Los
Grandes de la Poesía Chilena
José Miguel Ibáñez Langlois
Si
de la historia interna de la antipoesía pasamos a inscribirla
en su contexto literario -en la historia de la lírica chilena
del siglo-, será obligado establecer su relación con la trilogía
clásica que forman Huidobro, la Mistral y Neruda en las letras
nacionales. Me parece llegada la hora de convertir este bien
defendido, o parnaso en un cuarteto. Desde luego, adivinar jerarquías
de la posteridad excede nuestro alcance; pero, puestos a reordenar
para el aquí y el ahora el sentido provisional de nuestra pequeña
historia poética, creo justa y esclarecedora la consagración
de Parra como el cuarto grande de nuestra lírica.
Huidobro
trajo a la poesía chilena, con los renovares aires de ultramar,
una libertad expresiva que,.accede el propio contenido y valor
de su obra concreta. Desde entonces el poema quedó abierto a
toda suerte, de experimentaciones, a los multiformes engendros
del entusiasmo creador. Por muy lejos que esté Parra de la poética
del creacionismo, es indudable que algo de este fuego ha tomado
para su fragua, y no sólo el epíteto de Altazor, "antipoeta
y mago". Pide el nuevo antipoeta: "Escriban lo qué
quieran. / En el estilo que les parezca mejor. / En poesía se
permite todo".
Huidobro,
amparado en el axioma de que "el poeta es un pequeño dios",
también quiso que todo fuera posible en el poema: todas las
trasmutaciones, las audacias, las alquimias y los vértigos del
intelecto constructor. Pero el ámbito de esta omnipotencia era,
para Huidobro, el mundo de las imágenes y de las palabras. La
libertad que el creacionismo inyectó en nuestra poesía fue formal:
cualquier imagen se podía relacionar con cualquier otra, cualquier
adjetivo podía modificar a cualquier nombre, cabían todas las
mezclas verbales y los encuentros inéditos del paraguas con
la máquina de coser sobre la mesa de disección. El juego, si
bien liberador; resultó con el tiempo un tanto fantasmagórico:
la realidad apenas era tocada por este malabarismo, que sólo
afectaba al verbo, a la imagen, al doble intelectivo de las
cosas reales.
El
antipoeta, en cambio, es de todo ajeno a los dioses, grandes
o pequeños: se sabe un hombre de carne y barro. Y cuando vuelve
a pedir que todo sea posible en el poema, no se refiere ciertamente
a las proezas verbales de su olimpo-"los poetas bajaron
del Olimpo"-, sino a los lenguajes que al mismo tiempo
son experiencias reales, históricas, terrestres del hombre en
situación. También de la cintura para abajo, como se complace
en subrayar Parra. Experiencias y no experimentos. Esta nueva
libertad querrá, entonces, obrar en el mundo y no en la fantasía;
querrá ser una fuerza recuperadora de la realidad en el poema;
se pondrá al servicio de la relación abierta entre poesía y
vida real, para que la vida misma -toda la vida- sea posible
en la palabra.
La
libertad huidobriana se había asentado sobre bases francesas,
sobre la tradición poética de la lengua de Descartes y la liberación
formal de los vanguardistas. La obra de Parra se remite a la
tradición de una lengua más pobre en giros conceptuales o juegos
de la razón; pero más rica en energía sensorial y más cerca
de la vida: la poesía inglesa, donde ha sido norma esa maravillosa
libertad de decirlo toda en e1 poema, de plasmar todas las experiencias
reales de la vida. Parra ha incorporado a nuestra poesía esa
clase de facilidad. En un medio literario algo asfixiado por
las alquimias verbales de la poesía pura y del surrealismo francés,
Parra nos ha devuelto el obvio contacto con las situaciones
reales, anulando el entredicho que pesaba sobre los poetas cada
vez que querían acercarse con claridad y sin impostación de
voz a la experiencia.
Dentro
de una visión esquemática, es muy difícil simplificar el sentido
del aporte de la Mistral, más callado y misterioso. Frente a
los juegos extranjeros, significó desde luego un giro hacia
la honradez consigo mismo, sentido dramático de la existencia,
fidelidad a la vida, y. en el orden del lenguaje esa palabra
áspera y desnuda, el indispensable arraigo en la poesía castellana,
un retorno a las fuentes cegadas por el paso de los vanguardismos.
Hablar de la influencia de la Mistral es difícil; la afinidad
de Parra con la poetisa puede consistir, en esa recia gravedad,
en esa desnudez de la palabra ante las realidades últimas de
la vida y la muerte, en esa honestidad poética resistente a
los experimentos formales que ocurren de espaldas a lo real.
En
cuanto a la más polémica de estas relaciones: el propio Parra
ha sugerido que Neruda trajo a la poesía chilena el canto, el
himno; pero no la vida, que sería el aporte específico de los
antipoemas. Con esta referencia entramos de lleno en la actualidad:
y por tanto en los juicios provisorios, en los prejuicios. Cuando
resonó la poderosa voz de Neruda en este rincón de América,
sabido es que muy pocos poetas de Chile o aun del continente
se vieron libres de su embrujo ritual. Una razón de la popularidad
de Parra entre los poetas nuevos es ésta: Parra ha ofrecido
la única alternativa seria frente a las potencias hipnóticas
del nerudismo. La relación interna de ambas voces cubre, pues,
todo un período de la historia de nuestra poesía.
Las
oposiciones saltan a la vista. Neruda ha dirigido su fuerza,
su mejor fuerza, en la dirección del cántico, del tono mayor,
de la voz cósmica y de la entraba telúrica, de la celebración
de las banderas, de la odisea y de la fábula, creando un lenguaje
alucinado que destaca entre los más singulares de la poesía
de este siglo. Parra ha preferido la fidelidad a la vida inmediata,
el arraigo en la existencia problemática, la desmitificación
a todo trance, y también el aprovechamiento poético de un lenguaje
dado, el hablar de las gentes, el decir cotidiano de la chilenidad.
El uno se ha ligado a las potencias dialécticas de la materia
y al optimismo constructor de mundos mejores; en el fondo es
un formalista del verbo. El otro se pliega con desgarro a la
dialéctica más interior de la existencia y, quizás, al salto
desesperado hacia lo absoluto; es un moralista y un antipoeta.
Sus
virtudes y defectos son contrapuestos y casi complementarios.
Donde uno brilla por la intuición visceral y la coherencia inconsciente
del lenguaje, lo hace el otro por el sentido de la realidad
humana y la inteligencia lúcida de su expresión. Donde uno peligra
por el encantamiento ambiguo de los sortilegios verbales -por
la rutina del oficio-, lo hace el otro por la caída en el prosaísmo
y en la obviedad.
Hablando
en presente, la producción actual de ambos es muy heterogénea.
Neruda se prodiga en grandes cantidades de versos nunca desamparados
de su maestría proverbial, pero ajenos ya a ese contacto íntimo
con el propio destino, que da su fuerza a los momentos más altos
de una poesía. Parra, si bien descomprime en los versos de salón,
las canciones y artefactos el sufrimiento excesivo y casi insoportable
de los antipoemas, parece estar en plena renovación de formas
y experiencias, y en plena capacidad de deparar sorpresas a
sus nunca preparados lectores. Al hablar así debe tenerse en
cuenta, claro, que diez años separan sus nacimientos y veinte
a las Residencias de los Antipoemas: tiempo suficiente para
sincronizar la declinación de uno con el auge del otro. Las
Residencias -el mejor Neruda- han ingresado ya con todos los
honores en la historia de la poesía universal; por eso mismo,
no son hoy la última palabra en materia de lenguaje poético.
Los Antipoemas esperan en cambio el veredicto de los años; pero,
mientras tanto, hacen de las suyas en el mundo de la poesía
más actual. El influjo multitudinario que un día ejerció Neruda
sobre los poetas de Chile, lo ejerce hoy Parra: sobre una muchedumbre
de antipoetas de nuevo cuño, en el país y en el continente.
Pero, cosa curiosa; en el orden de las individualidades ninguno
de los dos ha producido grandes discípulos directos. Sus seguidores
más próximos se han atascado en retóricas de imitación. Su influjo,
sí, está presente un poco por todas partes en Chile; incluso
hay una mutua fecundación interna de ambas obras, que la historia
clarificará. Se ha hablado con verosimilitud de la influencia
de Parra sobre el Neruda de Estravagario. Y por cierto que Parra,
como postnerudiano, no se entendería sin el precedente de las
Residencias.
PARRA
Y NERUDA
Tan
opuestos como se los quiera, también es prehacer hacer un lugar
a sus raíces comunes, a aquel punto del tronco nerudiano donde
se desprende este vástago que desde el comienzo tendrá vida
propia de signo contrario. Tomemos la siguiente formulación
poética: "Así sea la poesía que buscamos, gastada como
por un ácido por los deberes de la mano, penetrada por el sudor
y el humo, oliente a orina y a azucena, salpicada por las diversas
profesiones que se ejercen dentro y fuera de la ley. Una poesía
impura, como un traje, como un cuerpo, con manchas de nutrición,
y actividades vergonzosas, con arrugas, observaciones, sueños,
vigilias, profecías, declaraciones de amor y de odio, bestias,
sacudidas, idilios, creencias políticas, negaciones, dudas,
afirmaciones, impuestos".
Así
hablaba Neruda por los años treinta frente a los purismos de
Juan Ramón. Dejando al margen la solemnidad de su lenguaje,
y el hecho de que él mismo, hoy casi un neoclásico, haya terminado
en rumbos diversos y en cierto modo contrarios a esta poética
juvenil, ¿no es este el programa de los Antipoemas tanto como
de las Residencias? ¿No son aquéllos los herederos legítimos
de esta formulación? Sin esta poética y su realización en la
obra nerudiana de esos años, sin la presencia de la realidad
execrable en el poema: catres y cines y sastrerías y monjas,
días lunes y hospitales, dentaduras y tiendas de ortopedia,
obsesiones sexuales y calores del vino: sin ese mundo recobrado
de las Residencias y el paso fatigado y absurdo del hombre por
esos lugares inferiores, ¿serían concebibles los Antipoemas?
A pesar de sus grandes distancias, me parece que existe cierta
continuidad entre el romanticismo furioso de ambos poetas.
Uno
tras otro, ambos a su modo recobran para la poesía esas regiones
de la realidad que parecían irredimibles: los seres inmediatos
de un mundo desintegrado y cotidiano, de un infierno: los miserables
cinematógrafos, la ropa interior, los productos manufacturados,
los quioscos y teléfonos y pompas fúnebres y fuentes de soda;
valga esta alusión para indicar todo un ámbito de experiencia
humana felizmente asumido por ambos en el esplendor de la palabra
poética.
Por
supuesto que esta relación, un tanto general, debe completamentarse
con el contraste antitético que en múltiples aspectos opone
al anti-Poeta con el profético vate de las Residencias. Consideremos
al personaje de ambas odiseas de la cotidianidad. ¿Quién es
el hablante, la máscara, la persona, el sujeto dramático de
estas disímiles aventuras? Me parece que el personaje de las
Residencias entra todavía en la categoría del héroe; el de los
Antipoemas es ya el antihéroe.
El
sujeto nerudiano es, en efecto, el protagonista superlativo
y excepcional de experiencias privilegiadas, ser profético que
hace de centro del mundo; ego creador que, tan terrestre y angustiado
como se quiera, es siempre una deidad situada en medio de su
mundo-espectáculo, y que recoge en su propia y ensimismada alma
los reflejos universales, los tormentos de un cosmos que sólo
para él pareciera disolverse, como, en otros tiempos sólo para
el poeta cantaban los bosques o el viento. Por contraste, el
personaje de Parra es antiheroico: ya no es centro, y su mundo,
por eso mismo, se ha relativizado. No es un sujeto excepcional
como sensibilidad ni como inteligencia; no tiene realeza ni
divinidad alguna. Ya como energúmeno, como sujeto paciente,
es el hombre cualquiera; comparte la experiencia del mundo con
los demás hombres cualesquiera. Por eso su hablar es dialogar
y posee la estructura del discurso, en oposición al monólogo
alucinado de las Residencias, cuya estructura se acerca al canto
solitario.
El
pequeño dios de Huidobro, al pasar a residente terrestre en
Neruda, ya no ejerce su divinidad en el poema, en el reino formal
de las palabras, pero sigue de algún modo conservando atributos
celestes como espectador y como paciente único y maravillado
del mundo donde sufre y canta. El antipoeta, en cambio, es un
ser desacralizado; no retiene ya ningún atributo olímpico, como
hombre maltrecho y precario que es. Su finitud no sólo es cantada,
como ocurre también en las Residencias, sino que es actuada
poéticamente, en la propia desintegración formal del antipoema.
Este sigue teniendo, claro, la unidad interna de la obra de
arte; pero su coherencia es más bien psicológica o intelectual,
frente a la sólida coherencia estética y verbal del poema nerudiano.
De
ambas situaciones dispares deriva, en Neruda, la tendencia a
la solemnidad ritual y el sentido de lo grandioso, de lo trágico,
de lo sublime; en Parra, a la inversa, la permanente inclinación
irónica, el son de parodia y el sentido de lo tragicómico y
de lo ridículo. Consagran ambos dos primacías inversas: de la
sensibilidad ciega y, turbulenta, y de la conciencia lúcida.
La voz de Neruda es la ronca voz de la propia materia a la que
se hubiera dotado de la palabra poética: voz que emana de las
sordas entrañas telúricas, de los abismos hirvientes del caos,
sin historia ni humanidad aún. Por eso el mundo nerudiano, acultural
y antiintelectual, es siempre naturaleza; hasta las ciudades
y las gestas históricas se le convierten en geografía, espectáculo
natural, cosa; y los otros, los demás sujetos humanos, también
son objetos en este mundo-tierra; lo es la propia mujer desvelada
en el mero, espesor vital de la carne.
El
ámbito de Parra es, en cambio, el espíritu y la historia: el
hombre en situación, los hombres, las relaciones humanas. Y
la fuerza que en Neruda tiene el padecimiento, la pasión, la
tiene aquí esa lucidez casi esquizofrénica que alcanza la conciencia
humana en los Antipoemas. Porque su mundo es la historia y no
la naturaleza, la humanidad y no la tierra, la situación y no
el objeto, el personaje de Parra puede actuar sobre el mundo
y rebelarse; está desajustado, como lo está siempre la conciencia
respecto de la naturaleza, en oposición al gozoso ajuste conformista
del sosías nerudiano, cantor de espectáculos naturales o de
causas políticas.
El
carácter abstracto de estas oposiciones -naturaleza e historia,
objeto y situación, sensibilidad y conciencia- es por fuerza
simplificador, y debería ser completado por un sinnúmero de
otros matices: culto de lo hermético y culto de lo claro, tendencia
al soliloquio y tendencia al discurso, somnolencia hipnótica
y lucidez cotidiana del lenguaje; cosmopolitismo y raigambre
autóctona, esteticismo subrepticio y moralismo descarado; poesía
gorda y poesía flaca, ha dicho también alguno; y tales contrastes
podrían multiplicarse sin cuento. Los ya dibujados son bastantes
para comprender el paso creador y aun revolucionario de la antipoesía
en el contexto de la lírica chilena de este siglo.
José
Miguel Ibáñez Langlois, Poesía chilena e hispanoamericana
actual. Santiago: Nascimento, 1975. 399 p