XIV
EL GRAN OCÉANO
SI
de tus dones y de tus destrucciones, Océano
a mis manos
pudiera destinar una medida, una fruta, un fermento,
escogería tu reposo distante, las líneas de tu acero,
tu extensión vigilada por el aire y la noche,
y la energía de tu idioma blanco
que destroza y derriba sus columnas
en su propia pureza demolida.
No es la última ola con su salado peso
la que tritura costas y produce
la paz de arena que rodea
el mundo:
es el central volumen de
la fuerza,
la potencia extendida de
las aguas,
la inmóvil soledad llena
de vidas.
Tiempo, tal vez, o copa acumulada
de todo movimiento, unidad
pura
que no selló la muerte, verde
víscera
de la totalidad abrasadora.
Del brazo sumergido que levanta una gota
no queda sino un beso de
la sal. De los
cuerpos
del hombre en tus orillas
una húmeda
fragancia
de flor mojada permanece.
Tu energía
parece resbalar sin ser gastada,
parece regresar a su reposo.
La ola que desprendes,
arco de identidad, pluma
estrellada,
cuando se despeñó fue sólo
espuma,
y regresó a nacer sin consumirse.
Toda tu fuerza vuelve a ser origen.
Sólo entregas despojos triturados,
cáscaras que apartó tu cargamento,
lo que expulsó la acción
de tu abundancia,
todo lo que dejó de ser racimo.
Tu estatua está extendida más allá de las olas.
Viviente y ordenada como
el pecho y el manto
de un solo ser y sus respiraciones,
en la materia de la luz izadas,
llanuras levantadas por las olas,
forman la piel desnuda del planeta.
Llenas tu propio ser con tu substancia.
Colmas la curvatura del
silencio.
Con tu sal y tu miel tiembla
la copa,
la cavidad universal del agua,
y nada falta en ti como en el cráter
desollado, en el vaso cerril:
cumbres vacías, cicatrices, señales
que vigilan el aire mutilado.
Tus pétalos palpitan contra el mundo,
tiemblan tus cereales
submarinos,
las suaves ovas cuelgan
su amenaza,
navegan y pululan las
escuelas,
y sólo sube al hilo
de las redes
el relámpago muerto
de la escama,
un milímetro herido
en la distancia
de tus totalidades
cristalinas.
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