Él
Ciclo Poético dé Neruda (I)
por
José Miguel Ibáñez Langlois
Con
la muerte de Neruda se apaga la voz más ronca, telúrica y poderosa
de la poesía del siglo XX: una de las pocas voces que sobrevivían
de aquella generación universal de grandes poetas nacidos por
los umbrales del siglo, que se iniciaron en las vanguardias
de los años diez y veinte, y escribieron su obra mayor en esa
edad dorada de la lírica que fue el tiempo entre las dos guerras
mundiales. Único por muchos conceptos, americano y chileno hasta
la entraña de su ser y de su voz, torrencial como una fuerza
de la naturaleza, Neruda escribió "los versos más tristes"
y también los más jubilosos, apasionados, leves, herméticos,
trasparentes, íntimos, épicos, meditabundos, a lo largo de una
obra poética innumerable que él entendió, a la manera de Víctor
Hugo, como "trabajo y cantidad". Aunque muchas páginas
de esta inmensa summa serán aventadas por el tiempo,
es lo cierto que Neruda forjó, en las dos primeras Residencias
y alrededor de ellas, una poesía que destaca entre la más grande
y creadora de este siglo, allí donde muy contados nombres pudieran
comparársele en el mundo contemporáneo; y que en el resto de
su obra, diseminados entre la retórica y el relleno, hay abundantes
ecos de una voz única por su riqueza y variedad, por su hermética
o diáfana hondura, por el hipnotismo de su magia verbal y por
la arrolladora amplitud de su sentimiento de la vida.
Una
lectura unitaria y panorámica de su obra completa -casi tres
mil páginas-, deja la impresión de que puede extraerse -con
criterio estricto de calidad, y no de representatividad-, una
deslumbrante selección de trescientas o cuatrocientas, una quintaesencia
nerudiana de purísimos fulgores, aún al precio de romper esas
unidades naturales y cíclicas que son, en Neruda, los libros.
Pero la diferencia entre las más altas cumbres de esta poesía
y sus prolongadas llanuras -o aun simas- es enorme, abismal.
Hay que deslizarse por kilómetros de verso mediano, de prosa
versificada, para ascender de pronto a sus escarpados picachos,
donde se respira una atmósfera de otro mundo. Esta consideración
topográfica no va en su demérito, si se piensa que los grandes
poetas suelen sobrevivir por un pequeñísimo puñado de poemas:
la inmortalidad de Neruda tiene una base harto más extensa.
Pero no es necesario cegarse por prestigios o respetos y hacer
a sus grandes poemas el flaco servicio de diluirlos en su efímero
relleno. Ofrezco a continuación un gráfico de lectura, irregular
y zigzagueante como hay pocos en la grafía literaria.
Las
rosas tremantes, los jardines adolescentes, las margaritas infinitas,
todos los aires de época de su obra primera, no consiguen dañar
el aliento juvenil, intuitivo, fresco y perdurable de la poesía
que atraviesa las páginas de "Crepusculario" (1923);
allí se encierran ya, en precioso germen, el timbre de lenguaje
y la substancia sensorial que su gran poesía ampliará en estereofónico
efecto. Los "Veinte poemas de amor...". (1924), escritos
con el sentimiento imborrable de las pasiones primeras, anuncian
-junto con la pertinaz vocación erótica del autor- la prehistoria
de su inmersión telúrica: esa poderosa afinidad cósmica, esa
potencia elemental, instintiva y terrestre, que falta en grandes
poetas de muy elaborado acento, y que confiere a la voz de Neruda
su carácter único, como si en ella encontrara expresión directa
la entraña misma de la materia mineral y vegetal También se
percibe ya en esa obra la inteligencia verbal, ese instintivo
y triunfal acierto con que enredará los significados más huidizos
en el sonido, en la magia de las letras, en el rostro visual
de las palabras. A través de sus obras siguientes, poesía y
prosa -"El hondero entusiasta" (1924), "Tentativa
del hombre infinito", "El habitante y su esperanza"
y "Anillos" (1926)-, se afianza un hermetismo de embriagadoras
y subterráneas asociaciones, que alcanzará su clímax en las
dos Residencias. No se trata propiamente de surrealismo; en
Neruda hay siempre un poeta realista, ligado a la experiencia
inmediata de la vida, por más que su expresión busque entonces
caminos subliminales y oscuros. Por lo demás, la creatividad
nerudiana ha asimilado con soltura cuanto podían ofrecerle el
pasado y el presente, los libros y la vida, sobrepasando todos
los ismos con una originalidad arrolladora.
"Residencia
en la tierra", en sus dos volúmenes escritos entre 1925
y 1935, representa el ciclo poético más alto de las letras americanas.
Un lenguaje uniforme y compacto, reiterado y sordo, remoto como
la conciencia misma de la materia elemental, consigue expresar
por transmisión casi física la intuición visceral de un mundo
que se deshace, de una duración ciega, de un derrumbe infinito,
donde el hombre "sucede" ,o transcurre impersonalmente,
"como un naufragio hacia adentro", rodeado por la
abyecta realidad humana de bodegas, lenocinios, tiendas ortopédicas
o empresas funerarias. Hay una hondura atroz, una verdad infernal,
un ritmo de reiteración sonámbula, en este lenguaje que ha esparcido
la influencia más perdurable de Neruda sobre amplios sectores
de la poesía contemporánea:
El caballo
del viejo otoño tiene la barba roja
y la espuma del miedo le cubre las mejillas
y el aire que le sigue tiene forma de océano
y perfume de vaga podredumbre enterrada.
La
"Tercera Residencia" (19351945), atravesada muy pronto
por la roja estela de la guerra civil española -"venid
a ver la sangre por las calles"- incorpora a la inercia
del lenguaje anterior un nuevo tono documental, de crónica histórica,
de epopeya, de abominación y celebración, al mismo tiempo que
"la metafísica cubierta de amapolas" cede su lugar
a la ideo. logía, a la militancia "bajo las nuevas banderas".
Este giro de su experiencia humana y de su idioma poético tendrá
descendencia americana en el voluminoso "Canto General"
(1950), titánico esfuerzo de dar expresión narrativo-poético,
épica pero también lírica, a la naturaleza y la historia entera
del continente, ríos y montes, flora y fauna, conquista y liberación.
Este monumento histórico y geográfico no puede juzgarse sólo
como obra literaria, pero tampoco puede eximirse de ser leído
y juzgado como poesía. Aún comprendiendo sus enormes dificultades
-la amplitud sinfónica de su idea, el paso expresivo de la oscuridad
lírica a la claridad épica-, el lector desfallece durante capítulos,
enteros; del grandioso acento (le "Alturas de Macchu Picchu",
del destello dramático o pintoresco de tantos episodios, se
baja a las extensas llanuras de la descripción monótona, del
libelo de circunstancias, del verso panfletario, y sobre todo
de la retórica.
En
este Canto comienzan a alterarse las proporciones entre cantidad
e intensidad en la obra nerudiana. El concepto de la densidad
poética se diluye visiblemente en la verbosidad, desatando un
proceso de inflación que crecerá, con algunas interrupciones,
hasta el día de hoy. La intuición que antes estallaba pletórica
en dos o tres versos, exige ahora un desarrollo de páginas.
Otros autores, con el paso del tiempo, han concentrado sus experiencias
esenciales; Neruda -con buenas razones extraliterarias, sin
duda- las ha diluido en parejas extensiones de verso destinado
a la diatriba o la celebración. Se ha hecho un deber de la cantidad
y de la claridad, como otros se lo han hecho de la calidad,
del nervio, de la hondura. "Las uvas y el viento"
(1954), extensa incursión por la actualidad de Europa y Asia,
agrega a las variedades de su estilo un tono de descripción
lírica, de crónica vagabunda, mediante la gracia leve del verso
corto, entrecortado, que tanto frecuentará en adelante. Pero
la densidad se ha perdido ya, y este libro es tan amplio de
diseño y de extensión geográfica como magro o difuso de poesía.
ÉL CICLO
POÉTICO DÉ NERUDA (II)
Los
"Versos del capitán" (1952) representan una tonificación
erótica, una recuperación subjetiva, tras el uso y abuso de
la cuerda cívica. A la vitalidad recobrada de la experiencia
personal, estos versos añaden una sencillez y claridad de buena
ley, una frescura de intuición que presagia el nuevo salto ascendente
de Neruda, las "Odas elementales" (1954). Aquí pisamos
otra vez el suelo firme de la poesía, bajo la forma de un programático
tono menor. En la sabia disposición del verso corto, cortísimo,
en la columna vertical del verso encabalgado, las Odas nos traen
una gracia renovada, un aire festivo y leve, una alegría de
vivir, que vuelve a convocar todos sus dones poéticos, esta
vez en las antípodas de las Residencias: en un mundo luminoso
y simple, donde viven los pequeños seres del canto, la alcachofa,
el átomo, el día feliz, la flor. La naturaleza, que en las Residencias
se desmorona y se pudre, brilla aquí con destellos múltiples
y amistosos; reaparece el sentido telúrico de esta poesía, sólo
que en forma simétricamente contraria al dolor ensimismado de
su juventud. Ésta fuerza se diluye de a poco en las "Nuevas
odas elementales" (1956) y en el "Tercer libro de
las odas" (1957), donde los asuntos empiezan a tornarse
obvios, reiterativos, y el verso corto llega a hacerse monótono.
Otra vez la cantidad.
El
descenso toma vuelo en "Estravagario" (1958), celebrado
libro que, personalmente, estimo muy pobre. El tono ha variado
bruscamente: si todavía es festivo, lo es en dimensión sentenciosa,
autobiográfica, filosofante. Una voluntad coloquial, confesional,
reparte golpes de ingenio y salidas antipoéticas de sabor parriano;
pero el resultado es confuso, frustrado, como chiste a medias;
el prosaísmo es prosa; el verso es par. ticularmente duro, inmóvil:
no avanza. De vuelta en la identidad nerudiana, "Navegaciones
y regresos" (1959) combina poemas de diversa factura con
una nueva serie de odas elementales, que ya no están a la altura
de las primeras. En este punto de su descenso, otra vez el amor
acude a vivificar su inspiración: los "Cien sonetos de
amor" (1959), en continuidad con los "Veinte poemas..."
v con los "Versos del capitán", muestran otra vez
-aunque en forma intermitente y algo diluida- al gran poeta
erótico que es Neruda, en cierta plenitud de forma, en una madurez
añosa, en una convincente sabiduría de la vida.
Plena
mujer, manzana carnal, luna caliente,
espeso aroma de algas, lodo y luz machacados,
¿qué oscura claridad se abre entre tus columnas,
qué antigua noche el hombre toca con sus sentidos?
La
inspiración, avivada por el amor, vuelve a menguar en "Las
piedras de Chile" (1961), "Cantos ceremoniales"
(1961) y "Plenos poderes" (1962), libros de paso,
heterogéneos, un tanto indefinidos en el conjunto, y cuyos poemas
-salvo versos aislados- no se adhieren a la memoria, no resisten
al olvido. En los cinco libros de "Memorial de Isla Negra"
(1964) hay algunos poemas -"La mamadre"-, hay estrofas,
hay versos memorables, esparcidos sin embargo en territorio
neutral, en el verso complaciente de la autobiografía, que puede
tener un alto interés documental, pero no el mismo valor poético.
En "Arte de pájaros" (1966), hay cuatro o cinco poemas
hermosísimos; no recuerdo, en cambio, ninguno de "La casa
en la arena" (1966). "La barcarola" (1967) es
obra extensa y variada de asuntos, con mucho oficio formal,
pero el verso largo de acento uniforme cada tres sílabas, de
un extremo al otro del libro, golpea como un martillo hasta
el cansancio. "Fulgor y muerte de Joaquín Murieta"
(1967) no va muy lejos como poesía. Tampoco "Las manos
del día" ni "La espada encendida", recientes
creaciones sobre las que ya he dado mi opinión negativa. En
suma, salvo transitorios destellos, esta poesía viene otra vez
de baja.
La
obra de Neruda tiene, pues, dos centros o polos contrastantes:
en su juventud, las dos Residencias; en su madurez -aunque menos
rotundamente-, las Odas elementales. Si a estas obras se añade
su gran poesía erótica de las diversas etapas y ciertos pasajes
privilegiados de la aventura política americana del Canto General,
se tendrá una idea del vasto y espléndido poeta que es Neruda
en sus grandes momentos.
Las
fuerzas más constantes de su inspiración en estas intermitentes
alturas son fáciles de distinguir: primero la naturaleza, a
la que arranca limpios fulgores incluso en sus momentos de retórica,
y una potencia verdaderamente magnética en sus horas de mayor
sensibilidad. Luego el amor -"de tanto amar y andar salen
los libros"-, las mil inflexiones del sentimiento erótico,
siempre carnal y terrestre en Neruda, desde el ímpetu soñador
de los primeros versos hasta la madurez sensual de los últimos
sonetos. En cuanto a las materias históricas y políticas, ellas
han cobrado fuerza poética cuando han tomado en Neruda la forma
del sentimiento inmediato, de la emoción, del contacto humano,
y entonces ha escrito la poesía social y política más penetrante
de nuestro idioma; pero la carga abstracta de la ideología,
de la apología, la consigna o la interpretación, le han jugado
muy malas pasadas.
Para
todas estas fuerzas y sentimientos hay, en Neruda, una forma
oscura y otra clara; una hermética, profunda, táctil, de roedor
subterráneo o buzo ciego de las aguas madres, en su juventud
o en sondeos esporádicos de su madurez; otra manera diáfana,
visual, dichosa, neoclásica, de espectador atento y maestro
natural de la vida. La primera tiende al verso largo, con ritmo
de profundidades, y se despreocupa de todo público lector; la
segunda busca la rapidez del verso corto y una claridad de pedagógicos
contornos. Entre ambas formas puras se dan todas las combinaciones
personalísimas de lo hermético y lo luminoso, que se corrigen
entre sí y producen un efecto unitario de originalísimo acento.
En
el seno de esta obra, verdadero fenómeno de la naturaleza por
su ímpetu y dimensión y variedad, se desarrollan -sobre todo
a partir de la flexión crítica de la Tercera Residencia- numerosas
ambigüedades que dan cuenta de su tendencia a declinar. Tenemos,
en primer lugar, la dualidad de una creación que se siente a
sí misma en extremo vital y extralíteraría, apegada a la sola
vida y ajena a los libros, pero que en realidad es también de
un exquisito formalismo estético, para bien y para mal; y que
justamente cuando asume banderas ideológicas y morales se torna
más verbosa y retórica que nunca. La facilidad volcánica de
Neruda es ya proverbial, como la de Lope, y sólo ese prodigio
de espontaneidad creadora puede dar cuenta de una obra como
la suya; pero la autocrítica -ay- no hace contrapeso a estos
desbordes inflacionarios de la palabra y del adjetivo. Semejante
verbosidad suele llevar al poeta más allá de su experiencia
real, del valor real de su destino humano: le confiere -verbalmente-
el tamaño del país, del continente, del universo. Cuando Neruda
dice "yo", no está mentando un ser real; está pronunciando
la voz mágica que desencadena fuerzas cósmicas en torno al mito
del Poeta.
Esta
vocación proteica y total es equívoca; por una parte, ha dado
a Neruda proyecciones más universales que las de cualquier poeta
de este siglo; por otra parte, ha distorsionado las dimensiones
de su persona y las del objeto cantado. En cuanto a su ego poético,
a su hiperconciencia de cantor universal: Neruda ha hecho de
sí mismo una institución, un personaje mítico, para el cual
ha inventado vidas fabulosas y pasados legendarios en sus poemas,
no siempre con autenticidad, a veces con ampulosidad. En cuanto
a los seres destinatarios de su canto o de su maldición, a los
objetos de su ditirambo o de su anatema: Neruda ha pintado el
mundo en blanco y negro, convirtiendo en ángeles o demonios
a los hombres y sus bandos, repartiendo el bien y el mal con
tanta facilidad como dogmatismo; en esta tarea de maniqueísmo
y de simplificación histórica, se ha contradicho a menudo con
los años, y en todo caso se ha excedido con respecto a su experiencia
real de las personas y de los acontecimientos.
Por
cierto que estas caídas son las de un poeta grande en el acierto
y en el error; son el precio de una poesía que se ha atrevido
con todas las situaciones, con la integridad de su época, y
que ha arrancado al lenguaje de su siglo los timbres más distantes
para revelar en él una vivencia, personal y colectiva, de asombrosa
magnitud. El tiempo dispersará una gran parte de su obra, pero
eso poco importa si un fragmento de ella -densidad pura, voz
de la materia, entraña de América- se inscribe con castellano
acento en el patrimonio de la poesía universal.
José Miguel Ibáñez Langlois, Poesía chilena e hispanoamericana
actual. Santiago: Nascimento, 1975. 399 p