Introducción a la Poesía de Pablo Neruda[1]

por Luis Monguió

Si hoy día preguntáramos a cualquier hispanoamericano educado cuáles son los dos o tres poetas mayores que su continente ha producido, estoy seguro de que la respuesta sería: Sor Juana Inés de la Cruz en los siglos coloniales, Rubén Darío en la época moderna y Pablo Neruda en la hora de ahora. Si le pidiéramos más de dos o tres nombres, comenzarían ya a actuar los patriotismos locales; pero sobre aquella corta lista inicial y continental creo que seguiría habiendo acuerdo. Y esto aún teniendo en cuenta que Pablo Neruda es ahora adorado u odiado de mucha gente por razones que poco tienen que ver con la literatura y sí mucho con la política. Y aun considerando además que hasta quienes no comulgan en la estética del poeta chileno no pueden dejar de estimarlo importantísimo dentro de la poesía chilena. Así, por ejemplo, Juan Ramón Jiménez -Premio Nóbel de Literatura en 1956, el poeta de la poesía "pura", teóricamente en el polo opuesto a la "impura" de Neruda- le llamaba "un gran poeta, un gran mal poeta", malo porque no estaba de acuerdo con su concepto de la poesía, pero sin negarle por esto el atributo de grandeza.

Tal poeta, universalmente leído, comentado y discutido en el mundo de lengua española, es poco conocido en el de lengua inglesa. ¿Quién es el poeta, cuál es su poesía, qué lugar ocupa dentro de la larga tradición de la literatura hispánica?


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El escritor que conocemos por el nombre de Pablo Neruda nació Neftalí Ricardo Reyes y Basoalto, en Parral, Chile, el doce de julio de mil novecientos cuatro. Su padre, José del Carmen Reyes, era un ferroviario, capataz de cuadrillas de constructores de vías férreas, jefe de trenes. Su madre, Rosa Basoalto, murió cuando el niño tenía tres o cuatro años. El padre matrimonió entonces con Trinidad Candia, señora a quien el poeta recuerda como "el ángel tutelar de su infancia". Ésta transcurrió en Temuco, más al sur de Chile todavía que su nativo Parral, en la región húmeda y forestal que tantas veces aparece en la poesía de Neruda. Allí se abrieron sus ojos a la contemplación inmediata de una naturaleza bravía, poderosa; allí recibió las primeras letras y luego la enseñanza secundaria; allí leyó desordenadamente, verazmente; allí, en periódicos locales, publicó sus primeros versos, y en juegos Florales provincianos recibió premios, iniciando -casi en la infancia-, su incipiente reputación de poeta.

A los dieciséis años pasó Neruda a Santiago, la capital del país, a estudiar en el Instituto Pedagógico. Al poco de llegar ganó con La canción de la fiesta (1921) el primer premio de poesía en la Fiesta de Primavera organizada por la Federación de Estudiantes, que le editó el poema. En Santiago vive entonces unos años de bohemia estudiantil y literaria, pero no de pereza, porque entre 1923 y 1926 publica Neruda cinco libros -versos y prosas poéticas- y escribe otros no publicados hasta más tarde.

A partir de Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1924) es reconocido como uno de los más prometedores poetas jóvenes de Chile, y de pronto el gobierno -siguiendo una costumbre por años enraizada en Hispanoamérica, una especie de mecenazgo estatal-, le envía en misiones consulares al extranjero. Así, el año 1927 sale de Chile y, pasando por Europa, viaja al Oriente, donde entre aquel año y el de 1932, reside sucesivamente en Rangún, Colombo, Singapur y Batavia, y visita otros lugares de Asia y Oceanía.

De regreso Neruda a Chile, el año 1933, es enviado a Buenos Aires y en 1934 es trasladado a Madrid, donde le acogen y le admiran los poetas de una de las generaciones literarias más brillantes de España, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Miguel Hernández, Luis Cernuda, Manuel Altolaguirre. Con ellos publica, y a su petición dirige, una revista, Caballo verde para la poesía. En Madrid edita también su Residencia en la tierra, I y II (1935), con gran éxito. Cuando en 1936 estalla la guerra de España, Neruda, no obstante su cargo diplomático, no deja lugar a dudas respecto a su actitud antifascista. Por ello es llamado a su país por su gobierno en 1937; pero más tarde, un nuevo Presidente de Chile le envía a Europa con el encargo de facilitar la emigración de refugiados españoles republicanos a América. Luego, de 1939 a 1943, es cónsul de Chile en México. Los años de 1935 a 1945 son los de la progresiva politización de Neruda, los de Tercera residencia, publicada en 1947.

En 1943 Neruda retorna a Santiago. Entra activamente en la política, es elegido senador y se inscribe en el Partido Comunista chileno. Por 1948 y 1949 el conflicto entre éste y el gobierno se agudiza y el Congreso declara ilegal el comunismo. Expulsado Neruda del Senado, anda primero escondido por Chile y finalmente pasa la frontera. Sigue entonces varios años por México -donde en 1950 publica su Canto general-, por Francia e Italia, por la Unión Soviética y la China Roja, por Europa otra vez. En 1953 vuelve a Chile. El mismo año recibe el Premio Stalin. Desde entonces, instalado en su propiedad de Isla Negra, continúa hasta ahora -ininterrumpida por algunos viajes- su actividad literaria, libro tras libro.


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Las dos primeras décadas de nuestro siglo, es decir, el momento en que Neruda nace y los años en que nace a la poesía, corresponden a los días del pleno triunfo primero y los comienzos del agotamiento después de lo que en la historia de la literatura hispanoamericana se llama modernismo. El modernismo fue un movimiento en la literatura y singularmente en la poesía de lengua española al que pueden ponerse como hitos simbólicos la publicación en 1888 del libro Azul del nicaragüense Rubén Darío y la muerte de este poeta en 1916. Esquemáticamente, el modernismo hispanoamericano, hijo del romántico libertarianismo literario deriva, sin embargo, de la fatiga y la desazón que produjeron a la larga la vulgaridad y el descuido de algunos románticos. A esta vulgaridad y este descuido opuso procedimientos técnicos exquisitos y difíciles, en parte inspirados por los de los parnasianos y los simbolistas franceses, y en parte buscados en la tradición culta de la literatura española -el mester de clerecía medieval, los cancioneros del siglo xv, Góngora y el barroco del siglo XVII, Gustavo Adolfo Bécquer en el XIX. El modernismo deriva también del cansancio que causó el carácter instrumental, de servicio público, que distingue a la literatura hispanoamericana de los primeros cincuenta años de la Independencia (nacionalismo literario, liberalismo, costumbrismo, realismo). A este concepto burgués de la literatura, opuso el modernismo finisecular el concepto aristocrático del arte ideal, del arte universal, del arte por el arte. En uno y otro aspecto, en lo axiológico como en lo formal, es el amor por las grandes culturas y en especial por la gran tradición grecolatina (un poco traducida al francés lo que estaba en la base de este movimiento).

Los poetas del modernismo, con Rubén Darlo a la cabeza, se distinguieron pues por su cultura literaria cosmopolita y por su perfección técnica -verbal, métrica, imaginística. Tal refinamiento intelectual y técnico, llevado al extremo de la expresión individualista, reflejaba una sensibilidad refinada y un orgulloso subjetivismo, que tendían a la idealización, al exotismo, a la artificialidad y el preciosismo, a huir de la realidad del ambiente del siglo XIX americano y positivista.

El modernismo hispanoamericano, como el parnasianismo y el simbolismo europeos, buscaba lo exquisito y lo raro, las islas griegas y el Japón, los pabellones de Versalles y las pagodas orientales, las marquesas rococó y las musmés, los abates galantes y los sumarais, Mimí Pinson y Salomé, como decorado primero para alejarse de la vulgaridad del mundo en torno y luego como un mundo ideal e idealizado en que simbolizar la busca del significado de la Carne y el Amor, de lo Ignoto y lo Fatal, del sentido de la Vida y de la Muerte, y sobre todo de la Belleza pura, total.

Sin embargo, casi el mismo año en que Neruda vino al mundo, se producía una virada dentro del modernismo. En efecto, en 1905 publicaba Rubén Darío sus Cantos de vida y esperanza en cuyos poemas, en los que no abandona ninguna de las conquistas de la exquisitez intelectual y formal que distinguen sus anteriores libros, vuelve a penetrar la realidad inmediata del mundo americano. Darío consideraba el castellano y el catolicismo, la tradición india y la hispánica, la herencia de la gesta de los Libertadores, como elementos consustanciales de Vida y de Belleza en Hispanoamérica. Súbitamente, con la guerra de Cuba de 1898 y con la aventura de Panamá en 1903, siente todo esto amenazado por el avance del Norte angloparlante, protestante, utilitarista, y se pregunta: "¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés? / ... ¿Callaremos ahora para llorar después?" No, él protesta en nombre de la América que "vive de luz, de fuego, de perfume, de amor, / la América del grande Moctezuma, del Inca, / la América fragante de Cristóbal Colón, / la América católica, la América española", a la que llama a la esperanza y a la unión "en espíritu y ansias y lengua". Es lo, que se ha denominado el "regreso a América" del modernismo, es lo que dentro del modernismo se distingue con el nombre de "mundonovismo".

Tras ello, y al poco tiempo, el desastre de la Primera Guerra Mundial -que hizo dudar a tantos americanos (y no americanos) de las bases del hasta entonces indiscutido liderato cultural de un París y un Berlín-, comenzó a socavar esa parte de los cimientos del modernismo. La crisis intelectual, producto de la guerra, resquebraja el carácter imperial, unitario, de la cultura sobre que estaba basado el modernismo. Al propio tiempo, en lo formal, la repetición desde los años de 1880 a los de 1920 de maneras y manierismos, lo va agotando también.

En Europa esa crisis filosófica y literaria se refleja en movimientos como el cubismo, el futurismo, el dadaísmo, el ultraísmo, el creacionismo y finalmente, en 1924, el superrealismo, que insurgían contra la mentalidad y contra la literatura de preguerra. En poesía insurgían especialrnente contra el decadentismo y el simbolismo, los paralelos europeos del modernismo hispanoamericano.

Este es el momento de crisis literaria en que Neruda llega a Santiago de Chile en 1921.


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Al llegar Pablo Neruda a Santiago, en 1921, venía embebido de visiones de la tierra, de la naturaleza del sur de Chile, que nunca le han abandonado. De muchacho, dice: "Yo me voy por el campo en busca de mi poesía". Y en su edad madura recuerda:

Lo primero que vi fueron
árboles, barrancas
decoradas con flores de salvaje hermosura,
húmedo territorio, bosques que se incendiaban
y el invierno detrás del mundo, desbordado.
Mi infancia son zapatos mojados, troncos rotos
caídos en la selva, devorados por lianas
y escarabajos, dulces días sobre la avena...

Pero también llegaba embebido de lecturas: sentimentales y románticas (Diderot, Bernardin de Saint Pierre, Víctor Hugo), de aventuras y exotismo (Jules Verne, Emilio Salgari), de realismo psicológico (Strindberg, Gorki), de realismo erótico (Felipe Trigo) y del peor modernismo (Vargas Vila). Casi me parece ver las cubiertas de aquellas ediciones baratas, especialmente de traducciones, producto de los troqueles de Barcelona y Valencia (Sopena, Maucci, Sempere) que por aquellos años cultivaron (y a veces estropearon definitivamente), el gusto de tantos jóvenes provincianos hambrientos de lectura. Hasta el pseudónimo adoptado por el poeta, Neruda, pudiera proceder del nombre del autor de los Cuentos de Mala Strana, el checo Jan Neruda, cuya traducción al castellano se publicó por entonces, si mal no recuerdo, en la Colección Universal, de Madrid, la de cubiertas verde oliva, de a peseta el tomo.

En Santiago el joven poeta amplió sus lecturas. Su contacto directo con los textos de poesía francesa es obvio. Arturo Torres Rioseco recuerda que en su juventud un maestro de liceo chileno les decía a sus alumnos: "No perdáis vuestro tiempo leyendo libros españoles ni chilenos; la vida es corta y hay muchos libros franceses que leer". Y por infinitos testimonios hispanoamericanos de aquellos años sabemos cuáles eran los poetas franceses favoritos de Sudamérica: Albert Samain, simbolista tan de segunda fila pero que tanto gustó en el mundo hispánico (quizás por su escenografía y sus alusiones al ritual católico), y los dioses mayores, Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, Mallarmé. Sin embargo, Neruda muestra haber leído también a los grandes modernistas hispanoamericanos, con Darío en primer lugar, y a los más jóvenes, Julio Herrera y Reissig y, sobre todo, Carlos Sabat Ercasty.

No es extraño, pues, que las primeras obras de Neruda, La canción de la fiesta (1921) y Crepusculario (1923), estén llenas de ecos. El propio poeta lo reconocía: "Se mezclaron voces ajenas a las mías, / yo lo comprendo, amigos!" Y es cierto que estas obras iniciales son a veces muy derivativas, muy modernistas, en versificación, en léxico, en temática. Hay en ellas muchos cuartetos alejandrinos, muchos lampadarios y muchas ojivas, muchas Primaveras y muchas Amadas con letra mayúscula, muchos Pelleas y Melisanda, muchos Paolos y muchas Helenas. Pero no es menos cierto que si por ellos estas obras representan la agonía de una escuela, por otra parte comienzan a mostrar también los pródromos de un Neruda personal, del que poquísimos años más tarde encontrará su voz propia y su propio estilo. Me refiero al Neruda que ya en estos poemas iniciales tiene los sentidos directamente abiertos a la realidad del mundo en torno, no de un mundo idealizado sino del mundo de las cosas de cada día, bellas o feas que sean, para las cuales tiene ojos fotográficos, oído, tacto, vista y olfato en guardia: un mundo de cosas como la pandereta que toca un mendigo ciego, fierros, cenizas, yunques, puentes de ferrocarril, y sobre todo la tierra de sembradora, un surco, los árboles, la playa, el agua (el agua omnipresente: lluvia, río, mar, lágrima) y el amor sensual, su cuerpo y el cuerpo en mal de amor. Esos sentidos que de niño le hicieron fijarse en los pájaros, los insectos, los huevos de perdiz, la cicatriz en la cara de un hombre, las tarjetas postales, el olor de la madera fresca, el color de los copihues, el sabor de la sangre de cordero, le alejan (aun en esos poemas iniciales) de la literatura entonces en uso. Por ellos abre Neruda una brecha en el mundo intelectualmente idealizado y preciosista del modernismo, se abandona a su emoción ante la realidad del mundo circundante, noble e innoble, tal como se le aparece. En esta entrega a la intuición de lo inmediato, de lo cotidiano, lo corriente, lo vulgar -que los modernistas hubieran considerado apoético si no antipoético-, coincide el joven Neruda con otros poetas hispanoamericanos del mismo momento, cara a otro mundo que el de sus padres literarios; coincide, por ejemplo, con el mexicano Ramón López Velarde, de La sangre devota (1916), o con el peruano César Vallejo, de Los heraldos negros (1918); no es mala compañía.

En Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1924), aunque Neruda sigue respetando por lo general las formas de metro y estrofa tradicionales, con las modificaciones puestas en boga por los modernistas, el tono, el temple de los poemas se va alejando cada vez más del temple del modernismo. Aun en el más sensual de los modernistas, Rubén Darío, la carne es idealizada, casi divinizada, es celeste, concentra el misterio del mundo y simboliza "la eternidad de lo probable"; en Veinte poemas de amor, en cambio, la carne es corporal y el cuerpo es una geografía, que como la terrestre, tiene sus caminos, sus cauces, sus montes y sus abismos. Nada más material que el amor en los Veinte poemas, nada más próximo a la naturaleza animal y vegetal, germinativa, en que el poeta está enraizado como una vid, un trigo, un pino "ebrio de trementina y largos besos"; para él la mujer es una caracola terrestre en la que la tierra canta. Obsesivamente equipara Neruda mujer y tierra, las estaciones del amor y las estaciones del año; paraleliza el ciclo del plantar, germinar, recolectar, pasar y  volver a comenzar de los mundos vegetal, animal y humano. Hay en esta identificación de la humanidad y la tierra un instinto cósmico, algo que me parece una de las constantes de la poesía y de las intuiciones de Neruda. En efecto, más tarde, en el momento de la visión del mundo desorbitado de Residencia en la tierra, los únicos puntos fijos serán para el poeta los objetos a que sus sentidos se aferran: su propia "simétrica estatua de piernas gernelas" boca, brazos, cara, pelo, dientes, piel; la mujer de "salud de manzana furiosa"; los objetos naturales poseíbles (estoy por decir que digestibles), como el apio, el vino y la madera de sus tres cantos materiales. Y más tarde todavía, en el instante de Alturas de Macchu Picchu, desde la piedra y el limo seminales sube "la minúscula vida, entre las alas de la tierra" a nacer con el poeta, a través de sus palabras y su sangre, plantadas en la cordillera americana. Y las Odas recientes son igualmente himnos de pasión material a objetos de este mundo, la alcachofa, el cobre, el pez; y en ellas el amor es, como siempre en Neruda, el "pan de la fragancia" de la mujer, recogido por los sentidos del poeta, sensorial, sensual, materialmente.

El materialismo instintivo de Neruda, su entrega apasionada al mundo circundante (lo que va mucho más allá del mero "mundonovismo"), su fe ciega en la verdad de los sentidos, irrumpieron en su día con el impacto de un nuevo romanticismo, intuitivo y primitivo, contra el idealismo y el intelectualismo modernistas. Veinte poemas, en particular, fue un poco en el campo de la poesía americana como la pintura del aduanero Rousseau frente al sofisticado impresionismo, como un edificio de Gaudí frente a la arquitectura del "art nouveau".

Al poco tiempo, un nuevo y breve poema, Tentativa del hombre infinito (1925), representa otro paso en la liquidación de la herencia literaria del pasado inmediato y en la busca de una expresión propia por parte de Neruda. En Tentativa se entrega totalmente a la intuición; para expresarla abandona la rima, el metro regular, las estrofas tradicionales, las formas discursivas del lenguaje, la puntuación, el sentido lógico formal. Lucha Neruda con la lengua que no expresa inmediatamente, como él quisiera, todo lo que le surge a él, de dentro afuera, ni las llamadas que lo de afuera hace -a través de sus sentidos alerta- a su más íntimo ser y sentir. Todas las llamadas a que quiere dar respuesta y forma se le confunden, se le enredan en un empuje de imágenes aparentemente inconexas, balbuceantes, escalofriantes de agonía expresiva:

veo una abeja rondando no existe esa abeja ahora
pequeña mosca con patas lacres mientras golpea cada vez tu vuelo
inclino la cabeza desvalidamente
sigo un cordón que marca siquiera una presencia una situación cualquiera
oigo adornarse el silencio con olas sucesivas
revuelven vuelven ecos aturdidos entonces canto en alta voz.

Representa así Neruda (increíblemente, antes de sus veintidós años), en ese momento de su poesía, un aspecto americano de la crisis filosófica y estética del mundo occidental de la primera postguerra, la postguerra de la Primera Guerra Mundial, que mencionábamos antes. Si la razón y la inteligencia produjeron la monstruosidad de tal guerra -la razón produce monstruos-, quizá en la liberación de la psique de las represiones de la razón se encontrará una razón que la razón no conoce (se pensaba entonces), una libertad, una nueva forma de libertad más humana. Y ese reconocimiento de tal liberación psíquica (que estaba en el aire de la época), se reflejaba en la literatura en una poesía que rompía con las leyes del intelecto y trataba de conocer los objetos, las ideas y las emociones no por análisis sino por aprehensión inmediata y total. Era una poesía que trataba de satisfacer las necesidades emocionales del hombre más que su inteligencia discursiva. Era una literatura que, como el subconsciente, procedía por asociaciones emocionales, a base del flujo del sentir y del pensar -simultáneamente o por saltos discontinuos, por acumulaciones o por cortocircuitos, por enumeración repetitivo y caótica o por sincretismos y sintetismos espontáneos, en apariencia arbitrarios o caprichosos pero que respondían a formas auténticas de ser, que por el simple hecho de existir parecían respetables. En consecuencia, era una poesía hermética, con una expresión específica y personal de cada poeta, criptográfica, a la que había de abandonarse el lector sin resistencia por si lograba, colaborando con ella y en ella, reconstruir, recrear, recorrer los caminos psíquicos del escritor-médium.

Todo va tan aprisa y es tan corta la memoria que bueno es recordar ahora -históricamente- ese ambiente de época, tan próximo y tan lejano ya, al enfrentarnos con la poesía de Neruda de los años de 1925 a 1935 (con la que comienza la selección traducida por Ben Belitt), la de los dos volúmenes de Residencia en la tierra, publicados en 1933 y 1935, y aun la de los primeros poemas de Tercera residencia, publicada en 1947. Todo se desintegraba; todas las formas de lo hasta entonces aceptado parecían insuficientes o falsas o liquidadas: la geometría euclidiana, Newton, la inteligencia racionalista, el Partenón, la moral cristiana, el Estado liberal. Los antiguos dioses morían y, en medio de un mundo magnético y fluido, Neruda era el puro testigo:

Yo lloro en medio de lo invadido, entre lo confuso,
entre el sabor creciente, poniendo el oído
en la pura circulación, en el aumento,
cediendo sin rumbo el paso a lo que arriba,
a lo que surge vestido de cadenas y claveles,
yo sueño, sobrellevando mis vestigios mortales

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Estoy solo entre materias desvencijadas,
la lluvia cae sobre mí, y se me parece,
se me parece con su desvarío, solitaria en el mundo muerto,
rechazada al caer y sin forma obstinada

Sin forma obstinada, como los relojes fundidos en huevos fritos de las pinturas de Salvador Dalí. Por eso era una poesía descompuesta, descompuesta como el mundo mismo en que se movía, un mundo de cenizas, de miradas polvorientas, de papeles, de escobas, de días pálidos, de cosas envejecidas, de cementerios, de sastrerías, de tiendas de ortopedia. Para expresar su angustia de ese mundo que se deshacía, Neruda acumulaba imágenes, figuras, símbolos; parecía mirar al mundo a través de un enorme microscopio que agrandara infinitamente lo desorganizado, lo triste, lo desesperante, lo absurdo. Y lo que veía, Neruda lo expresaba en un lenguaje gramaticalmente anómalo, desorbitado en sus figuras retóricas, de un ritmo acezante, apresurado, como si la fuerza expresiva a que el poeta estaba sometido le impeliera a lanzar de sí sin respiro, sin descanso, y sin organización sus visiones. Si recordamos que ésa era la época de la prevalencia del superrealismo, nos explicaremos algunos de los mecanismos del lenguaje poético nerudiano. El superrealismo decía creer en la realidad de ciertas formas de asociaciones y emociones y de pensamientos descuidados hasta entonces, decía creer en el juego desinteresado y libre del pensamiento, en la omnipotencia del sueño; pretendía expresar, por medio de un automatismo psíquico puro, el funcionamiento del pensamiento, fuera de todo control de la razón, fuera de toda preocupación estética o moral. La libre asociación imaginística, las relaciones psíquicas y verbales aparentemente gratuitas e inconexas, la verbalización semihipnótica, el automatismo, el ensimismamiento, la fluencia onírica de muchos versos de Neruda en las dos primeras Residencias son muy semejantes a los procedimientos superrealistas. Pero más que en la resolución del conflicto entre el subconsciente y la inteligencia por vía del hallazgo de una nueva realidad absoluta, la superrealidad, Neruda en Residencia I y II sigue fundamentalmente siendo el materialista instintivo que ya vimos. Por eso la materia sigue siendo para él "nupcial"; por eso la salvación del poeta frente al mundo deshecho de que es tan preciso y exacto testigo se encontrará no en la metafísica superrealista sino entre las cosas que existen: si la geometría clásica ya no servía, en cambio, y por ejemplo, del apio siempre "salen claros relámpagos lineales"; si el Partenón se desplomaba, del mismo apio salían "palomas con destino de volutas"; si la sociedad se descomponía, del centro de la naturaleza surgían "energías crespas, río de vida y hebras esenciales", que entrando físicamente en el poeta le comunicaban "la luz oscura y la rosa de la tierra". Por ello, cuando en los momentos resolutorios, en la crisis de su visión disolvente del mundo, se nos declara en el poema "Bruselas", de su Tercera Residencia, "vegetalmente, solo", no nos asustamos ya porque sabemos que de la naturaleza y la materia surgen para él -como para el vegetal- no la muerte y la destrucción sino también la salud y la vida; y unas páginas más adelante no nos extrañará tampoco verle, de nuevo, "Naciendo en los bosques":

Otra vez
escucho aproximarse como el fuego en el humo,
nacer de la ceniza terrestre
la luz llena de pétalos,
                          y apartando la tierra
en un río de espigas llega el sol a mi boca
como una vieja lágrima enterrada que vuelve a ser semilla.

Neruda percibió por esos años la insuficiencia de la filosofía irracionalista y de sus reflejos literarios. Los instintos del hombre que el irracionalismo liberaba de las represiones de una razón imperfecta y de una sociedad no menos imperfecta podían ser instintos justos y buenos como podían ser malos y bestiales. ¿Quién que haya vivido esos años, quién que aun sin haberlos vivido lea su historia, necesita que se le apunten las consecuencias del desenfreno de todos los instintos? Neruda, el perfecto testigo, lo reconoce. En Las furias y las penas (1939) lo dice taxativamente: "El mundo ha cambiado y mi poesía ha cambiado". Él, que en las dos primeras Residencias, aferrado a la tierra, al cuerpo, a la materia, había logrado sobrevivir al desvarío, la soledad, la desintegración y el no ser que acechaban e invadían el mundo, sube ahora -apretado siempre a la tierra, el cuerpo, la materia- a renacer, a revivir. ¿Pero qué hay ahora de diferente en él? Entre 1936 y 1939, la guerra de España al caer sobre hombres de su raza y de su lengua, de su diario vivir madrileño, le hiere una fibra hasta entonces intocada, le hace sentirse no sólo materia sino materia humana solidaria, fraternal:

Yo de los hombres tengo la misma mano herida,
yo sostengo la misma copa roja
e igual asombro enfurecido.

Se siente así ya no solo sino "reunido". Y reunido no como antes con la materia, en un simple proceso de fatalidad cósmica, sino con los hombres, en un proceso volitivo. Antes solamente el instinto le hacía sobrellevar sus vestigios mortales; ahora la voluntad le pide más: Neruda aleja de sí la negra sombra pasada y ofrece al mundo un nuevo corazón, recién hallado, y puesto junto al del hombre que sufre y lucha.

La diferencia más obvia entre el Neruda de las Residencias de 1933 y 1935 y el del Canto General y de las obras posteriores a éste, las Odas elementales (1954) y sus secuelas, Nuevas odas elementales (1956), Tercer libro de las odas (1957) y Navegaciones y regresos (1959), con el Estravagario (1958), por no hablar de sus libros de poesía política tales como Las uvas y el viento (1954), es la de una distinta voluntad de estilo.

Antes Neruda se proclamaba el poeta que se entregaba a lo que le surgía. Era el poeta que intentaba expresar de un golpe todo lo que se le iba haciendo. En la agonía del esfuerzo expresivo, en la lucha entre el ser, el sentir y el hablar, no vacilaba en sacrificar la inteligibilidad. Ahora, en cambio, es el poeta que quiere ante todo comunicarse. Es el poeta que quisiera poder evitar dificultades al lector. Sus versos, por lo general, y a pesar de ciertas disposiciones tipográficas, son reducibles a esquemas conocidos y su lenguaje es claro. En su nuevamente hallada fraternidad con los hombres, particularmente con los más humildes, quiere entenderse y ser entendido de ellos. Ahora:

No escribo para que otros libros me aprisionen
ni para encarnizados aprendices de lirio
sino para sencillos habitantes que piden
agua y luna, elementos del orden inmutable,
escuelas, pan y vino, guitarras y herramientas.

Quiere que su poesía sea.

utilitaria y útil,
como metal o harina,
dispuesta a ser arado,
herramienta.

Quiere que sea sencilla:

sencillez,
ven conmigo ayudándome a nacer,
enseñándome otra vez a cantar,
verdad, virtud, vertiente,
victoria cristalina.

Quiere, no ir al pueblo, sino ser pueblo:

cada día me educo,
cada día me peino
pensando como piensas,
y ando
como tú andas,
como, como tú comes,
tengo en mis brazos a mi amor
como a tu novia tú,
y entonces
cuando esto está probado,
cuando somos iguales
escribo,
escribo con tu vida y la mía.

Este sentido de la poesía como comunicación y como obra social, reflejo de la colectividad, hace doscientos años lo predicó Herder. Este sentido de la poesía como obra útil y utilitaria, como herramienta de la verdad y la virtud, vuelve hacia el concepto milenario del Arte poético de Horacio y hacia el concepto de poesía de utilidad pública de los neoclásicos y de los románticos americanos de las primeras décadas de organización de la Independencia. El sentido ético de la poesía, del pensamiento como acción, del arte como acción, que se encuentra en una línea de la tradición hispánica -Quevedo, Jovellanos, Bello, Unamuno-, vuelve en Neruda por sus fueros. Neruda reconoce ahora ciertos límites y ciertas obligaciones en la poesía; ve en ella obra de razón y de voluntad, de orden y de inteligencia. Hasta qué punto ha conseguido sus objetivos sin sacrificar su lirismo, es hoy día un debate de moda en Hispanoamérica, debate en el que las simpatías y antipatías políticas juegan a veces mayor papel que la literatura, y en el que los juicios absolutos sobre la totalidad de la obra reciente del poeta chileno se basan, en demasiadas ocasiones, sobre fragmentos de ella, porque de todo hay en la viña del Señor y de los últimos libros de Neruda pueden elegirse, a gusto de cada crítico, vides o sarmientos. No es posible negar que en ocasiones ciertos versos de Neruda son más bien reportaje político o lección de cosas que poesía: "Arreglé la comida a mis chiquillos y salí. / Quise entrar a Lota a ver a mi marido. / Como se sabe, mandan la policía / y nadie puede entrar sin su permiso. / Les cayó mal mi cara. Eran las órdenes / de González Videla, antes de entrar / a decir sus discursos, para que nuestra gente / tenga miedo". Pero tampoco se puede negar que en muchos poemas la circunstancia, la política, la propaganda, la verdad, el prejuicio, la ira, el odio (o como se le quiera llamar, según las simpatías de cada uno), no impiden el paso a la intensidad poética; no hay más que leer, para convencerse de ello, poemas como "Los mendigos", "Un asesino duerme", "Los dictadores", "Hambre en el sur" o "Cristóbal Miranda".

Al aproximarse a Canto General es precisamente la aparente sencillez lo que induce a una simplificación peligrosa. La obsesión tan general con la posición política del poeta y el politiquismo (si se me permite la palabra) que permea toda la vida hispanoamericana, tiende a hacer que se vea en Canto General antes que nada lo circunstancial y lo político. En efecto, lo uno y lo otro están allí, según ya se ha indicado. América es para Neruda un constante campo de batalla entre las fuerzas de los hombres amorosamente unidos y ajustados a su tierra, y las fuerzas de los hombres de presa que quieren violarla, poseerla. De un lado está, pues, la tierra misma del continente, desde antes de que tuviera nombre, con su fertilidad y su riqueza y con su población aborigen a la que pronto complementan los hombres, de cualquier origen que sean, que en América sintieron o sienten ahora calor de caridad y de libertad en el corazón, desde Fray Bartolomé de las Casas o Alonso de Ercilla, pasando por San Martín, Lincoln o Martí, hasta un huelguista preso en Iquique o un ejidatario de Sonora. Del otro lado están los hombres codiciosos, rapaces, desde Colón o Cortés, pasando por Rosas y García Moreno, hasta un Somoza o un Trujillo, hasta los amos de la Anaconda Copper Minning o de la United Fruit. La lucha entre ambos bandos se resolverá, profetiza Neruda, con la victoria de las fuerzas representadas por los primeros sobre las fuerzas representadas por los últimos. Este aspecto del libro salta a la vista, y dada la importancia de Neruda y la pasión con que se le lee, hay que reconocer en él uno de los motores de un estado de opinión o, mejor dicho, de un estado de ánimo y de sentimiento revolucionario y nacionalista enormemente extendido por Hispanoamérica. Esto es lo que mucha gente, dentro y fuera de Hispanoamérica, ve en Canto General sin querer, o sin molestarse, en ir más lejos ni más adentro; pero tal opinión traiciona al libro, pues no es necesario ser un zahorí para encontrar más, mucho más, en esa obra.

Canto General puede leerse como una cosmogonía, como una visión nerudiana del origen y la creación del mundo y del hombre americanos. Y como una teleología, como una visión que Neruda se construye de la dirección que el amor puede y debe dar a la creación, a la realidad, a la vida.

Si hay algo fijo en Neruda, desde su infancia hasta su última obra, es la inmersión de su ser en su tierra, su materialismo instintivo. Y es la tierra y el agua, el légamo y el aire que se crean y que crean la vegetación y la bestia y el hombre de América lo que canta sobre todo en Canto General.

Porque lo que canta Neruda es la vida y la victoria sobre la muerte personal, altruísticamente. Neruda vino a renacer, y su renacimiento ocurrió al volver a tomar contacto con la materia madre. Es hijo de ella, y las cosas naturales -polvo, planta, bestia, hombre- son sus hermanas y sus maestras. En sus tiempos de sombras se había preguntado Neruda qué era el hombre, dónde vivía lo indestructible, lo imperecedero, la vida. Sólo mil muertes le contestaban; pero allá en las Alturas de Macchu Picchu, en el corazón y en la frente de la materna América, tuvo su revelación. Los granos del maíz ascienden y bajan de nuevo; el agua vuela y cae de nuevo con la nieve; de la arcilla salió la mano color de arcilla que en arcilla se convierte otra vez; la cuna del relámpago y del hombre es la misma. Por el amor, la minúscula vida, entre las alas de la tierra, vive. No hay más que una vida y una muerte, no la mía o la tuya, sino la de todos, la de todo -la de la madre del caimán, la del pétalo, la de la flor del agua, la de mil cuerpos negros de lluvia y noche cuya sangre corre por nuestras venas y que hablan por nuestras bocas. Por eso en Yo soy, Neruda después de afirmar "y ahora voy a morir", "tengo lista mi muerte", puede igualmente proclamar "Yo no voy a morirme. Salgo ahora, / en este día lleno de volcanes / hacia la multitud, hacia la vida". Dice:

Que otro se preocupe de los osarios...
                                                 El mundo
tiene un color desnudo de manzana: los ríos
arrastran un caudal de medallas silvestres
y en todas partes vive Rosalía la dulce
y Juan el compañero...

Entre Alturas de Macchu Picchu y Yo soy puede, pues, Neruda poner toda la vida, toda la historia de América, toda la política, todos los mitos que quiera. Que en Canto General interprete la historia como Karl Marx, que escriba una nueva Légende des siècles como Víctor Hugo, que profetice como William Blake, realmente da igual. Lo que verdaderamente ha encontrado es lo que ya sabía, instintivamente, de niño: "La naturaleza allí en Temuco me daba una especie de embriaguez. Yo tendría unos diez años, pero era ya poeta". Sigue embriagado de naturaleza, de tierra, de humanidad. Hoy como entonces:

Yo tengo frente a mí sólo semillas,
desarrollos radiantes y dulzura.

En los cuatro libros de las Odas continúa este redescubrimiento apasionado de las cosas, de los seres, que es lo suyo. Y lo mismo en el técnicamente más complejo Estravagario (1958). Todos estos libros son testimonios, todos son cantos materiales, todos son cantos de amor. Amor al átomo y al alambre de púa, al limón y a la luna, al gato y al piano, a la imprenta y al hombre, a la vida y a la poesía.


*    *    *

Neruda nació en el fondo de una provincia chilena, entre la poderosa naturaleza, en un ambiente de frontera, de cara a la realidad. Es un hijo del Nuevo Mundo que aún se siente surgir, nacer, hacer, que está en busca de su forma y de su porvenir. Por ello puede dejarse fácilmente de lado todo lo accidental que hay en él y en su poesía -modernismo, superrealismo, comunismo, lo que pudiéramos llamar sus sucesivos evangelios según Rubén Darío, según André Breton o según Karl Marx-, y hallar siempre en su obra, aun en la de su época más hermética, un hálito del génesis americano. Se ve en su ya antiguo Crepusculario o en Veinte poemas, entre las sonatas y destrucciones de sus Residencias, en su Canto General o en sus recientes Odas. Porque Neruda confunde, romántica o barrocamente si se quiere, la vida y la literatura, la naturaleza y la poesía.

De tal posición tiene él ahora perfecta conciencia, cuando dice: "Se aprende la poesía paso a paso entre las cosas y los seres, sin apartarlos sino agregándolos a todos en una ciega extensión del amor". El arte de no renunciar a nada, ha llamado Montesinos al antiguo barroco español. A nada tampoco quiere renunciar Neruda, fiel a la tradición de los poetas omnívoros, de carne y hueso.


en Revista Atenea, año XL, Tomo CLI, n°401, Julio-Septiembre de 1963, pp. 65-80.


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[1] El ensayo que se estampa a continuación es el texto castellano del que, traducido al inglés, constituye el prólogo de Selected Poems of Pablo Neruda, edited and translated by Ben Belitt, introduction by Luis Monguió (New York: Grove Press, 1961).

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