos morimos,
como ahogarnos en el corazón,
como irnos cayendo desde la piel al alma.

                                     (Sólo la muerte).

O bien:

No quiere seguir siendo raíz en las tinieblas,
vacilante, extendido, tiritando de sueño,
…………………………….
no quiero continuar de raíz y de tumba,
de subterráneo solo, de bodega con muertos,
aterido, muriéndome de pena.

                                     (Walking around).

O si no:

Ayudadme, hojas que mi corazón ha adorado en silencio,
……………………………..
venid a mí con un día sin dolor,
con un minuto en que pueda reconocer mis venas.

                                     (Enfermedades en mi casa).

Y en Maternidad:

Oh madre oscura, hiéreme
con diez cuchillos en el corazón,
hacia ese lado, hacia ese tiempo claro,
hacia esa primavera sin cenizas.

Bien claro está, así, que no hay voluntad alguna de desintegración. Acepta la realidad desintegrada y la falta de significaciones del mundo, como un hecho consumado, que no puede torcer ni escamotear. Aunque esté cerrándole el paso hacia la poesía, no la puede ignorar: debe denunciarla, someterse a la "ira de las palabras encadenadas". ¿Para qué sirven los versos... etc. Y luego, "Dios me libre de inventar cosas cuando estoy cantando." A esto se reduce, en última instancia, la imaginada voluntad de no-forma y su correspondiente retórica semiexpresionista.

Si el mundo -"materia desvencijada"- está atajándole, ¿dejará de acercarse y designar una realidad que no encaja bien en las palabras, mejor dicho, que sólo entra a medias en la palabra? Cierto: no puede crear el verbo porque está aún en busca de las palabras viejas -o del eco puro de estas palabras-, que hubieran designado significativamente un mundo -de Sentidos-, que ha dejado de ser. Pero a Neruda le interesa, como primera providencia, reconocer ese mundo desaparecido, que no inventar una palabra nueva.

Corno el mundo no existe sino bajo su configuración en el orden estático de las palabras, cuando Neruda va en pos de aquél, en verdad está tentando a estas últimas. Aspira, ya lo hemos visto, más que a la superación -imposible, sin duda- de su conflicto interno, más que a hallar en la metáfora un sucedáneo ilegal de ese conflicto, a una definición orgánica de ciertos conceptos, conceptos claves imprescindibles para saber, provisionalmente, a qué orden de cosas hay que referir la descompaginación y caducidad interna del espíritu. Le será preciso ordenar el mundo desintegrado dentro de un nuevo orden significativo, convencional, rígido, bien determinado, de manera que no haya lugar a equívoco, como cuando simboliza con un nombre cualquiera ideas de este género: materia cósmica que se trae a la vida = apio; perfección de la vida = paloma.

La palabra no tiene libertad de mezclarse con otra palabra, para formar una estructura ideal y levantar una emoción concretamente balanceada. No hace metáfora, equilibrio metafórico. Implica, apenas, un núcleo que puede contener, en determinado momento, todo un proceso ideativo completo, toda una especulación sobre el carácter de ciertos problemas de la existencia. La palabra nerudiana, en su individualidad, sólo puede referirse, en esencia, a los elementos de un mundo que ha desaparecido, y que, al desaparecer, ha desocupado la palabra, la ha dejado huera. La palabra nerudiana es, por tanto, la palabra decaída, encadenada, una flor marchita, flores asimiladas al olvido, números, etc. Pero por la misma razón, cada palabra debe retener, si es posible, el barrunto o fantasma de la esencia original, el valor de que se van enajenando las cosas, el origen no-perturbado de la significación conceptual que han ido perdiendo. La palabra, para responder a su contenido, debe mostrar afectado, irremediablemente confundido, como un vago rumor o un espectro horrible, ese contenido.


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Cada término debe sufrir físicamente la acción furibunda, el golpe tremendo de otra palabra, único modo de leer en ella su falla original. Rosas rotas, manos interrumpidas, lágrimas sucias, paloma de sangre, un picotazo en el pecho del cielo, etc., denotan esta acción. La palabra es el símbolo de una degradación irremediable. Lejos de invitarnos a entrever en ella una emoción de la totalidad, nos refriega grotescamente, de un modo patético, recurriendo a incitaciones semiveladas, un estado amorfo del ser, un comportamiento suicida de las cosas, una manifestación agónica, inerte, de todo aquello que, apenas aflora, tiende a extinguirse. Por la misma razón, en medio del tráfago escabroso de "un día sobresale", o del "río que durando se destruye", el poeta ordena una tabla de valores semánticos, que le permite, grosso modo, describir un giro abstracto lógico-sentimental, peculiarísimo, abierto a ese proceso de cambio destructor que lo anonada.

He aquí un contraste real: de una parte, el núcleo intelectivo, una vaga pero punzante generalización, un símbolo definidor de una vivencia más compleja; de la otra parte, un sentimiento reducido a la especie de un objeto -mención o nombre- roto. Ideas, sentires y sensaciones están materializados, convertidos en objetos efectivos, en sujetos móviles, como si se quisiera transformar, por no tener suficiente capacidad de penetración, un complejo espiritual en un mapa físico, o en un relieve topográfico. El relieve físico del símbolo -signo léxico- ayuda a figurarse ideas y valores que de otro modo flotarían en el aire cual corpúsculos invisibles, y sin poder herir en lo más sensible, que es lo peor. El ente gráfico, en cambio, es como el residuo de un concepto o de una noción -idea, valor o sentir- evaporado, pero que, no obstante bajo la forma de filoso residuo, todavía puede remover y asaetear, espantándola, a la sensibilidad. He aquí un brillante ejemplo, que hace por todos:

Es tanta la niebla, la vaga niebla cagada por los pájaros,
es tanto el humo convertido en vinagre
y el agrio aire que horada las escalas:
en ese instante en que el día se cae con las plumas deshechas
…………………………
Entre abandonadas conversaciones y objetos respirados,
entre las flores vacías que el destino corona y abandona,
hay un río que cae en una herida,
hay el océano golpeando una sombra de flecha quebrantada,
hay todo el cielo agujereando un beso.

                                     (Enfermedades en mi casa)

No basta contraponer dos valores; hay que disparar unos contra otros, en imprevisto, descomunal alarde de crueldad: hay un río que cae en una herida... hay todo el cielo agujereando un beso. La proyección es incisiva, cortante, agotadora.

Detrás de tan brutal desnivel, ¿qué se esconde? El subitáneo paso, sin duda, de los mensajes inconscientes. Neruda repite en sus poemas la destrucción del mundo sensible; imita, hasta donde ello es posible, esa destrucción. Empero, el estremecimiento que debe promover tamaña repetición, estalla en otra parte, se da en otro lugar: no en este mundo sensible directo y virginal que yace aquí, inmóvil, ante sus actos sin sentido, sino en un mundo sensible anterior a éste, en una realidad que ha rodado a través de su memoria infeliz, donde viene realmente extinguiéndose, donde todavía DURA, como un eterno presente, la desintegración total de la imagen del mundo.

Amado Alonso ha procurado demostrar, y lo hace con tiento admirable, que las imágenes, metáforas y demás módulos estilísticos con que el poeta sostiene su imaginación y su fantasía sentimental -que no es, por otra parte, más que sentimental: allí no hay atisbos de intelectualidad- no están totalmente desurdidas de aquella trama del pensamiento sintáctico-racional en que ha de reposar por la fuerza toda mención significativa, todo valor, conceptual o sentimental, que no sea un simple disparate. El reconocimiento de ese subplano sintáctico-racional, como una capa más profunda de la expresión poética, indicaría que, si bien el poeta no llega a conceptualizar sus emociones, está de todos modos presente, otorgándole cierta coherencia última, aunque no se manifieste a la manera de otros estilos poéticos tradicionales.

Amado Alonso está, así, seguro de haber descubierto un pensamiento sintáctico básico, aunque no se transparente siempre a través de ese irrumpir y borbotonear, tan característica de la fantasía nerudiana, siempre apegada a su objetividad y a un sentimentalismo a ultranza. Por cierto: nadie ha dudado de que exista; pero, visible o no, no es más que un guión revuelto por la arremetida inusitada de aquella fantasía. Y el hecho es que se trata, precisamente, de esta fantasía, de si viene impulsada directamente de la imaginación, y enderezada coherentemente hacia el plano poético -que está por encima del encadenamiento sintáctico-, o si surge, acaso, de otro plano oscuro, al que es completamente ajeno la capacidad de intelección del poeta.

No por causa de un guión sintáctico-racional balbuciente se ha de decir que ya no hay unidad formal y orden trabados en el poema nerudiano ni que, de lo así bosquejado en este material intelectual, se ha de deducir todo lo que ha quedado en la semivelada claridad o embutido en las tinieblas más prietas. No es de lo que está implícitamente pensado de donde hay que inferir las calidades de la emoción nerudiana, o sea, las calidades de una emoción donde convergen una racionalidad a medias y un sentimiento romántico exacerbado. Hay que partir del nudo estético-expresivo-estilístico donde la imaginación creadora produce una entidad, un objeto, una relación imponderable.

Sin duda, lo que ha expresado Neruda está también, en cierta forma, pensado, por lo menos hasta ese límite fluctuante -ambiguo, difuso, desarticulado- tan bien puesto al descubierto por Amado Alonso. Pero este reconocimiento equivale al de una constatación abstracta, no al hecho en sí de una interpretación de su poesía. ¿Qué formas contempladas nos permite asir, con precisión y limpidez poética, ese comportamiento sintáctico-expresivo? Tal es la cuestión. Y Residencia en la Tierra no nos propone una salida a esa contemplación, sino un atajo, ante el cual debemos detenernos, bárbaramente mutilados, defraudados, para revolvemos y andar en otra dirección más enigmática. Esa dirección es la de la fantasía inconsciente. Con la conciencia, Neruda, luego de tentarla, descubre una realidad que es un obstáculo, un muro impenetrable, incapaz de proporcionarnos acerca de sí mismo el menor elemento de orden constructivo: todo en él está deteriorado, "degradado", es pura disgregación. No nos permite abandonar esa zona inmediata de nuestra sensibilidad, donde, inexorablemente, se produce el choque de cosas que vienen hacia nuestros sentidos, pero que se desintegran al penetrarlos, aterrándonos y dictaminando nuestra ceguera ontológica, sellando nuestra incapacidad de ver y oír el mundo en su simultaneidad esencial. No lo podemos ver ni oír, y, por lo tanto, su contemplación deseada es un absurdo. Nada nos lleva a la contemplación de un orden inefable, de una unidad universal que reclame la acción coherente de todas las potencias del espíritu, de todas las facultades activas de la sensibilidad y del ser. El mundo está ostensiblemente repitiendo su "número", su "señal idéntica": su turbio estado de desintegración. Ante tan atroz conocimiento, la sensibilidad se retrae y el espíritu desaparece hundido en la acerba noche de la memoria, y de una memoria de condición total y absolutamente enigmática.

en: Revista Atenea, Concepción, año XXXVI, Tomo CXXXIV, n° 384, Abril-Junio de 1959, pp. 101-120.


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[1] Tan convencido está Amado Alonso que la no-forma es voluntaria -deformación expresionista deliberada- que, al descubrir y reseñar las torpezas, impurezas y distorsiones sintácticas de un poema, termina por sentar una conclusión inconmovible: "la voluntad de no-forma se reduce a una voluntad de no-lima". Un problema estético reducido a un conflicto de orden gramatical. Así cree haber superado el punto de partida de su investigación: la decisión de no-forma. De la no-forma pasa a la forma involuntaria (hiatos sintácticos, chapucerías, estorbos) y de esta forma a medias, o involuntaria, a la voluntad de no-lima.
[2] Todas las obras de arte, dice André Gide, son de acceso bastante difícil. El factor que las crea fáciles, no ha sabido penetrar en su corazón. Ese corazón misterioso no tiene ninguna necesidad de oscuridad para defenderse de un acercamiento osado en demasía; la claridad le basta para ello bastante bien. La más grande claridad, como con frecuencia ocurren nuestras más bellas obras francesas -de Rameau, de Molière o de Poussin-, está en ellas para defenderlas y es la cota más espaciosa; ni siquiera se nos ocurre pensar que halla allí algún secreto; parece que en seguida se toca fondo. Pero se vuelve diez años más tarde y se ahonda más todavía".

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