Era el tiempo de los recitales colectivos de los poetas del Instituto Pedagógico que se celebraban en la casa Central de la Universidad de Chile. Participaban en especial Pablo Neruda, Julio Benavides, Víctor Barberis, quien luego fue mi profesor de francés en el Liceo de Curicó y el primero en revelarme los versos de su compañero de generación, de estudios y de pasión literaria: el joven autor de un librito, Crepusculario. Declamaba, además Romeo Murga un alto muchacho desgarbado, que pronto la tuberculosis llevaría a la tumba.

El poeta Neruda era muy solicitado. Al conventillo de Echaurren 330 solían llegar delegaciones de muchachas para pedirle un recital en su escuela. Más de alguna vez lo encontraron en su somier con patas, en un cuarto donde un cajón azucarero hacía de velador. El poeta era galante. Entre esas solicitantes estuvo Laura Arrué, interna entonces en la Escuela Normal Nº 1, a quien el joven Neruda visitaba en la casa de Peñaflor, para lo cual tomaba un tren a las ocho de la mañana. En Malloco hacía transbordo, subiéndose a un carro arrastrado por cuatro caballos. Cuando en 1924 Neruda regala a Laura Arrué un ejemplar de los Veinte poemas, recién aparecido, le da un consejo: "...escóndelo bajo el colchón; no te lo vayan a pillar tus tías, porque te lo rompen". Antes de irse al Oriente, le confió en custodia el manuscrito de Tentativa del hombre infinito.

Después Laura Arrué se casó con Homero Arce, un moreno bajito, apellinado, de suave carácter, con grandes ojos oscuros, funcionario del Correo. Una vez jubilado, Homero fue secretario de Neruda hasta su muerte. Copió a máquina la mayor parte de los libros de los últimos veinte años de su vida.

En la hora de los reconocimientos (Memorial de Isla Negra), Neruda escribió el poema "Arce":

Aquí otra vez te doy porque has vivido
mi propia vida cual si fuera tuya,
gracias, y por los dones
de la amistad y de la transparencia,
y por aquel dinero que me diste
cuando no tuve pan, y por la mano
tuya cuando mis manos no existían,
y por cada trabajo
en que resucitó mi poesía
gracias a tu dulzura laboriosa.

Las muchachas lo buscan, pero él no se ve contento. Llega una hora en que le parece que todo en su vida entra en crisis. La bohemia era un aturdimiento y no una solución. Ese turbio reino de la noche coronado por el vino; ese baile anhelante de macho y hembra, entre las emanaciones del tabaco, las conversaciones estridentes o en sordina, "las carcajadas verdes del borracho" debían tener un fin, incluso el vínculo pasajero con las prostitutas que caían por los bares, donde está sentado, entre botellas, este adolescente que busca algo más, aunque al principio lo seduzcan las "conversaciones de la audacia inútil". No, él no sería en definitiva como su admirado Rojas Jiménez, "estrictamente loco, elevando / el humo en una copa / y en otra copa/ su ternura errante, / hasta que así se fue de tumbo en tumbo / como si el vino se lo hubiera llevado / a una comarca más y más lejana!"

Cuando le llega la noticia de su muerte tiene la convicción de que se ha librado de una suerte semejante. Lo recuerda: "Entre botellas de color amargo / entre anillos de anís y desventuras, / levantando las manos y llorando, / vienes volando."

Tampoco puede ser como otro de sus queridos compinches poetas, Joaquín Cifuentes Sepúlveda, el que mató por amor. Lo rememora: tiene una estampa de patriota de 1810, apuesto, pálido, "rostro de mando en la lluvia, también húsar de la muerte". Necesita irse de Chile para abandonar ese género suicida de vida. Tiene conciencia de que sus amigos se están matando. Apenas escapado, tendrá que dedicarse a escribir elegías sobre ellos. La "Ausencia de Joaquín" figura en la primera Residencia:

"...desde ahora lo veo precipitándose a la muerte, / y detrás de él siento cerrarse los días del tiempo". Tiene que huir de lo que Joaquín no huyó, de las noches desmedidas, de su continua palidez y de las costumbres de "su alma desobediente" a las leyes de la supervivencia.

No, el "Ratón Agudo" lo deja boquiabierto. Es un maestro de la cantina, un rey de la blasfemia, el que imparte a sus discípulos, como un apóstol del vino, las llamadas enseñanzas de la hombría criolla. El hombre ha nacido para tomar, para fornicar, para desafiar lo establecido. Tenía algo de anarquista primitivo. No dibujaba claramente la frontera que lo separaba del hampa. Era el predicador de una terrible y envolvente hermandad. Manejaba el lenguaje flamígero. Era el bardo del verbo insultante. El sucesor de todos los mal hablados de la historia, un fuera de la ley manejador de cuchillos y de frases como relámpagos, un semianalfabeto que tenía la sabiduría que viene de abajo cuando ésta se traduce en negación individualista, salvaje y sin destino. Había en Neruda una voluntad constructiva superior. El no dejaría que su existencia se consumiera así, en vano. En medio del hambre y del desorden de las noches, él aspiraba al orden creador. Se sabía propietario de un patrimonio potencial de poesía, que le brotaba de sí mismo y él debía respetar, para que éste se coneretara al máximo de su posibilidad. Sentía que lo había recibido como una herencia de la especie de la tierra, como un tesoro secreto, que no podía malbaratar.

Además, el amor con Albertina era tan difícil. El romance de Temuco se había desvanecido. Giraba volviendo el rostro y el alma a mujeres diferentes. Tenía amigos, se interesaba por la sociedad, pero se sentía solo en medio de la multitud, como perdido en las calles por donde solía vagabundear hambriento. Se inclinaba sobre los libros. Sobre todo, quería escribir, extraer "el mineral del alma/ hasta que tú eres el que está leyendo, / hasta que el agua canta por tu boca."


Fuente: Neruda, Volodia Teitelboim: pp. 115 - 117


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