Introducción
a la Poesía de Pablo Neruda[1]
por
Luis Monguió
Si
hoy día preguntáramos a cualquier hispanoamericano educado cuáles
son los dos o tres poetas mayores que su continente ha producido,
estoy seguro de que la respuesta sería: Sor Juana Inés de la
Cruz en los siglos coloniales, Rubén Darío en la época moderna
y Pablo Neruda en la hora de ahora. Si le pidiéramos más de
dos o tres nombres, comenzarían ya a actuar los patriotismos
locales; pero sobre aquella corta lista inicial y continental
creo que seguiría habiendo acuerdo. Y esto aún teniendo en cuenta
que Pablo Neruda es ahora adorado u odiado de mucha gente por
razones que poco tienen que ver con la literatura y sí mucho
con la política. Y aun considerando además que hasta quienes
no comulgan en la estética del poeta chileno no pueden dejar
de estimarlo importantísimo dentro de la poesía chilena. Así,
por ejemplo, Juan Ramón Jiménez -Premio Nóbel de Literatura
en 1956, el poeta de la poesía "pura", teóricamente
en el polo opuesto a la "impura" de Neruda- le llamaba
"un gran poeta, un gran mal poeta", malo porque no
estaba de acuerdo con su concepto de la poesía, pero sin negarle
por esto el atributo de grandeza.
Tal
poeta, universalmente leído, comentado y discutido en el mundo
de lengua española, es poco conocido en el de lengua inglesa.
¿Quién es el poeta, cuál es su poesía, qué lugar ocupa dentro
de la larga tradición de la literatura hispánica?
* * *
El
escritor que conocemos por el nombre de Pablo Neruda nació Neftalí
Ricardo Reyes y Basoalto, en Parral, Chile, el doce de julio
de mil novecientos cuatro. Su padre, José del Carmen Reyes,
era un ferroviario, capataz de cuadrillas de constructores de
vías férreas, jefe de trenes. Su madre, Rosa Basoalto, murió
cuando el niño tenía tres o cuatro años. El padre matrimonió
entonces con Trinidad Candia, señora a quien el poeta recuerda
como "el ángel tutelar de su infancia". Ésta transcurrió
en Temuco, más al sur de Chile todavía que su nativo Parral,
en la región húmeda y forestal que tantas veces aparece en la
poesía de Neruda. Allí se abrieron sus ojos a la contemplación
inmediata de una naturaleza bravía, poderosa; allí recibió las
primeras letras y luego la enseñanza secundaria; allí leyó desordenadamente,
verazmente; allí, en periódicos locales, publicó sus primeros
versos, y en juegos Florales provincianos recibió premios, iniciando
-casi en la infancia-, su incipiente reputación de poeta.
A
los dieciséis años pasó Neruda a Santiago, la capital del país,
a estudiar en el Instituto Pedagógico. Al poco de llegar ganó
con La canción de la fiesta (1921) el primer
premio de poesía en la Fiesta de Primavera organizada por la
Federación de Estudiantes, que le editó el poema. En Santiago
vive entonces unos años de bohemia estudiantil y literaria,
pero no de pereza, porque entre 1923 y 1926 publica Neruda cinco
libros -versos y prosas poéticas- y escribe otros no publicados
hasta más tarde.
A
partir de Veinte poemas de amor y una canción
desesperada (1924) es reconocido como uno de los más prometedores
poetas jóvenes de Chile, y de pronto el gobierno -siguiendo
una costumbre por años enraizada en Hispanoamérica, una especie
de mecenazgo estatal-, le envía en misiones consulares al extranjero.
Así, el año 1927 sale de Chile y, pasando por Europa, viaja
al Oriente, donde entre aquel año y el de 1932, reside sucesivamente
en Rangún, Colombo, Singapur y Batavia, y visita otros lugares
de Asia y Oceanía.
De
regreso Neruda a Chile, el año 1933, es enviado a Buenos Aires
y en 1934 es trasladado a Madrid, donde le acogen y le admiran
los poetas de una de las generaciones literarias más brillantes
de España, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Miguel Hernández,
Luis Cernuda, Manuel Altolaguirre. Con ellos publica, y a su
petición dirige, una revista, Caballo verde para la poesía.
En Madrid edita también su Residencia en la tierra, I
y II (1935), con gran éxito. Cuando en 1936 estalla la guerra
de España, Neruda, no obstante su cargo diplomático, no deja
lugar a dudas respecto a su actitud antifascista. Por ello es
llamado a su país por su gobierno en 1937; pero más tarde, un
nuevo Presidente de Chile le envía a Europa con el encargo de
facilitar la emigración de refugiados españoles republicanos
a América. Luego, de 1939 a 1943, es cónsul de Chile en México.
Los años de 1935 a 1945 son los de la progresiva politización
de Neruda, los de Tercera residencia, publicada en 1947.
En
1943 Neruda retorna a Santiago. Entra activamente en la política,
es elegido senador y se inscribe en el Partido Comunista chileno.
Por 1948 y 1949 el conflicto entre éste y el gobierno se agudiza
y el Congreso declara ilegal el comunismo. Expulsado Neruda
del Senado, anda primero escondido por Chile y finalmente pasa
la frontera. Sigue entonces varios años por México -donde en
1950 publica su Canto general-, por Francia e
Italia, por la Unión Soviética y la China Roja, por Europa otra
vez. En 1953 vuelve a Chile. El mismo año recibe el Premio Stalin.
Desde entonces, instalado en su propiedad de Isla Negra, continúa
hasta ahora -ininterrumpida por algunos viajes- su actividad
literaria, libro tras libro.
* * *
Las
dos primeras décadas de nuestro siglo, es decir, el momento
en que Neruda nace y los años en que nace a la poesía, corresponden
a los días del pleno triunfo primero y los comienzos del agotamiento
después de lo que en la historia de la literatura hispanoamericana
se llama modernismo. El modernismo fue un movimiento en la literatura
y singularmente en la poesía de lengua española al que pueden
ponerse como hitos simbólicos la publicación en 1888 del libro
Azul del nicaragüense Rubén Darío y la muerte de este
poeta en 1916. Esquemáticamente, el modernismo hispanoamericano,
hijo del romántico libertarianismo literario deriva, sin embargo,
de la fatiga y la desazón que produjeron a la larga la vulgaridad
y el descuido de algunos románticos. A esta vulgaridad y este
descuido opuso procedimientos técnicos exquisitos y difíciles,
en parte inspirados por los de los parnasianos y los simbolistas
franceses, y en parte buscados en la tradición culta de la literatura
española -el mester de clerecía medieval, los cancioneros del
siglo xv, Góngora y el barroco del siglo XVII, Gustavo Adolfo
Bécquer en el XIX. El modernismo deriva también del cansancio
que causó el carácter instrumental, de servicio público, que
distingue a la literatura hispanoamericana de los primeros cincuenta
años de la Independencia (nacionalismo literario, liberalismo,
costumbrismo, realismo). A este concepto burgués de la literatura,
opuso el modernismo finisecular el concepto aristocrático del
arte ideal, del arte universal, del arte por el arte. En uno
y otro aspecto, en lo axiológico como en lo formal, es el amor
por las grandes culturas y en especial por la gran tradición
grecolatina (un poco traducida al francés lo que estaba en la
base de este movimiento).
Los
poetas del modernismo, con Rubén Darlo a la cabeza, se distinguieron
pues por su cultura literaria cosmopolita y por su perfección
técnica -verbal, métrica, imaginística. Tal refinamiento intelectual
y técnico, llevado al extremo de la expresión individualista,
reflejaba una sensibilidad refinada y un orgulloso subjetivismo,
que tendían a la idealización, al exotismo, a la artificialidad
y el preciosismo, a huir de la realidad del ambiente del siglo
XIX americano y positivista.
El
modernismo hispanoamericano, como el parnasianismo y el simbolismo
europeos, buscaba lo exquisito y lo raro, las islas griegas
y el Japón, los pabellones de Versalles y las pagodas orientales,
las marquesas rococó y las musmés, los abates galantes y los
sumarais, Mimí Pinson y Salomé, como decorado primero para alejarse
de la vulgaridad del mundo en torno y luego como un mundo ideal
e idealizado en que simbolizar la busca del significado de la
Carne y el Amor, de lo Ignoto y lo Fatal, del sentido de la
Vida y de la Muerte, y sobre todo de la Belleza pura, total.
Sin
embargo, casi el mismo año en que Neruda vino al mundo, se producía
una virada dentro del modernismo. En efecto, en 1905 publicaba
Rubén Darío sus Cantos de vida y esperanza en cuyos poemas,
en los que no abandona ninguna de las conquistas de la exquisitez
intelectual y formal que distinguen sus anteriores libros, vuelve
a penetrar la realidad inmediata del mundo americano. Darío
consideraba el castellano y el catolicismo, la tradición india
y la hispánica, la herencia de la gesta de los Libertadores,
como elementos consustanciales de Vida y de Belleza en Hispanoamérica.
Súbitamente, con la guerra de Cuba de 1898 y con la aventura
de Panamá en 1903, siente todo esto amenazado por el avance
del Norte angloparlante, protestante, utilitarista, y se pregunta:
"¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés? / ... ¿Callaremos
ahora para llorar después?" No, él protesta en nombre de
la América que "vive de luz, de fuego, de perfume, de amor,
/ la América del grande Moctezuma, del Inca, / la América fragante
de Cristóbal Colón, / la América católica, la América española",
a la que llama a la esperanza y a la unión "en espíritu
y ansias y lengua". Es lo, que se ha denominado el "regreso
a América" del modernismo, es lo que dentro del modernismo
se distingue con el nombre de "mundonovismo".
Tras
ello, y al poco tiempo, el desastre de la Primera Guerra Mundial
-que hizo dudar a tantos americanos (y no americanos) de las
bases del hasta entonces indiscutido liderato cultural de un
París y un Berlín-, comenzó a socavar esa parte de los cimientos
del modernismo. La crisis intelectual, producto de la guerra,
resquebraja el carácter imperial, unitario, de la cultura sobre
que estaba basado el modernismo. Al propio tiempo, en lo formal,
la repetición desde los años de 1880 a los de 1920 de maneras
y manierismos, lo va agotando también.
En
Europa esa crisis filosófica y literaria se refleja en movimientos
como el cubismo, el futurismo, el dadaísmo, el ultraísmo, el
creacionismo y finalmente, en 1924, el superrealismo, que insurgían
contra la mentalidad y contra la literatura de preguerra. En
poesía insurgían especialrnente contra el decadentismo y el
simbolismo, los paralelos europeos del modernismo hispanoamericano.
Este
es el momento de crisis literaria en que Neruda llega a Santiago
de Chile en 1921.
* * *
Al
llegar Pablo Neruda a Santiago, en 1921, venía embebido de visiones
de la tierra, de la naturaleza del sur de Chile, que nunca le
han abandonado. De muchacho, dice: "Yo me voy por el campo
en busca de mi poesía". Y en su edad madura recuerda:
Lo primero
que vi fueron
árboles,
barrancas
decoradas
con flores de salvaje hermosura,
húmedo
territorio, bosques que se incendiaban
y
el invierno detrás del mundo, desbordado.
Mi
infancia son zapatos mojados, troncos rotos
caídos
en la selva, devorados por lianas
y
escarabajos, dulces días sobre la avena...
Pero
también llegaba embebido de lecturas: sentimentales y románticas
(Diderot, Bernardin de Saint Pierre, Víctor Hugo), de aventuras
y exotismo (Jules Verne, Emilio Salgari), de realismo psicológico
(Strindberg, Gorki), de realismo erótico (Felipe Trigo) y del
peor modernismo (Vargas Vila). Casi me parece ver las cubiertas
de aquellas ediciones baratas, especialmente de traducciones,
producto de los troqueles de Barcelona y Valencia (Sopena, Maucci,
Sempere) que por aquellos años cultivaron (y a veces estropearon
definitivamente), el gusto de tantos jóvenes provincianos hambrientos
de lectura. Hasta el pseudónimo adoptado por el poeta, Neruda,
pudiera proceder del nombre del autor de los Cuentos de Mala
Strana, el checo Jan Neruda, cuya traducción al castellano
se publicó por entonces, si mal no recuerdo, en la Colección
Universal, de Madrid, la de cubiertas verde oliva, de a peseta
el tomo.
En
Santiago el joven poeta amplió sus lecturas. Su contacto directo
con los textos de poesía francesa es obvio. Arturo Torres Rioseco
recuerda que en su juventud un maestro de liceo chileno les
decía a sus alumnos: "No perdáis vuestro tiempo leyendo
libros españoles ni chilenos; la vida es corta y hay muchos
libros franceses que leer". Y por infinitos testimonios
hispanoamericanos de aquellos años sabemos cuáles eran los poetas
franceses favoritos de Sudamérica: Albert Samain, simbolista
tan de segunda fila pero que tanto gustó en el mundo hispánico
(quizás por su escenografía y sus alusiones al ritual católico),
y los dioses mayores, Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, Mallarmé.
Sin embargo, Neruda muestra haber leído también a los grandes
modernistas hispanoamericanos, con Darío en primer lugar, y
a los más jóvenes, Julio Herrera y Reissig y, sobre todo, Carlos
Sabat Ercasty.
No
es extraño, pues, que las primeras obras de Neruda, La canción
de la fiesta (1921) y Crepusculario (1923), estén
llenas de ecos. El propio poeta lo reconocía: "Se mezclaron
voces ajenas a las mías, / yo lo comprendo, amigos!" Y
es cierto que estas obras iniciales son a veces muy derivativas,
muy modernistas, en versificación, en léxico, en temática. Hay
en ellas muchos cuartetos alejandrinos, muchos lampadarios y
muchas ojivas, muchas Primaveras y muchas Amadas con letra mayúscula,
muchos Pelleas y Melisanda, muchos Paolos y muchas Helenas.
Pero no es menos cierto que si por ellos estas obras representan
la agonía de una escuela, por otra parte comienzan a mostrar
también los pródromos de un Neruda personal, del que poquísimos
años más tarde encontrará su voz propia y su propio estilo.
Me refiero al Neruda que ya en estos poemas iniciales tiene
los sentidos directamente abiertos a la realidad del mundo en
torno, no de un mundo idealizado sino del mundo de las cosas
de cada día, bellas o feas que sean, para las cuales tiene ojos
fotográficos, oído, tacto, vista y olfato en guardia: un mundo
de cosas como la pandereta que toca un mendigo ciego, fierros,
cenizas, yunques, puentes de ferrocarril, y sobre todo la tierra
de sembradora, un surco, los árboles, la playa, el agua (el
agua omnipresente: lluvia, río, mar, lágrima) y el amor sensual,
su cuerpo y el cuerpo en mal de amor. Esos sentidos que de niño
le hicieron fijarse en los pájaros, los insectos, los huevos
de perdiz, la cicatriz en la cara de un hombre, las tarjetas
postales, el olor de la madera fresca, el color de los copihues,
el sabor de la sangre de cordero, le alejan (aun en esos poemas
iniciales) de la literatura entonces en uso. Por ellos abre
Neruda una brecha en el mundo intelectualmente idealizado y
preciosista del modernismo, se abandona a su emoción ante la
realidad del mundo circundante, noble e innoble, tal como se
le aparece. En esta entrega a la intuición de lo inmediato,
de lo cotidiano, lo corriente, lo vulgar -que los modernistas
hubieran considerado apoético si no antipoético-, coincide el
joven Neruda con otros poetas hispanoamericanos del mismo momento,
cara a otro mundo que el de sus padres literarios; coincide,
por ejemplo, con el mexicano Ramón López Velarde, de La sangre
devota (1916), o con el peruano César Vallejo, de Los
heraldos negros (1918); no es mala compañía.
En
Veinte poemas de amor y una canción
desesperada (1924), aunque Neruda sigue respetando por lo
general las formas de metro y estrofa tradicionales, con las
modificaciones puestas en boga por los modernistas, el tono,
el temple de los poemas se va alejando cada vez más del temple
del modernismo. Aun en el más sensual de los modernistas, Rubén
Darío, la carne es idealizada, casi divinizada, es celeste,
concentra el misterio del mundo y simboliza "la eternidad
de lo probable"; en Veinte poemas de amor, en cambio,
la carne es corporal y el cuerpo es una geografía, que como
la terrestre, tiene sus caminos, sus cauces, sus montes y sus
abismos. Nada más material que el amor en los Veinte poemas,
nada más próximo a la naturaleza animal y vegetal, germinativa,
en que el poeta está enraizado como una vid, un trigo, un pino
"ebrio de trementina y largos besos"; para él la mujer
es una caracola terrestre en la que la tierra canta. Obsesivamente
equipara Neruda mujer y tierra, las estaciones del amor y las
estaciones del año; paraleliza el ciclo del plantar, germinar,
recolectar, pasar y volver a comenzar de los mundos vegetal,
animal y humano. Hay en esta identificación de la humanidad
y la tierra un instinto cósmico, algo que me parece una de las
constantes de la poesía y de las intuiciones de Neruda. En efecto,
más tarde, en el momento de la visión del mundo desorbitado
de Residencia en la tierra, los únicos puntos fijos serán
para el poeta los objetos a que sus sentidos se aferran: su
propia "simétrica estatua de piernas gernelas" boca,
brazos, cara, pelo, dientes, piel; la mujer de "salud de
manzana furiosa"; los objetos naturales poseíbles (estoy
por decir que digestibles), como el apio, el vino y la madera
de sus tres cantos materiales. Y más tarde todavía, en el instante
de Alturas de Macchu Picchu, desde la piedra y el limo
seminales sube "la minúscula vida, entre las alas de la
tierra" a nacer con el poeta, a través de sus palabras
y su sangre, plantadas en la cordillera americana. Y las Odas
recientes son igualmente himnos de pasión material a objetos
de este mundo, la alcachofa, el cobre, el pez; y en ellas el
amor es, como siempre en Neruda, el "pan de la fragancia"
de la mujer, recogido por los sentidos del poeta, sensorial,
sensual, materialmente.
El
materialismo instintivo de Neruda, su entrega apasionada al
mundo circundante (lo que va mucho más allá del mero "mundonovismo"),
su fe ciega en la verdad de los sentidos, irrumpieron en su
día con el impacto de un nuevo romanticismo, intuitivo y primitivo,
contra el idealismo y el intelectualismo modernistas. Veinte
poemas, en particular, fue un poco en el campo de la poesía
americana como la pintura del aduanero Rousseau frente al sofisticado
impresionismo, como un edificio de Gaudí frente a la arquitectura
del "art nouveau".
Al
poco tiempo, un nuevo y breve poema, Tentativa del hombre
infinito (1925), representa otro paso en la liquidación
de la herencia literaria del pasado inmediato y en la busca
de una expresión propia por parte de Neruda. En Tentativa
se entrega totalmente a la intuición; para expresarla abandona
la rima, el metro regular, las estrofas tradicionales, las formas
discursivas del lenguaje, la puntuación, el sentido lógico formal.
Lucha Neruda con la lengua que no expresa inmediatamente, como
él quisiera, todo lo que le surge a él, de dentro afuera, ni
las llamadas que lo de afuera hace -a través de sus sentidos
alerta- a su más íntimo ser y sentir. Todas las llamadas a que
quiere dar respuesta y forma se le confunden, se le enredan
en un empuje de imágenes aparentemente inconexas, balbuceantes,
escalofriantes de agonía expresiva:
veo
una abeja rondando no existe esa abeja ahora
pequeña
mosca con patas lacres mientras golpea cada vez tu
vuelo
inclino
la cabeza desvalidamente
sigo
un cordón que marca siquiera una presencia una situación cualquiera
oigo
adornarse el silencio con olas sucesivas
revuelven
vuelven ecos aturdidos entonces canto en alta voz.
Representa
así Neruda (increíblemente, antes de sus veintidós años), en
ese momento de su poesía, un aspecto americano de la crisis
filosófica y estética del mundo occidental de la primera postguerra,
la postguerra de la Primera Guerra Mundial, que mencionábamos
antes. Si la razón y la inteligencia produjeron la monstruosidad
de tal guerra -la razón produce monstruos-, quizá en la liberación
de la psique de las represiones de la razón se encontrará una
razón que la razón no conoce (se pensaba entonces), una libertad,
una nueva forma de libertad más humana. Y ese reconocimiento
de tal liberación psíquica (que estaba en el aire de la época),
se reflejaba en la literatura en una poesía que rompía con las
leyes del intelecto y trataba de conocer los objetos, las ideas
y las emociones no por análisis sino por aprehensión inmediata
y total. Era una poesía que trataba de satisfacer las necesidades
emocionales del hombre más que su inteligencia discursiva. Era
una literatura que, como el subconsciente, procedía por asociaciones
emocionales, a base del flujo del sentir y del pensar -simultáneamente
o por saltos discontinuos, por acumulaciones o por cortocircuitos,
por enumeración repetitivo y caótica o por sincretismos y sintetismos
espontáneos, en apariencia arbitrarios o caprichosos pero que
respondían a formas auténticas de ser, que por el simple hecho
de existir parecían respetables. En consecuencia, era una poesía
hermética, con una expresión específica y personal de cada poeta,
criptográfica, a la que había de abandonarse el lector sin resistencia
por si lograba, colaborando con ella y en ella, reconstruir,
recrear, recorrer los caminos psíquicos del escritor-médium.
Todo
va tan aprisa y es tan corta la memoria que bueno es recordar
ahora -históricamente- ese ambiente de época, tan próximo y
tan lejano ya, al enfrentarnos con la poesía de Neruda de los
años de 1925 a 1935 (con la que comienza la selección traducida
por Ben Belitt), la de los dos volúmenes de Residencia en
la tierra, publicados en 1933 y 1935, y aun la
de los primeros poemas de Tercera residencia, publicada
en 1947. Todo se desintegraba; todas las formas de lo hasta
entonces aceptado parecían insuficientes o falsas o liquidadas:
la geometría euclidiana, Newton, la inteligencia racionalista,
el Partenón, la moral cristiana, el Estado liberal. Los antiguos
dioses morían y, en medio de un mundo magnético y fluido, Neruda
era el puro testigo:
Yo
lloro en medio de lo invadido, entre lo confuso,
entre
el sabor creciente, poniendo el oído
en
la pura circulación, en el aumento,
cediendo
sin rumbo el paso a lo que arriba,
a
lo que surge vestido de cadenas y claveles,
yo
sueño, sobrellevando mis vestigios mortales
..........................................................................
Estoy
solo entre materias desvencijadas,
la
lluvia cae sobre mí, y se me parece,
se
me parece con su desvarío, solitaria en el mundo muerto,
rechazada
al caer y sin forma obstinada
Sin
forma obstinada, como los relojes fundidos en huevos fritos
de las pinturas de Salvador Dalí. Por eso era una poesía descompuesta,
descompuesta como el mundo mismo en que se movía, un mundo de
cenizas, de miradas polvorientas, de papeles, de escobas, de
días pálidos, de cosas envejecidas, de cementerios, de sastrerías,
de tiendas de ortopedia. Para expresar su angustia de ese mundo
que se deshacía, Neruda acumulaba imágenes, figuras, símbolos;
parecía mirar al mundo a través de un enorme microscopio que
agrandara infinitamente lo desorganizado, lo triste, lo desesperante,
lo absurdo. Y lo que veía, Neruda lo expresaba en un lenguaje
gramaticalmente anómalo, desorbitado en sus figuras retóricas,
de un ritmo acezante, apresurado, como si la fuerza expresiva
a que el poeta estaba sometido le impeliera a lanzar de sí sin
respiro, sin descanso, y sin organización sus visiones. Si recordamos
que ésa era la época de la prevalencia del superrealismo, nos
explicaremos algunos de los mecanismos del lenguaje poético
nerudiano. El superrealismo decía creer en la realidad de ciertas
formas de asociaciones y emociones y de pensamientos descuidados
hasta entonces, decía creer en el juego desinteresado y libre
del pensamiento, en la omnipotencia del sueño; pretendía expresar,
por medio de un automatismo psíquico puro, el funcionamiento
del pensamiento, fuera de todo control de la razón, fuera de
toda preocupación estética o moral. La libre asociación imaginística,
las relaciones psíquicas y verbales aparentemente gratuitas
e inconexas, la verbalización semihipnótica, el automatismo,
el ensimismamiento, la fluencia onírica de muchos versos de
Neruda en las dos primeras Residencias son muy semejantes
a los procedimientos superrealistas. Pero más que en la resolución
del conflicto entre el subconsciente y la inteligencia por vía
del hallazgo de una nueva realidad absoluta, la superrealidad,
Neruda en Residencia I y II sigue fundamentalmente
siendo el materialista instintivo que ya vimos. Por eso la materia
sigue siendo para él "nupcial"; por eso la salvación
del poeta frente al mundo deshecho de que es tan preciso y exacto
testigo se encontrará no en la metafísica superrealista sino
entre las cosas que existen: si la geometría clásica ya no servía,
en cambio, y por ejemplo, del apio siempre "salen claros
relámpagos lineales"; si el Partenón se desplomaba, del
mismo apio salían "palomas con destino de volutas";
si la sociedad se descomponía, del centro de la naturaleza surgían
"energías crespas, río de vida y hebras esenciales",
que entrando físicamente en el poeta le comunicaban "la
luz oscura y la rosa de la tierra". Por ello, cuando en
los momentos resolutorios, en la crisis de su visión disolvente
del mundo, se nos declara en el poema "Bruselas",
de su Tercera Residencia, "vegetalmente, solo",
no nos asustamos ya porque sabemos que de la naturaleza y la
materia surgen para él -como para el vegetal- no la muerte y
la destrucción sino también la salud y la vida; y unas páginas
más adelante no nos extrañará tampoco verle, de nuevo, "Naciendo
en los bosques":
Otra
vez
escucho
aproximarse como el fuego en el humo,
nacer
de la ceniza terrestre
la
luz llena de pétalos,
y
apartando la tierra
en
un río de espigas llega el sol a
mi boca
como
una vieja lágrima enterrada que vuelve a ser semilla.
Neruda
percibió por esos años la insuficiencia de la filosofía irracionalista
y de sus reflejos literarios. Los instintos del hombre que el
irracionalismo liberaba de las represiones de una razón imperfecta
y de una sociedad no menos imperfecta podían ser instintos justos
y buenos como podían ser malos y bestiales. ¿Quién que haya
vivido esos años, quién que aun sin haberlos vivido lea su historia,
necesita que se le apunten las consecuencias del desenfreno
de todos los instintos? Neruda, el perfecto testigo, lo reconoce.
En Las furias y las penas (1939) lo dice taxativamente:
"El mundo ha cambiado y mi poesía ha cambiado". Él,
que en las dos primeras Residencias, aferrado a la tierra,
al cuerpo, a la materia, había logrado sobrevivir al desvarío,
la soledad, la desintegración y el no ser que acechaban e invadían
el mundo, sube ahora -apretado siempre a la tierra, el cuerpo,
la materia- a renacer, a revivir. ¿Pero qué hay ahora de diferente
en él? Entre 1936 y 1939, la guerra de España al caer sobre
hombres de su raza y de su lengua, de su diario vivir madrileño,
le hiere una fibra hasta entonces intocada, le hace sentirse
no sólo materia sino materia humana solidaria, fraternal:
Yo
de los hombres tengo la misma mano herida,
yo
sostengo la misma copa roja
e
igual asombro enfurecido.
Se
siente así ya no solo sino "reunido". Y reunido no
como antes con la materia, en un simple proceso de fatalidad
cósmica, sino con los hombres, en un proceso volitivo. Antes
solamente el instinto le hacía sobrellevar sus vestigios mortales;
ahora la voluntad le pide más: Neruda aleja de sí la negra sombra
pasada y ofrece al mundo un nuevo corazón, recién hallado, y
puesto junto al del hombre que sufre y lucha.
La
diferencia más obvia entre el Neruda de las Residencias de
1933 y 1935 y el del Canto General y de las obras
posteriores a éste, las Odas elementales (1954) y sus
secuelas, Nuevas odas elementales (1956), Tercer libro
de las odas (1957) y Navegaciones y regresos (1959),
con el Estravagario (1958), por no hablar de sus libros
de poesía política tales como Las uvas y el viento
(1954), es la de una distinta voluntad de estilo.
Antes
Neruda se proclamaba el poeta que se entregaba a lo que le surgía.
Era el poeta que intentaba expresar de un golpe todo lo que
se le iba haciendo. En la agonía del esfuerzo expresivo, en
la lucha entre el ser, el sentir y el hablar, no vacilaba en
sacrificar la inteligibilidad. Ahora, en cambio, es el poeta
que quiere ante todo comunicarse. Es el poeta que quisiera poder
evitar dificultades al lector. Sus versos, por lo general, y
a pesar de ciertas disposiciones tipográficas, son reducibles
a esquemas conocidos y su lenguaje es claro. En su nuevamente
hallada fraternidad con los hombres, particularmente con los
más humildes, quiere entenderse y ser entendido de ellos. Ahora:
No
escribo para que otros libros me aprisionen
ni
para encarnizados aprendices de lirio
sino
para sencillos habitantes que piden
agua
y luna, elementos del orden inmutable,
escuelas,
pan y vino, guitarras y herramientas.
Quiere
que su poesía sea.
utilitaria
y útil,
como
metal o harina,
dispuesta
a ser arado,
herramienta.
Quiere
que sea sencilla:
sencillez,
ven
conmigo ayudándome a nacer,
enseñándome
otra vez a cantar,
verdad,
virtud, vertiente,
victoria
cristalina.
Quiere,
no ir al pueblo, sino ser pueblo:
cada
día me educo,
cada
día me peino
pensando
como piensas,
y
ando
como
tú andas,
como,
como tú comes,
tengo
en mis brazos a mi amor
como
a tu novia tú,
y
entonces
cuando
esto está probado,
cuando
somos iguales
escribo,
escribo
con tu vida y la mía.
Este
sentido de la poesía como comunicación y como obra social, reflejo
de la colectividad, hace doscientos años lo predicó Herder.
Este sentido de la poesía como obra útil y utilitaria, como
herramienta de la verdad y la virtud, vuelve hacia el concepto
milenario del Arte poético de Horacio y hacia el concepto
de poesía de utilidad pública de los neoclásicos y de los románticos
americanos de las primeras décadas de organización de la Independencia.
El sentido ético de la poesía, del pensamiento como acción,
del arte como acción, que se encuentra en una línea de la tradición
hispánica -Quevedo, Jovellanos, Bello, Unamuno-, vuelve en Neruda
por sus fueros. Neruda reconoce ahora ciertos límites y ciertas
obligaciones en la poesía; ve en ella obra de razón y de voluntad,
de orden y de inteligencia. Hasta qué punto ha conseguido sus
objetivos sin sacrificar su lirismo, es hoy día un debate de
moda en Hispanoamérica, debate en el que las simpatías y antipatías
políticas juegan a veces mayor papel que la literatura, y en
el que los juicios absolutos sobre la totalidad de la obra reciente
del poeta chileno se basan, en demasiadas ocasiones, sobre fragmentos
de ella, porque de todo hay en la viña del Señor y de los últimos
libros de Neruda pueden elegirse, a gusto de cada crítico, vides
o sarmientos. No es posible negar que en ocasiones ciertos versos
de Neruda son más bien reportaje político o lección de cosas
que poesía: "Arreglé la comida a mis chiquillos y salí.
/ Quise entrar a Lota a ver a mi marido. / Como se sabe, mandan
la policía / y nadie puede entrar sin su permiso. / Les cayó
mal mi cara. Eran las órdenes / de González Videla, antes de
entrar / a decir sus discursos, para que nuestra gente / tenga
miedo". Pero tampoco se puede negar que en muchos poemas
la circunstancia, la política, la propaganda, la verdad, el
prejuicio, la ira, el odio (o como se le quiera llamar, según
las simpatías de cada uno), no impiden el paso a la intensidad
poética; no hay más que leer, para convencerse de ello, poemas
como "Los mendigos", "Un asesino duerme",
"Los dictadores", "Hambre en el sur" o "Cristóbal
Miranda".
Al
aproximarse a Canto General es precisamente la aparente
sencillez lo que induce a una simplificación peligrosa. La obsesión
tan general con la posición política del poeta y el politiquismo
(si se me permite la palabra) que permea toda la vida hispanoamericana,
tiende a hacer que se vea en Canto General antes que
nada lo circunstancial y lo político. En efecto, lo uno y lo
otro están allí, según ya se ha indicado. América es para Neruda
un constante campo de batalla entre las fuerzas de los hombres
amorosamente unidos y ajustados a su tierra, y las fuerzas de
los hombres de presa que quieren violarla, poseerla. De un lado
está, pues, la tierra misma del continente, desde antes de que
tuviera nombre, con su fertilidad y su riqueza y con su población
aborigen a la que pronto complementan los hombres, de cualquier
origen que sean, que en América sintieron o sienten ahora calor
de caridad y de libertad en el corazón, desde Fray Bartolomé
de las Casas o Alonso de Ercilla, pasando por San Martín, Lincoln
o Martí, hasta un huelguista preso en Iquique o un ejidatario
de Sonora. Del otro lado están los hombres codiciosos, rapaces,
desde Colón o Cortés, pasando por Rosas y García Moreno, hasta
un Somoza o un Trujillo, hasta los amos de la Anaconda Copper
Minning o de la United Fruit. La lucha entre ambos bandos se
resolverá, profetiza Neruda, con la victoria de las fuerzas
representadas por los primeros sobre las fuerzas representadas
por los últimos. Este aspecto del libro salta a la vista, y
dada la importancia de Neruda y la pasión con que se le lee,
hay que reconocer en él uno de los motores de un estado de opinión
o, mejor dicho, de un estado de ánimo y de sentimiento revolucionario
y nacionalista enormemente extendido por Hispanoamérica. Esto
es lo que mucha gente, dentro y fuera de Hispanoamérica, ve
en Canto General sin querer, o sin molestarse,
en ir más lejos ni más adentro; pero tal opinión traiciona al
libro, pues no es necesario ser un zahorí para encontrar más,
mucho más, en esa obra.
Canto
General puede leerse como una cosmogonía, como una visión
nerudiana del origen y la creación del mundo y del hombre americanos.
Y como una teleología, como una visión que Neruda se construye
de la dirección que el amor puede y debe dar a la creación,
a la realidad, a la vida.
Si
hay algo fijo en Neruda, desde su infancia hasta su última obra,
es la inmersión de su ser en su tierra, su materialismo instintivo.
Y es la tierra y el agua, el légamo y el aire que se crean y
que crean la vegetación y la bestia y el hombre de América lo
que canta sobre todo en Canto General.
Porque
lo que canta Neruda es la vida y la victoria sobre la muerte
personal, altruísticamente. Neruda vino a renacer, y su renacimiento
ocurrió al volver a tomar contacto con la materia madre. Es
hijo de ella, y las cosas naturales -polvo, planta, bestia,
hombre- son sus hermanas y sus maestras. En sus tiempos de sombras
se había preguntado Neruda qué era el hombre, dónde vivía lo
indestructible, lo imperecedero, la vida. Sólo mil muertes le
contestaban; pero allá en las Alturas de Macchu Picchu, en
el corazón y en la frente de la materna América, tuvo su revelación.
Los granos del maíz ascienden y bajan de nuevo; el agua vuela
y cae de nuevo con la nieve; de la arcilla salió la mano color
de arcilla que en arcilla se convierte otra vez; la cuna del
relámpago y del hombre es la misma. Por el amor, la minúscula
vida, entre las alas de la tierra, vive. No hay más que una
vida y una muerte, no la mía o la tuya, sino la de todos, la
de todo -la de la madre del caimán, la del pétalo, la de la
flor del agua, la de mil cuerpos negros de lluvia y noche cuya
sangre corre por nuestras venas y que hablan por nuestras bocas.
Por eso en Yo soy, Neruda después de afirmar "y
ahora voy a morir", "tengo lista mi muerte",
puede igualmente proclamar "Yo no voy a morirme. Salgo
ahora, / en este día lleno de volcanes / hacia la multitud,
hacia la vida". Dice:
Que
otro se preocupe de los osarios...
El
mundo
tiene
un color desnudo de manzana: los ríos
arrastran
un caudal de medallas silvestres
y
en todas partes vive Rosalía la dulce
y
Juan el compañero...
Entre
Alturas de Macchu Picchu y Yo soy puede, pues,
Neruda poner toda la vida, toda la historia de América, toda
la política, todos los mitos que quiera. Que en Canto General
interprete la historia como Karl Marx, que escriba una nueva
Légende des siècles como Víctor Hugo, que profetice como
William Blake, realmente da igual. Lo que verdaderamente ha
encontrado es lo que ya sabía, instintivamente, de niño: "La
naturaleza allí en Temuco me daba una especie de embriaguez.
Yo tendría unos diez años, pero era ya poeta". Sigue embriagado
de naturaleza, de tierra, de humanidad. Hoy como entonces:
Yo
tengo frente a mí sólo semillas,
desarrollos
radiantes y dulzura.
En
los cuatro libros de las Odas continúa este redescubrimiento
apasionado de las cosas, de los seres, que es lo suyo. Y lo
mismo en el técnicamente más complejo Estravagario (1958).
Todos estos libros son testimonios, todos son cantos materiales,
todos son cantos de amor. Amor al átomo y al alambre de púa,
al limón y a la luna, al gato y al piano, a la imprenta y al
hombre, a la vida y a la poesía.
* * *
Neruda
nació en el fondo de una provincia chilena, entre la poderosa
naturaleza, en un ambiente de frontera, de cara a la realidad.
Es un hijo del Nuevo Mundo que aún se siente surgir, nacer,
hacer, que está en busca de su forma y de su porvenir. Por ello
puede dejarse fácilmente de lado todo lo accidental que hay
en él y en su poesía -modernismo, superrealismo, comunismo,
lo que pudiéramos llamar sus sucesivos evangelios según Rubén
Darío, según André Breton o según Karl Marx-, y hallar siempre
en su obra, aun en la de su época más hermética, un hálito del
génesis americano. Se ve en su ya antiguo Crepusculario o
en Veinte poemas, entre las sonatas y destrucciones de
sus Residencias, en su Canto General o en sus
recientes Odas. Porque Neruda confunde, romántica o barrocamente
si se quiere, la vida y la literatura, la naturaleza y la poesía.
De
tal posición tiene él ahora perfecta conciencia, cuando dice:
"Se aprende la poesía paso a paso entre las cosas y los
seres, sin apartarlos sino agregándolos a todos en una ciega
extensión del amor". El arte de no renunciar a nada, ha
llamado Montesinos al antiguo barroco español. A nada tampoco
quiere renunciar Neruda, fiel a la tradición de los poetas omnívoros,
de carne y hueso.
en Revista Atenea, año XL, Tomo CLI, n°401, Julio-Septiembre
de 1963, pp. 65-80.
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[1] El ensayo
que se estampa a continuación es el texto castellano del que,
traducido al inglés, constituye el prólogo de Selected Poems
of Pablo Neruda, edited and translated by Ben Belitt, introduction
by Luis Monguió (New York: Grove Press, 1961).