Neruda,
Macchu Picchu y la Muerte
José Miguel Ibáñez Langlois
Editorial
Losada agrega hoy, a las múltiples ediciones especiales de las
obras de Pablo Neruda, una espléndida de "Alturas de Macchu
Picchu", que a la belleza de la impresión añade el interés
documental de una serie de fotografías de las ruinas incásicas,
debidas a la lente de Graziano Gasparini. En esas imágenes se
capta bien la armonía de la arquitectura indígena con la naturaleza
americana; la unidad que hacen las nieves, picachos y abismos
del macizo andino con esas geométricas moles de roca labrada,
y la prolongación espontánea de la majestad de la sierra en
la solemnidad arcaica de esas torres, escalas, muros y terrazas
abandonadas; la grandeza planetaria del conjunto, donde el silencio
de la piedra llega a hacerse sensible para el ojo; y en fin,
la continuidad del sentir arquitectónico de los incas con la
intuición del poeta, cuyas letanías resuenan en la memoria del
lector como brotadas directamente de la impresión visual: "Aguila
sideral, viña de bruma. / Bastión perdido, cimitarra ciega".
En
el contexto de la poesía de este siglo, "Alturas de Macchu
Picchu" podría ser comparado solamente con algunos Cantos
de Ezra Pound, con "The Waste Land" o algún Cuarteto
de Eliot, y con el "Anabasis" de Saint-John Perse,
por la dimensión épica, primitiva y fundacional que los inspira.
Pero la semejanza se agota en esa voluntad ritual de recrear
el origen y dar un sentido al acontecer humano. Mientras estos
grandes poemas europeos -no obstante su sabiduría padecen el
peso corrosivo de la cultura libresca y de las referencias literarias,
el poder original de la experiencia nerudiana -su arraigo telúrico
y su inmediatez histórica- se nos imponen con una fuerza y evidencia
sobrecogedora, por encima de todo arcaísmo de segunda mano,
y estallan en un lenguaje no menos primordial, intuitivo, deslumbrante,
como si también la palabra naciera de la misma oscura emoción
del origen. Donde aquellos poetas cultivan un delicado sabor
remoto, o un aire de viejas inscripciones, o un gesto de ritual
primitivo, Neruda nos sumerge con una violencia casi física
en "lo más genital de lo terrestre", en el esplendor
de una América enterrada, en "la cuna del relámpago y del
hombre": en un origen que la fuerza turbulenta de su palabra
torna actual, inmediato, intemporal, como si la propia historia
fuera una energía de la naturaleza.
En
este centro natural del Nuevo Mundo, que es Macchu Picchu, Neruda
se abre a una triple dimensión de la experiencia y de la palabra
poética: lo cosmogónico y épico (el enfrentamiento con el ser
americano, la exploración del principio materno, el tránsito
de la naturaleza a la historia del continente), lo político
(la interpretación ideológica del pasado, del presente y del
porvenir americano) y lo lírico (el drama íntimo del poeta ante
la muerte y la caducidad de la existencia personal). Esta última
dimensión no es un adorno del poema; la primera persona singular
no es un mero punto de referencia, o una máscara, o un pretexto
para el canto, sino un sujeto realísimo que padece la angustia
de la finitud y la temporalidad, entre las desoladas ruinas
de la antigua ciudad. El propio Neruda nos confiesa que el poema
resultó "demasiado impregnado de mí mismo. El comienzo
es una serie de recuerdos autobiográficos. También quise tocar
allí por última vez el tema de la muerte". De ahí que "Alturas
de Macchu Picchu" tenga un carácter vertebral en el conjunto
de la obra nerudiana. Por su fuerza lírica, entronca con la
obra anterior del poeta: establece continuidad con el lenguaje
hipnótico, sonámbulo, visionario y subjetivo de las Residencias,
y también con la materia humana de sus viejas angustias y desolaciones.
Por otra parte, no ha sido ésta la última vez que Neruda ha
hablado ese lenguaje, ha tocado el tema de la muerte o ha sentido
en la palabra poética el temblor de su paso. El problema está
en el corazón de su escritura. Y es tan profundo en este poema,
que la propia objetividad de las ruinas incaicas es un correlato
del estado (le ánimo personal del poeta ante la muerte ("en
la soledad de las ruinas la muerte no puede apartarse de los
pensamientos"); y la misma substancia épica del poema,
la evocación del hombre americano y sus luchas, representa una
concretísima salida para el problema existencial del poeta:
una base natural e histórica en la que Neruda quisiera apoyarse
para superar el tiempo y la muerte; un desesperado esfuerzo
del hombre genérico -especie, raza, pueblo-, por levantarse
sobre el límite del morir individual.
Yo
no digo que esta sea la única lectura posible de un poema tan
vasto y plural, pero es sin duda una lectura coherente, y a
mi parecer la más esclarecedora. Los cinco primeros fragmentos
poetizan, con una fuerza y lucidez de escalofrío, el imperio
abrumador de la muerte. La muerte está en todo lo que tocamos;
pero si aún la flor, la roca o el rocío que "desde mil
años deja su carta transparente / sobre la misma rama que lo
espera", si en suma los seres de la naturaleza gozan de
alguna forma de permanencia o repetición,-en cambio el hombre
en su devenir y en su identidad personal es pura muerte en acción,
es un morir continuo. La "eterna veta insondable"
de la condición humana se escapa a la exploración del poeta,
que con quevediano acento confiesa al cabo de su búsqueda: "No
tuve sitio donde descansar la mano". "Qué era el hombre?
En qué parte de su conversación abierta / entre los almacenes
y los silbidos, en cuál de sus movimientos metálicos / vivía
lo indestructible, lo imperecedero, la vida?. "No se puede
decir mejor la desolada impresión de la existencia que se disipa
en lo abierto, que se va en una muerte diaria y continua, "cada
día una muerte pequeña, polvo, gusano, lámpara", que penetra
en los seres humanos, "y su quebranto aciago de cada día
era / como una copa negra que bebían temblando".
Así
hasta que el poeta sube a la altura de Macchu Picchu. "Aquí
la hebra dorada salió de la vicuña / a vestir los amores, los
túmulos, las madres, / el rey, las oraciones, los guerreros".
Todo eso ya no existe, es cierto; la muerte también se lo llevó,
"mil años de aire" han caído sobre la piedra solitaria;
"hoy el aire vació ya no llora, / ya no conoce vuestros
pies de arcilla". Pero... El pero del fragmento
VII es como el gozne argumental del poema. "Pero una permanencia
de piedra y de palabra". Algo dura todavía de todo aquello:
"la rosa permanente, la morada"; "quedó la exactitud
enarbolada": "una vida de piedra después de tantas
vidas". Mirando con los ojos del amor americano, que se
reconoce en aquellos orígenes remotos, "el reino muerto
vive todavía", y las letanías del fragmento IX son como
un rito de celebración de su permanencia mineral. Ahora bien:
¿qué importan las piedras si el hombre muere? Subsiste acaso
el hombre mismo que formó aquella eternidad de piedra? "Piedra
en la piedra, el hombre, dónde estuvo?" El hombre de Macchu
Picchu, ¿no es el mismo que hoy muere cada día, "que por
las calles de hoy, que por las huellas, / que por las hojas
del otoño muerto / va machacando el alma hasta la tumba?"
¿No se divisa su mortal substancia debajo de aquellas construcciones?
"Macchu Picchu, pusiste / piedra en la piedra, y en la
base, harapo? / carbón sobre carbón, y en el fondo la lágrima
? / Fuego en el oro, y en él, temblando el rojo j goterón de
la sangre?"
Sí:
bajo la permanencia de la piedra está el hombre efímero, harapo,
lágrima, sangre, tan efímero el de ayer como el de hoy, tan
sujeto al hambre, al dolor y a la muerte. Lo que significa que
la muerte es omnipotente. Pero que, por eso mismo, los hombres
hermanados en la común mortalidad encuentran en su identidad
histórica un modo solidario y sucesivo cíe hacerle frente: la
continuidad de la especie, la cadena de los individuos mortales
que, como pueblo histórico, sobrepasan la frontera individual
y son portadores de un destino que los sobrevive, en este caso
el alzamiento revolucionario de una América encadenada, cuyo
gesto liberador coincide con el de la humanidad entera. He aquí
la paradójica salida existencial del poema: al reconocerse el
poeta en la vida transitoria que alzó aquellas piedras, al establecer
la continuidad genealógica e histórica con sus antepasados,
al identificar con las luchas actuales de América aquella odisea
remota de sufrimiento y liberación, el poeta supera la finitud
de su ser individual y se hace parte de un todo que escapa al
poder de la muerte. "Sube a nacer conmigo, hermano".
El habitante de Macchu Picchu está muerto sin remisión, como
lo estará un día el que hoy visita sus ruinas; pero su epopeya
social revive en la voz del poeta, que a su vez se inscribe
en la revolución presente de su pueblo. "Traed a la copa
de esta nueva vida / vuestros viejos dolores enterrados";
"Yo vengo a hablar por vuestra boca muerta"; "Hablad
por mis palabras y mi sangre".
La
resolución poética de "Alturas de Macchu Picchu" posee
una belleza fulgurante, una calidad lírica y épica que pocas
veces ha alcanzado la poesía de este siglo. Pero la resolución
real y existencial del enigma de la muerte parece sumamente
débil. El poder de la muerte, intuido con una intensidad doliente
en los primeros fragmentos, es "superado" en los últimos
de un modo puramente formal, que no convence. ¿De veras que
el hombre se hace fuerte ante el morir por la sola evocación
de la historia de su pueblo? ¿Convencerán este discurso y este
recurso histórico a quien entra en agonía? De veras que el poeta
puede enfrentar el abismo de la muerte con valor y esperanza,
por el solo hecho de inscribir su obra personal en una causa
histórica? Se diría que este espejismo ayuda, hasta cierto punto,
a vivir, pero a nadie le ayudará a la hora de la muerte, de
la muerte propia e irrefutable, el único acto en que se prueba
de veras esta resolución. Pues el discurso ideológico puede
medirse con la idea lejana de la muerte, cuando aún se está
en plena "distracción" de la vida; pero no con la
muerte verdadera, la muerte próxima y real, la que se muere
muriendo. El poema da la sensación de un desafío -de un misterio-
no resuelto en absoluto. Sus dos partes son heterogéneas entre
sí. Y Neruda es demasiado grande, demasiado listo, para ver
aquietada su angustia humana mediante el traspaso del problema
personal a la especie, a la raza, al pueblo. Los ojos de la
muerte taladran esas abstracciones y se clavan en la raíz personal,
única, intransferible del ser humano. Así lo prueba la obra
posterior de Neruda, sobre todo la obra última, que no obstante
su militancia, no deja de verse estremecida una y otra vez por
el temblor de los abismos. Si no hay Dios, la sociedad es tan
absurda como el individuo, y como él, ciertamente morirá.
Si
tras la muerte personal nos espera la nada; si la propia colectividad
humana, a la que entregamos nuestra obra, también se acabara
un día; si el mismísimo planeta que habitamos se extinguirá
en el vacío; arrastrando hacia la nada todas nuestras obras
de civilización y cultura, lo personal y lo colectivo, la naturaleza
y la historia, los pueblos y las revoluciones, entonces vivimos
para nada, y la existencia no tiene sentido. El absurdo sería
la última palabra; el absurdo personal y social, ya que en este
orden último no puede haber diferencias. Decir "yo"
o decir "nosotros" es igual cuando todo se acaba.
Si todo se acabara, y la conciencia humana pudiera anticipar
de veras este acabamiento total, entonces ni los artífices de
Macchu Picchu podrían haber tallado esas piedras, ni Neruda
habría podido levantar su canto, ni hombre alguno podría vivir
y construir, ni pueblo alguno podría hacer la historia, aniquilados
todos por esta anticipación de la nada y por el absurdo de la
existencia. Pero el hombre vive y crea porque la realidad no
es absurda; la "residencia en la tierra" tiene un
sentido, que trasciende no sólo al individuo sino también a
la sociedad humana y al mundo como tal. La alegría de vivir
y el valor de morir vienen sólo de la esperanza en lo interminable,
en el Dios personal donde se recobrará eternamente el esfuerzo
humano. La chispa creadora del hombre -la scintilla animae-
se alimenta de ese atisbo de la Alegría infinita que nos dio
el ser y que recogerá nuestras personas y nuestras obras en
la eternidad de su Gloria.
¿Cómo
puede Neruda llamar a los antiguos muertos a la vida, si él
mismo morirá, y la humanidad entera, y el propio mundo en que
vivimos? Más bien él mismo debe ser llamado, está siendo llamado
por el Único que puede prometer la Resurrección y la Vida. Si
el propio Neruda ha podido dar cima a una obra como la suya
es que -más allá de los conceptos y de las palabras- ha presentido
un cumplimiento absoluto, una realización plena, para la cual
la muerte es sólo una etapa de tránsito: la última, la definitiva,
en cuyo umbral combaten los ángeles y los demonios, pero sólo
una etapa y un camino hacia la Luz increada que nos aguarda.
Hacia el Cristo glorioso que, más allá de las ataduras del tiempo,
puede decir -sólo Él- estas palabras sacramentales: "Sube
a nacer conmigo, hermano".
José
Miguel Ibáñez Langlois, Poesía chilena e hispanoamericana
actual. Santiago: Nascimento, 1975. 399 p