Pablo
Neruda: Premio Nacional de Literatura
por
Tomás Lago
PABLO
NERUDA ha obtenido el Premio Nacional de Literatura en los mismos
instantes en que se incorpora al Congreso chileno en calidad
de senador de la República, por las provincias de Tarapacá y
Antofagasta. Dos hechos, dos acontecimientos que convergen en
su nombre como un caso insólito de acabada personalidad.
Quisiéramos
agregar algunas líneas a los numerosos artículos de estudio
e información, que se escriben en este momento sobre su figura
literaria. La suerte nos puso a su lado en las últimas lindes
de nuestra adolescencia, y luego anduvimos juntos en tantas
cosas, desde aquella fecha, que, aunque más no fuese por esta
consumada razón, algún valor pueden tener nuestras divagaciones
y recuerdos.
Neruda
aparece en el movimiento universitario, intelectual y político
del año 1920, siendo estudiante de francés en el Instituto Pedagógico,
cuya carrera interrumpió más tarde para emigrar a la India,
designado Cónsul de Chile en la lejana ciudad de Rangoon.
Hasta
las provincias, en una de las cuales estudiábamos por aquellos
años, llegaba el rumor metropolitano de las inquietudes universitarias.
El poeta de batalla de la juventud estudiosa era Roberto Meza
Fuentes, director de la revista juventud. Su poesía acordada,
sonora y rubendariana andaba en la boca de todos, y en el zumbido
de colmena que salía de la febril actividad intelectual del
momento, parecía satisfacer ampliamente todas las expansiones
poéticas. De pronto, esta certeza ínformulada fue destruida
por la aparición de un poeta desconocido que emergía a la vida
literaria con todos los signos de la hora: en política reivindicacionista,
moderno en las letras pero que aportaba, además, una voz nueva
de extraña seducción. Era Pablo Neruda.
Recuerdo
que, más que un conocimiento exacto, un soplo literario, nos
decía que la Canción de la Fiesta, premiada por la Federación
de Estudiantes, traía a la literatura chilena la fisonomía de
un nuevo poeta. El movimiento del año 20 estaba en su climax,
la filosofía de la época era condicionada en gran parte, por
la literatura rusa que se leía profusamente. Rubén Darío, resonando
como un eco en todos los poetas modernos de entonces, empezó
a morir como una marejada que se retira confusamente, salpicando
de musicales resonancias panteístas los versos de los adolescentes
de 1921. Una poesía más local, individualista, cortada sobre
otros ritmos, empezaba a nacer.
El
movimiento ideológico había proyectado sobre los nuevos poetas
un impulso poderoso bien definido, dándole como estructura interna
un perfil dramático de ser social. La diferencia entre un poeta
anterior a esa fecha y los que vinieron después consistía en
que los últimos dejaron de ser simplemente descriptivos, anecdóticos,
elegantes como actores de una estética refinada que se repartían
los despojos versallescos de Ruben Darío y las enfermedades
a la moda de los decadentes franceses, para reclamar una existencia
de relaciones con el sentido social. Querían ser nacionales
en cierto modo (sin proponérselo) por reacción, realistas, a
veces antiliterarios con énfasis. Una posición semejante reclamaba,
como es natural, un modo de expresión adecuado, que empezó a
formarse a base de palabras nuevas incorporadas a la reciente
poética, sacadas del lenguaje común, incluso, en todo caso,
con la nueva posición anímica; antes que refinadas serias, más
graves que elegantes, más significativas que rimosas, exclusivamente
personales en lo posible.
Pablo
Neruda, ya en la Canción de la Fiesta, representa alguno de
estos caracteres. Era un muchacho alto, de un color cetrino
oliváceo, flaco, silencioso, con una mirada fija, de ojos de
loza mate; lo más impresionante en su rostro agudo subrayado
de arriba a abajo por la cortante nariz eran unas cejas negras,
sombrías, que recordaban el plumaje de los pájaros, cuyos arcos
se articulaban en dos rayas verticales escindidas -formando
una especie de signo impenetrable- al medio de la frente. Estudioso,
ordenado, metódico, era un estudiante destacado.
Toda
época está comprendida en su literatura. Los libros que se leen
durante un tiempo determinado concurren en ciertos principios
en una filosofía que tiene su atmósfera mental y psicológica.
La de 25 años atrae como cualquiera otra.
No
se trata de nada coordinado y seguro, probablemente, pero, sí,
sensible que en la distancia aparece en nuestra memoria con
un vivo colorido emocional. ¿A qué me refiero? A cierta actitud
de entonces. Había un rigor para todo muy saludable. Un fatalismo
orgulloso, podríamos decir, que fluía de los personajes de los
libros. Me parece que las literaturas nórdicas tenían algo que
ver en el asunto. De sus páginas dulcemente melancólicas surge
ese amor a la naturaleza que en nuestras letras se expresa más
tarde en un lenguaje objetivo susceptible de mascarse, diríamos,
por su sabor vigoroso; surge, el claroscuro brumoso de las distancias.
La presencia del mar, la lluvia y los elementos naturales; surge
el amor a la mujer en términos, absolutos, que en Neruda es
amor físico hasta sus últimas consecuencias materiales y anímicas;
el sentido de la muerte.
Releyendo
hoy día aquellos libros, nos parece, divisar, la raíz de un
punto de partida poético entre nosotros, fácilmente explicable.
En efecto, nuestro espíritu hermético de país corrido hacia
el sur, se identificaba fácilmente con los caracteres del norte
frío; reconocía a veces su propio paisaje en las descripciones
de los rusos o noruegos, los bosques helados, de árboles enteramente
verdes, la nieve omnipresente, las girantes estaciones.
¿Qué
leíamos? De todo, pero entre todo quedan algunos títulos preferidos.
Costa Ber1ing, de Selma Lagerlof ; El Desafío de Kuprin, Pan
de Knut Hamsun, nos embriagaron un momento con su mundo pasional,
fuertemente humano, saturado de un romanticismo rudo y poético.
El
amor, como las lágrimas, aspira a ser recíproco. Cuando sufre
el alma de un gran pueblo, toda, la vida está perturbada, los
espíritus vivos se agitan y los que tienen un noble corazón
inmaculado van al sacrificio. Así empieza el primer
capítulo de Sachka Yégulev, titulado La Copa de Oro,
de Leonidas Andreiev, que Pablo Neruda leía en esas ediciones
verde amarillas de bolsillo editadas por Espasa Calpe. ¿Quién
era Sachka Yegulev?, Uno de los tantos héroes creado por los
escritores que prepararon la revolución rusa. Por amor a la
justicia se hizo capitán de bandidos. Triste y tierno,
amado por todos a causa de la pureza de sus pensamientos, unos
labios sedientos bebieron su sangre y pereció muy joven, de
una muerte solitaria y terrible. Murió maldito de
los hombres y nadie puso una cruz sobre su tumba desconocida.
Pero su madre vive y lo llama: -¡Sachka, dulce hijo mío!
Libro
preferido por Neruda durante un tiempo, solía recomendarlo y
defenderlo, a veces, cuando los críticos implacables de las
tertulias estudiantiles lo hallaban disolvente y nihilista.
Algo
debe haber influido en la formación de sus sentimientos adolescentes
cuando, en un momento dado, eligió el nombre de Sachka para
firmar párrafos de comentarios literarios en la revista Claridad.
Sólo que, como todas las cosas que lo han influenciado, este
libro, cómo otro cualquiera, pasó pronto a no ser más que un
ingrediente al tanto por mil en su personalidad.
Leyendo
hoy día el Costa Berling, algunos libros de Dostoyewsky o de
Puschkin, algo al fin con cierta fuerza de algunos poemas de
Crepusculario y 20 poemas, surge de sus páginas una musicalidad
grave correspondiente a un tono vital, ensimismado y pasional.
De sus páginas surgen hechos, escenas, palabras extrañamente
evocativas, como aquella reunión de los hombres en el bosque
frío alrededor de una hoguera, una noche, cuando de pronto rompen
el silencio cantando cada uno una parte de aquella canción:
Mi pequeño serbal, mi serbal verde, ahora sí, eres grande,
mi verde serbal. ¿Cuándo, pues, mi pequeño serbal, te hiciste
grande y fuerte? Yo, el serbal verde, ya me he hecho grande
bajo el cielo frío de otoño, el viento; las lluvias y las tempestades,
Ante la voz poderosa de Kolesnikov, sonidos violentos y amenazadores
-dice el autor- subieron al cielo nocturno, agitaron las llamas
de la hoguera, y las chispas, espantadas, se levantaron como
un tropel de pájaros rojos por encima de las copas de los árboles
silenciosos.
En
la voz de Ptruchka que replica al punto se oye, en cambio, un
dulce lamento, un dolor melancólico, una invocación a los espacios
infinitos.
Hogueras,
el cielo nocturno, frío de otoño, pájaros, los espacios infinitos
recuerdan palabras, sensaciones de ;a poética de Neruda, pero
hay algo más que eso, salido de allí, y es la actitud humana,
cuyo principio ideal es el individualismo como compendio y suma
de la existencia, en el yo están todas las leyes comprendidas,
la humanidad no puede sostenerse sino en virtud de la superación
del hombre en sí. El romanticismo que importa esta actitud se
realiza mediante los conceptos absolutos de sacrificio, honradez,
amor, verdad, orgullo y fatalismo.
Se
equivocaría quien creyera, sin embargo, que estas disposiciones
evocativas establecen el resorte interno de la poesía nerudiana,
pues la calidad de ella y el alto tono que alcanzó más tarde
se explican solamente por la riqueza palpitante de su gran temperamento.
Las influencias literarias son inmediatamente consumidas en
él por un violento proceso de combustión que elabora sólo lo
que a él le pertenece. Cuando leía a Andreiew, por ejemplo,
escribía los últimos poemas de Crepusculario en la jornada simbolista
que iba llegando a su fin. Veinte poemas de amor y una canción
desesperada, en los cuales pueden encontrarse, examinados al
microscopio, algunos de los elementos a los que me refiero,
sólo aparecen dos años más tarde.
Dentro
de la literatura se movía con una sedienta y ensimismada curiosidad.
Ya entonces existía en él una vinculación directa entre los
poetas preferidos, las ideas que le interesaban y la práctica
de la vida; incorporaba enseguida todo estímulo intelectual
a su ser íntimo, en forma indivisible. No hay más que una posición
vital para él, en la cual están comprendidos todos sus sentimientos.
Niega toda doble personalidad. Su persona literaria y su persona
civil son absolutamente una misma cosa. Por esto fue desde sus
comienzos un poeta ciento por ciento, hombre y poeta indistinguible,
una misma entidad anímica en, un alma ilimitada y ardiente.
La
generación de Neruda leía mucho a Marx, a Engels, a Schopenhauer,
pero especialmente a Nietzche, que era más seductor por su lenguaje
lírico y estaba más cerca de la filosofía del individualismo,
limítrofe del anarquismo, que tanto atraía a la juventud ideológica
chilena. Ahora bien, dentro de esta literatura había un libro
especialmente extremista y desatado de
Max
Stirner, llamado El Unico y su propiedad, que casi todos leímos
me imagino que también Neruda- atraídos, como por el uso
de un explosivo peligroso, por sus ideas.
Buscaos
a vosotros mismos, -decía Stirner- dejad vuestro loco intento
de ser algo que no sois. Sed vosotros mismos. No sólo debe destruirse
el más allá fuera de nosotros, sino también el más allá en nosotros.
Muchas cosas sacrificaría con gusto a los otros incluso mi vida
y mi libertad, pero no Yo mismo", etc. El mísero filósofo
de Bayreuth no reconocía Dios ni Ley y en su afán salvaje de
afirmación individual, decía que hasta la conciencia nos hacía
esclavos.
No creo, francamente, que estas obras tuviesen una influencia
avaluable en los caracteres de entonces; se leían y se dejaban,
pero es muy pro- bable que contribuyeran a acentuar el ámbito
ideológico con vibraciones que venían no se sabía precisamente
de dónde.
Lo
cierto es que había una manera intelectual de pensar más o menos
parecida; el anarquismo estaba en boga, y si bien políticamente
no contaba demasiado, intelectualmente constituía una actitud
espiritual sobresaliente. Neruda no podía quedar fuera de esto.
Recuerdo que además de Andreiew, Gorki, Tolstoi, Dostoyewski,
etc., leía también poesía de todos los idiomas y entre todos
a D'Anunzio, siguiendo la línea de exaltación del yo, Maeterling,
Rodembach, Valery, Machado, Paul Eluard, pero también a Gómez
de la Serna, Marcel Schwab, etc. Sería imposible hacer una lista,
ni siquiera aproximada, de títulos y autores. No he visto nunca
una colección más completa de obras de Pío Baroja que la que
había por aquel tiempo en la habitación estudiantil del poeta,
en barrio contiguo a la Avenida España En su carácter pasional
lo llevaba todo hasta el agotamiento. Era ese cuarto de estudiante
una síntesis de su fisonomía; en la pared, como un símbolo había,
por ejemplo, un grabado le tamaño de una página corriente de
revista, vagamente coloreado tras un vidrio con tafilete, representando
al joven Chesterton que yacía exánime en el lecho de una alta
buhardilla. Este adolescente, que se suicidó a los 17 años,
pudo ser el primer poeta de Inglaterra.
Lo
acompañaba como una extraña incitación de la cual nunca hablaba,
pero que hoy pienso que correspondía a su visión sombría de
términos absolutos, de la vida. Uno de sus libros preferidos
era el Duwroky de Puschkin, lo que tal vez algo significa también,
en el bosquejo de sus sentimientos. El amor a la justicia como
un ideal. Está dentro de la vivencia exaltada del yo, la fatalidad
de un destino de sacrificios debe ser aceptado más allá de los
límites mediocres de la vida, hasta el fin.
Este
período biográfico de Neruda sobre el cual anotamos estas fugaces
impresiones personales, período hecho de rigor y severidad para
consigo mismo, de ardientes lecturas y cavilosas mis adivinaciones
en el cual cultivó muchos conceptos radicales de la vida, terminó,
de pronto, poco después de cumplir veinte años, allá por el
año 1924, época en que, rompiendo la obscura crisálida del alma
adolescente empezó a interesarse por todo lo que hasta entonces
había excluido, voluntariamente, de sí. Hasta aquí sus amistades
y relaciones intelectuales eran seleccionadas rigurosamente
en virtud de sus ideas categóricas, sobre los valores. En adelante
amplió mucho su visión del mundo, interesándose por todo en
forma más cordial y humana; perdió un poco de rigidez, dejándose
ganar naturalmente, por la simpatía y calor de los seres y las
cosas cuotidianos.
Al
escribir estas líneas con ocasión de habérsele otorgado el Premio
Nacional de Literatura, después de la hermosa obra realizada
en el idioma hasta el punto que escritores de renombre indiscutido
-lo juzgan el más grande poeta vivo de la actualidad[1] , pensamos que hay una consecuencia en su carrera literaria
que, como una línea melódica, viene de sus más lejanos comienzos,
sube, se agudiza, se amplía, cambia de dirección, se hace penetrante
o grave, es polifónica o dibujada, pero es siempre la misma
y es su conducta vital.
Ya
lo dijimos. Nunca ha hecho distinciones en la manera de comportarse,
y es íntegro, actúa como piensa, siente como escribe; hay una
cohesión fan estrecha de sus facultades y sentimientos, qué
llega a desdeñar todo análisis. Líbreme Dios, de inventar
nada, dice en un poema de Residencia en la Tierra. Pues
bien, esta exclamación corresponde ya, exactamente, a su punto
de vista en Crepusculario. Recuerdo que, en 1923, se negó terminantemente
a explicar aquel verso de Farewell que dice: Estoy, triste,
pero siempre estoy triste para resolver una discusión
literaria entre un poeta de la época y una señorita de Chillan.
Dijo
exactamente que no tenía qué decir, que lo tomaran como quisieran;
los versos estaban allí. A mi modo de ver, esto significaba
sin embargo que él mismo no lo sabía, que nunca había pensado
en ello y, además, que se negaba a hacerlo, porque, la poesía
no se piensa, sino se la disfruta como un hecho, se la siente.
Lo cual no entraña de ningún modo que propiciara una poesía
vocacional, sin sabiduría. Pocos escritores he conocido con
un conocimiento más cabal de las preceptivas y, al mismo tiempo,
con más experiencia poética; no ignora nada.
Solamente
que, como siempre, incorporó todos los recursos de oficio a
su ser íntimo; hasta convertirlos en mecanismos funcionales
que obedecían igualmente, y al mismo tiempo, a las facultades
intelectivas y a la intuición. Esto para mí es evidente, al
extremo de que me explico así en gran parte la fuerza musical
de la poesía nerudiana, por la costumbre inveterada que tenía
de joven de recitar con voz sentenciosa, gravemente emocional,
versos de su preferencia -suyos o ajenos-, mientras cumplía
cualquier menester de la vida privada, arreglaba libros o se
afeitaba la barba. La cláusula nerudiana es completa en el sentido
de que no se corta en el aire, rodando va encadenada a sí misma
dando vueltas hasta que cae, completando el sentido y la sonoridad
de la frase. Está condicionada, perfectamente, a pausas de respiración,
de su respiración.
A
este respecto, debemos agregar una vez más[2] que esta cohesión psicológica tan
íntima de su vida, explica lo directo de su lenguaje literario.
No hay nada más claro que sus alusiones y representaciones poéticas.
No tienen secreto; siempre se refieren con exactitud a lo que
dicen literalmente y toda interpretación sabia y problemática
de cifra ideológica, es, generalmente, gratuita. La mejor manera
de leerlo es dejar de lado las defensas y preparaciones que
se utilizan corrientemente para los versos, sacarse las escafandras
y armaduras de que sucesivamente nos han investido los santones
de la caballería literaria, y leer las palabras escritas en
el alfabeto de uso común. Nos encontramos, entonces, con un
alma generosamente humana de nuestro tiempo, un ser de una clara
inteligencia, excepcionalmente dotado para cantar, que dice
siempre lo que sucede, en un emocionante lenguaje poético. Cuando
sus versos son invertebrados y obscuros, ellos corresponden
a estados de ánimo confusos, sin explicación -lo cual le sucede
a cualquiera-, vagamente rasguñados por alusiones y palabras,
pero estos mismos constituyen la excepción de su obra. El misterio
complejo de la vida humana que nos alcanza por igual a todos
y a cada uno de nosotros, es un único misterio.
Aunque
no soy partidario de definiciones anticipadas, aún siendo ciertas,
por la incertidumbre del lenguaje, que, cuando menos, nos dan
un discurso incompleto de lo que queremos decir, pienso, sin
embargo, que es útil fijar, finalmente, que el individualismo
filosófico, en Chile, tan pernicioso en los movimientos políticos,
por la desintegración que ha traído consigo como consecuencia
del desborde personalista, ha servido, en, cambio, a maravilla,
para, templar la condición interna de una extraordinaria personalidad
literaria.
1933
en:
Revista de educación. Santiago de Chile, 30 de agosto
de 1945
[2] Recital poético de Pablo Neruda en el Teatro Miraflores,
con comentarios.