Las
Primeras Raíces
por
Francisco Coloane
El
escritor Chileno Francisco Coloane, escribió este proemio, a
una edición de Obras Escogidas de Pablo Neruda publicada
por la Editorial Andrés Bello, Santiago de Chile, 1972.
Las
primeras raíces del poeta Pablo Neruda me hacen recordar las
de nuestros alerzales sureños, algunos de cuyos ejemplares se
ha comprobado científicamente que tienen de dos mil quinientos
a tres mil años y se necesitarían cinco hombres como cinco continentes
tomados de las manos para abrazar uno de sus troncos.
Los
más antiguos mueren de pie, y así se quedan por otras décadas
más hasta que llega un alercero con su hacha y lo derriba para
sacarle el alma y hacer con ella tejuela para construir su casa.
Se conserva bien la madera interiormente y es fácil rajarla
hasta por el hacha neolítica como las que se han encontrado
en el corazón de sus raíces, y así nuestros antepasados pudieron
hacer sus primeras "dalcas", embarcación de tres tablones
ajustados con la propia estopa con que se reviste bajo su corteza.
Miguel de Goizueta, el primer navegante español que las vio
a la altura del golfo de Los Coronados, las describe "como
los batiquines de Flandes".
En
una de ellas debió cruzar el canal de Chacao hasta la isla grande
de Chiloé don Alonso de Ercilla y Zúñiga para tatuar con su
cuchillo en la corteza milenaria aquel verso de La Araucana
"aquí llegó, donde otro no ha llegado". Casi cuatro
siglos después Pablo Neruda surcaría esas mismas aguas para
ir a escribir en una oscura pieza del puerto de Ancud "El
Habitante y su Esperanza".
A
fines de noviembre del año pasado estuve allí. Porque unos años
antes de morir el escritor Rubén Azócar me la había mostrado
diciéndome "en esa pieza vivimos con Pablo y de allí mandó
los originales para Nascimento a Santiago". Acabábamos
de comernos una docenas de erizos con vino blanco en el mercado
que queda al frente.
Como
en los peregrinajes, repetí la ceremonia gastronómica, dejando
por supuesto, la parte correspondiente a la memoria de Rubén,
que me miraba desde los zargazos de la costa, donde reventaban
las olas con su risa franca. En noviembre floree el michay,
un espino de flores amarillas como el sol, y mis paisanos dicen
que es la época en que los erizos están mejores porque sus lenguas
engordan y adquieren el color de la flor del michay.
La
de ese mismo sol que ahora pega por un costado en el edificio
de dos pisos del "Hotel Nilsson", donde, según un
poema que va en esta selección, Pablo y Rubén "lanzaban
ostras hacia los cuatro puntos cardinales". Está recién
pintado de color amarillo canario y más que una gran lengua
de erizo semeja un extraño barco encallado. Conocí a su dueño,
don Hugo Nilsson, un nórdico alto, huesudo, que usaba lentes,
y bajaba a menudo al negocio de doña María Albarrán a echarse
un trago. Doña "Maica" era mi madrina y luego mi apoderada
cuando hice el primer año de humanidades en el Seminario de
Ancud en 1921.
Me
acerqué a una puerta pintada como cubichete de barco,
de café rojizo. Me recibió una mano de hierro empuñada, como
la que tiene de aldaba Pablo Neruda en "La Sebastiana",
su casa en lo alto de un cerro de Valparaíso. O como la que
usa dándosela en broma a sus amigos cuando esconde la suya cual
una carta de naipe dentro de la manga. También esta mano de
Ancud me hizo su broma cuando golpeé en la puerta cerrada. Nadie
abrió. No era ésa la pieza, signada con el N° 109 de la Calle
Dieciocho, sino la de más al lado, la del N° 115; pero allí
había ahora una pequeña tienda. Entro a comprar un par de cordones
de zapatos; que no los necesitaba. Me recibe una venerable anciana
de ochenta años. Le pregunto si sabe que en esa pieza vivió
e poeta Pablo Neruda, el que hace poco recibió el Premio Nobel.
Ha oído decir algo del Nobel por la radio, pero nada del habitante
ni, de su esperanza. Hace treinta y cinco años le
compraron esa parte del hotel a Nilsson. "Vea, pues señor,
así será pues...", me responde con el acento de las islas.
Luego aparece su marido, un hombre bajo, enjuto, moreno, que
tiene a su vez ochenta y cinco años. Es menos locuaz que su
mujer. Miro hacia arriba por la puerta. "Antes no estaba
ese tragaluz, nosotros se lo pusimos, porque la pieza era muy
alta y oscura". Les doy la mano despidiéndome, bajo los
tres peldaños de un escaño, y afuera le pregunto a la mano de
hierro de la puerta cerrada, dime: ¿Son ellos Florencio Rivas
y el fantasma de Lucía, la del capítulo VIII...? "La encontré
muerta, sobre la cama, desnuda, fría, como una gran lisa del
mar, arrojada allí entre la espuma nocturna".
A
media tarde se desata un temporal. Me refugio en la casa de
una amiga que me deja solo frente a un ventanal. El viento y
la lluvia vienen desde el océano por sobre las colinas de Lechagua,
sacuden las polleras de la Virgen del Carmelo que otea a los
navegantes y la cerrazón cae como un puño sobre el puerto y
su caserío.
Abro
mi pequeño libro de peregrino. En su raído lomo de cuero han
desaparecido tres o cuatro letras de "El Habitante y su
Esperanza"; pero arriba, sobre un filete, permanece NERUDA
con sus letras doradas a fuego. Asocio el gallardete que iza
en un mástil junto a un mascarón de proa cuando el habitante
está en Isla Negra. Esas seis letras son para mí como las cabillas
de la rueda de un timón, y no sé si ese pez en el centro de
esfera armilar está nadando de adentro para afuera o viceversa.
Pero en 1926 no usaba ese emblema como brújula de marear dentro
de su poesía. Lo primero que encuentro en gruesas letras rojas
es: "He acompañado a Pancho por todas las travesías y travesuras
de cuarenta años y aquí estoy otra vez junto a su barba. 1969
Pablo". Fue un día que estuvo en mi casa Y se la pedí.
Se sorprendió de encontrar esta primera edición. Me gusta la
dedicatoria porque me parece que me hablara el libro más
que su autor.
En
realidad es un misterio que no se me haya perdido este libro
como casi todos los que he querido. Lo leí por primera vez allá
por 1928 o 29 en Punta Arenas, al borde del Estrecho de Magallanes,
y me produjo un desasosiego como el que después me sucedió con
un cuento de Rilke, "Las Manos del buen Dios". No
me gustaba que en una novela o un cuento quedara algo oscuro,
sin ser dicho claramente del todo. Desde entonces me he propuesto
escribir un cuento o una novela en que todo sea tan claro como
la luz del mediodía; pero no lo he logrado, aunque sigo aprendiéndolo.
Por eso tal vez hice este viaje después de más de cuarenta años
para leer en la realidad a "El Habitante y su Esperanza".
"El
verano es dulce, aletargado, pero el invierno surge de repente
del mar como una red de siniestros pescados, que se pegan al
cielo, amontonándose, saltando, goteando, lamentándose".
Sí,
está allí el pez de la bandera de Isla Negra, pugnando entre
las grandes lágrimas del viento, que se empañan y se limpian
mutuamente, tratando de penetrar la otra transparencia que las
detiene. El temporal con que comienza "El Habitante y su
Esperanza, en 1926, está intacto, eterno, de cuerpo entero,
hoy 29 de noviembre de 1971.
Y
el pez no entra, no; ni sale. Da vuelta en su óvalo de cerrazón
o claridad tempestuosa y lo veo sumergirse hacia el pez-cristo
de la remota Persia, incorporado al sincretismo cristiano. Hacia
los de la remota China, puestos de revés, cabezas con caudas,
primeros símbolos del yin y el yang, que se han enroscado
con el tiempo en dos puntos que se buscan tras la sinuosa colina
de sombra de la religión creada por Lao Tsé. Los dos peces que
se unieron por la cola sobre una vara de pescador en las playas
de Biblos, humilde origen de la orgullosa primera letra de nuestro
alfabeto. El pez-piedra que sobre su lomo sostiene al mundo,
y que hemos visto en museos, provenientes del Asia, del África
o de la Oceanía. Nuestro "recatún" chilote, el pez
asado en una cruz de coligue al borde del fogón rústico acompañado
de una canción "veliche" sobre el mar. Por fin, el
pez-neruda sobrenadando en plegarias de amor, timoneando imprecaciones
dantescas contra los malvados de su época, deshojando la rosa
de los vientos en cantos que han acompañado al hombre en su
dramático paso por la historia.
Ya
de regreso al norte, en Osorno, a orilla del río Pichidama,
donde don Juan Navarro pesca los salmones que a Neruda le gusta
comerlos enteros en casa de la poetisa Delia Domínguez, fui
una tarde a verlos. El dúo de las aguas emboscadas pasaba bajo
el arpa de la brisa en los pellines. Eran los últimos resplandores
violáceos del sol, y de vez en cuando en la superficie se veía
algo que desde las profundidades salían a besar la
última luz.
De
vuelta, en medio de un potrero, un majestuoso roble pellín con
su mitad seca hacia arriba y cinturones de frondas hacia abajo,
me detuvo hablándome con la sangre del cielo y de la tierra.
Una bandurria había detenido su vuelo en lo alto de un gancho
muerto, cual un signo de interrogación al cielo. Cuando el ave
me vio, dejó caer su trino de campana trizada. Esta ave zancuda
de los brujos, que vuela entre el bien y el mal en los mitos
sureños, tiene su oda también en esta selección.
Más
cerca de la tierra, las últimas hojas verdes del roble anciano
se daban de la mano con las primeras raíces de su muerte en
pie. Una de ellas semejaba una serpiente verde, de esas que
usa don Juan Navarro para restregar sus anzuelos entre sus ojos
antes de armar su nocturno espinel salmonero; estaba cubierta
por un musgo tan sedoso como la piel de una nutria. Pasé la
mano sobre esa tersura y desprendí un pedazo del maravilloso
musgo; pero entre él y la raíz podrida, ya un escarabajo
había construido su residencia. Volví a ponerle el techo verde
sobre su casa cuando la bandurria inclinó hacia mí su largo
cuello dirigiéndome otro trino. Cosas como éstas fueron las
que sorprendieron los ojos maravillados del pequeño Neftalí
Reyes en su mundo fronterizo cuando ignoraba que iba a crecer
en él Pablo Neruda. Seguramente se desarrolló con esa inteligente
ignorancia de los niños hasta que escribió LUNA, el poema con
que se inician estas Obras Escogidas, al tomar conciencia de
que era "un retoño de la muerte", y desde allí subir
por sus propias raíces hacia la copa del frondoso alerce de
su poesía y de su vida.
El
lector puede proseguir otras búsquedas en la enmarañada selva
entretejida de múltiples lianas y enredaderas, detectar el resplandor
de los metales y de las piedras cordilleranas, o sumergirse
en lo oceánico para encontrar los misteriosos paralajes de su
voz poética que ascienden desde la estrellamar hasta los "planetas
que rodaron ardiendo en el océano".
Historiadores,
naturalistas, sociólogos y toda clase de investigadores podrán
encontrar lo suyo en la vastedad de esta obra poética, de la
cual más de la mitad ha quedado fuera de estas páginas. Suelo
también, a veces, vivir de inteligentes ignorancias, y si me
he asomado aquí es porque debo responsabilizarme de mi trabajo
bueno y malo con que me ha honrado la Editorial Andrés Bello.
Es posible que haya sido nada más que el de un Sísifo despeñándose
con su fardo a cuestas por una pendiente andina, pero repetiré
lo que me dijera Pablo Neruda una vez: "Uno se pasa la
vida aprendiendo a vivir, y cuando ha aprendido, se muere".
Pero
no pienso morir, como mi hermano pez o mi primo escarabajo,
seguiré viviendo entre corteza y musgo, mientras tengamos una
astilla del alma de uno de esos alerces que de raíz a copa permanecen
de pie por miles de años; o Por lo menos nos cobijemos un rato
bajo su sombra, cansados de tironear del anzuelo sin pez.
"Las
piedras del cielo" es el último libro publicado que conocemos
y que cierran esta selección, porque los chilenos también solemos
caminar en las noches de cabeza por la Vía Láctea, desde la
Cruz del Sur hasta las Nebulosas de Magallanes. Nuestra patria
vive en estos momentos trascendentales páginas de su historia.
Como las de Pablo Neruda, muchas de ellas no están escritas,
ni las escribirá nadie con esa pristinidad originaria. Ambos,
poeta y Pueblo, han emprendido la gran ruta hacia el socialismo
de este siglo, y sus proyecciones culturales se irán dando recíprocamente
entre tierra, pueblo y trabajadores del arte.
C.M.
Bowra, Director del Wadham College de Oxford, en su libro "Poesía
y Política". Cambridge University Press, 1966, escribió
antes de que esa Universidad le diera el título "honoris
causa": "es un poeta asombroso, con un ímpetu que
no tiene igual en su siglo y capacidad para expresar estados
de ánimo de todas clases con una opulencia sin trabas. Aunque
ha estado muchas veces en Europa y aunque en su juventud leyó
a los poetas franceses y españoles entonces en boga, parece
deberles muy poco. Su fuerza proviene de su origen latinoamericano,
su humilde nacimiento, su vida temprana entre gente sencilla
y sus raíces en un país donde la moderernidad se
apoya muy livianamente en fundamentos antiguos".
Aquí,
sólo he querido decir algo de esas primeras siempre vivas y
tan antiguas raíces de Pablo Neruda.
en:
Floridor Pérez y otros, Neruda 10 años después. Ediciones
Pluma y Pincel
Santiago,
1983.