"La
Barcarola" y el Último Neruda
por
José Miguel Ibáñez Langlois
Nos
invita hoy Neruda a una extensa navegación musical bajo el ritmo
implacable de la barcarola, canción popular que imita el campás
de los remos. "Al golpe de remo se aleja en las ondas ligera
la barca", dice una letra de comienzos de siglo. "El
barco camina en la noche sin pies resbalando / en el agua sin
fondo ni forma, en la bóveda negra del inundo", dice la
voz más ronca pero no menos cadenciosa de Neruda. Ta-rá ta-ra-rá
ta-ra-rá ta-ra-rá ta-ra-rá-ta. Golpeteo incesante del acento
sobre cada tercera sílaba, sucesiones indefinidas de cláusulas
anfibráquicas o anapésticas. Al cabo de este viaje uno no sabe
si ha bogado por canales venecianos, como sugiere el origen
de la canción a la que el poeta ajusta hoy su ritmo, o sí ha
viajado en un tren que martilla sobre la cabeza la juntura de
los rieles hasta marear, por gratísimo que sea el golpe en pequeñas
dosis:
Ardiente
es volver a la espuma que acosa mi casa, el vacío
que deja el océano después de entregar su carreta de truenos,
tocar otra vez con la sangre la ráfaga de frío y salmuera
que muerde la orilla de Chile aventando la arena amarilla.
Se
trata de un descubrimiento poético, o al menos del sabio aprovechamiento
literario de un ritmo musical, practicado en el laboratorio
nerudiano. Pero yo no sé si esta alquimia daba para tanto, para
un libro completo y escrito sin treguas en esta cadencia continua
que abruma, fatiga, anonada, satura y hostiga (y se pega). El
libro es pura retórica, en el más alto sentido. Una retórica
magnífica, a la altura de Neruda, quizá la más sabia y segura
que hayan producido nuestras letras. Pero al fin y al cabo poco
más que retórica, costumbre verbal, manera, oficio, como casi
todos los últimos libros de Neruda. Dentro de la música de barcarola,
se nos ofrecen bellas. aliteraciones, juegos de palabras, repeticiones,
consonancias, rimas internas, y una sutilísima arquitectura
de las vocales y consonantes, de su poder de evocación y combinación,
de sus parentescos secretos y sus llamadas profundas:
Oh,
cántara negra que canta a la luz del rocío,
oh, piedra del río enterrado de donde volaba y volvía la noche,
oh, pámpana de agua, peral de cintura fragante,
oh, tesorería del bosque, oh, paloma de la primavera,
oh, tarjeta que deja el rocío en los dedos de la madreselva...
No
hay desperdicio en esta organización literal de sonidos recurrentes,
en esta orfebrería sonora de asociaciones producida, para colmo,
con una veloz espontaneidad creadora, como surgiendo ya hecha
del despreocupado manantial de la inconsciencia artística. Neruda,
el romántico de las honduras turbulentas, es hoy el espléndido
neoclásico que extrae delicados artificios de los abismos, que
se deleita sin recato en su propia y excelsa maquinaria verbal.
Porque
la impresión de fondo es que el hombre tiene poco que decir.
Ha llegado a disponer de un instrumento verbal tan seguro y
templado, que puede darse el lujo de cantar lo que se le ocurra,
todas las causas, todos los recuerdos, todas las fabulaciones
de sí mismo. Diga lo que diga, lo dirá con un oficio y un tono
de lenguaje al que pocos poetas vivos pueden hoy aproximarse.
Pero da la impresión de que ya nada le pasa, de que la prosperidad
vital y literaria ha adormecido en él los resortes más sensibles
de la experiencia, de que su dolor y su esperanza son estrictamente
rituales. De que llora y ríe "de puro cantor":
Pasé
entre los vivos haciendo mi oficio, y me voy de regreso a
la lluvia
con algunos claveles y el pan que elaboran mis manos.
...recorro las tierras contando los pájaros, las piedras,
el agua,
y me retribuye el otoño con tanto dinero amarillo
que lloro de puro cantor derramando mi canto en el viento.
Puede
prestar su voz a toda clase de personajes: Murieta, Darío, Artigas,
Lord Cochrane, astronautas, aventureros imaginarios, padres
de la patria, amigos; puede ser él mismo todos los personajes,
puede ser un país, un partido, un continente, una época; puede
ser épico, lírico, dramático, narrativo, humorístico, solemne.
Y, sin embargo, tanto destino, tanta grandeza, tanta plasticidad
prometeica no hacen sino resbalar por la superficie de esos
versos bien hechos, abriendo una distancia fría e indiferente
entre sus rituales afecciones y su maestría verbal. Es cosa
de repetirse solemne y hábilmente, de prodigar mitos y aliteraciones,
banderas y músicas, como un próspero dios otoñal que produce,
con olímpico privilegio, poesía al por mayor, sabiendo que la
cantidad nunca apagará del todo a la calidad -Neruda es Neruda,
aunque escriba en la somnolencia pletórica de la declinación-.
La
amplitud de su aliento es cosa tal vez única en la poesía contemporánea.
No es excesivo referir su obra a la de Víctor Hugo o Walt Whitman,
con quienes guarda analogías manifiestas. Pero uno piensa en
lo que aún podría dar si se exigiera concentración, intensidad;
si mortificara la facilidad y asumiera el sufrimiento creador;
si la vida -tal vez sólo el dolorlo llevara a reunir sus fuerzas
como en la lente se reúnen los rayos para provocar el fuego,
en vez de dispersar sus brillos en todas direcciones, como luces
de Bengala. Si repudiara la abundancia complacida, el derroche
de sus dones magníficos, en aras de una depuración que hoy la
propia cantidad de poemas por año le hace imposible.
"La
barcarola", en suma, es un viaje en que alternan la suavidad
de la góndola y el traqueteo ferroviario; lleno de espléndidos
momentos, de hermosos pasajes; donde la vida, sin embargo, disipa
su secreto en la exterioridad ceremonial de los temas y en el
formalismo del oficio verbal. En la inmensa facilidad que es
la gloria y la perdición de Pablo Neruda, el cronista de todas
las cosas.
José
Miguel Ibáñez Langlois, Poesía chilena e hispanoamericana
actual. Santiago: Nascimento, 1975. 399 p