Sostenía
que la amistad es un buen continente para los poetas. "Yo
tengo un sentido sureño de la amistad. Nunca he perdido amigos.
Sólo la muerte me los ha quitado." La muerte, efectivamente,
le arrebató muchos amigos. Los nombres de los que morían los
hacia grabar a punzón en los maderos que afirmaban la estructura
del bar "Alberto Rojas Jiménez", en su casa de Isla
Negra.
Un día oí deletreados lentamente a Camilo José Cela. Neruda
pensaba que era un sitio indicado para registrar su recuerdo,
junto a las botellas coloreadas, a los caldos y piscos del país,
a los vinos navegados, para que los sobrevivientes, instalados
ante las pequeñas mesas redondas, como en un café, pudieran
beber, conversar y tal vez, en algún momento, fijar su mirada
en los nombres inscritos en la dura madera y acaso evocarlos
fugazmente.
Pero
no sólo la muerte le quitó amigos. También las complicaciones
de la vida. La guerra de las pasiones le sustrajo algunos con
gran violencia. Por ejemplo, su segundo divorcio, el fin de
su unión con Delia del Carril, que partió el mundo nerudiano
en dos, lo enemistó con íntimos de largos años. Poco antes había
dicho: "Ahí ando por las calles de Santiago, sin conversar
nunca de libros, con Tomás Lago, igual que hace treinta y cuatro
años. Publicamos juntos aquel libro, Anillos, en el que
las páginas suyas contienen singular poesía." Terminó con
Tomás Lago. El clan Neruda fue sacudido por la guerra civil,
declarada a raíz de la separación.
Pero
el sentido de la amistad a la sureña era auténtico. Conocí a
Alejandro Serani muchos años después, en Santiago, como Político
demócrata, abogado. Neruda dijo alguna vez: "Yo no habría
salido nunca de las Humanidades si no hubiera sido por Sacha."
Así llamaba a Alejandro. En el Liceo tradujeron juntos poetas
ingleses. Las Matemáticas, como se sabe, eran la pesadilla y
el enemigo mortal de Neftalí. Sacha lo ayudaba. Pero escogían
un sitio agradable para estudiar: las orillas del río Cautín.
Serani proponía seguir el sistema del Liceo: 45 minutos
de clase y quince de recreo. Neftalí estimaba mejor la distribución
inversa. Sacha no transaba. Neftalí tenía que aprender Álgebra
y Geometría. La hora de estudio transcurría, insoportable. A
Neftalí, los ojos se le iban al agua y a las flores de la orilla.
Cuando llegaba el descanso, jugaban a las "taguas".
Seleccionaban piedras bajas, bien aplanadas, de superficie lisa,
y las disparaban a ras del río de tal manera que se sumergieran
un poco y reaparecieran enseguida lanzando regueros, como si
les brotaran pequeños surtidores.
El dúo
de la amistad funcionaba. Jugaban a las "cambiaditas".
En el quinto año de Humanidades, Neftalí fue elegido presidente
del Ateneo del Liceo, y Sacha, secretario. En la Asociación
de Estudiantes éste ejercía de presidente, y aquél, de secretario.
La muralla china, que parecía infranqueable, erigía su baluarte
en los exámenes finales del sexto año, para poder optar a la
Universidad. Y el dragón que la custodiaba, dispuesto a no permitir
que la saltara, eran las Matemáticas. Si Sacha lo ayudó, contó,
en verdad, con cierta complicidad del Rector, Marco Aurelio
Letelier, que tal vez percibía en el muchacho, torpe para las
ecuaciones y teoremas, cierto halo invisible que no iluminaria
precisamente los números, pero sí las letras.
La primera
residencia del poeta en Santiago la compartió con su amigo Sacha,
en la Avenida España. Era relativamente decorosa, pero cara
para el poeta. Además, la dueña de casa tenía alma de policía.
Vigilaba a los amigos y, sobre todo, a las amigas. Metía la
nariz en sus movimientos y en sus horas de llegada y salida.
Disgustado, Pablo se fue a vivir a un conventillo más
libre y más barato junto con Rubén Azócar y Tomás Lago.
Pero, como la vida es teatrera, sucedió que don José del Carmen
Reyes vino a Santiago para operarse. Entonces tuvieron que recurrir
a un pequeño paso de comedia: el buen Sacha se vino a vivir
por unos días al conventillo y el poeta se reinstaló en la casa
menos insalubre de Avenida España, mientras duró la permanencia
de su padre en la capital.
Las
amistades se multiplicaron, reclutadas entre compañeros de Universidad
escritores y artistas. Pronto los sitios de reunión fueron determinadas
tabernas, como el Hércules, el Jote, el Venezia, y sitios de
un nivel material más alto, como los clubes alemanes de las
calles Esmeralda y San Pablo, amén de la Posada del Corregidor
convirtieron en asiduos del cabaret de la Ñata Inés, y después,
del Zeppelin. Se juntaban en esa época los poetas Alberto Rojas
Jiménez, Ángel Cruchaga, Rosamel del Valle, Gerardo Seguel,
Homero Arce, Rubén Azócar; los pintores Armando Lira, Julio
Ortiz de Zárate, Isaías Cabezón, Israel Roa, Paschin, el caricaturista
Victor Bianchi, quien más de veinte años después, ayudaría a
Neruda a cruzar la cordillera, en los días de la persecución
de González Videla. Había otros contertulios, como sus grandes
amigos Orlando Oyarzún y los incorregibles bohemios periodistas
Antonio Rocco del Campo y Renato Monestier. Cantaban en los
idiomas que conocían y en aquellos que desconocían. En medio
de las copas y del desafinado coro, la poesía. Alguien sacaba
un libro y decía algo sobre el autor. En esas reuniones se dijeron
por primera vez en Chile los nombres de Marcel Proust y James
Joyce. Más tarde, cuando alguien inquirió sobre influencias
recibidas, Neruda respondió: "Hay una de la cual nunca
se habla y que, sin sin embargo, ha sido para mí muy importante:
la influencia de Proust." Tradujo entonces al castellano
alguno poemas de Joyce.
Esa
camaradería viril nunca lo abandonó. En Maruri y en García Reyes,
su compañero de cuarto era Tomás. Pero siempre hubo entre ellos
un trato respetuoso, entre otras cosas, traducido en el hecho
que nunca se tutearan. Muchas veces los oímos decirse: "Usted,
Pablo"; "Usted, Tomás". Ese usted chileno
es curioso. Antes los cónyuges entre sí siempre se trataban
de usted. Muchas parejas siguen haciéndolo así. Por supuesto,
los hijos trataban a sus padres de usted, hábito que ahora virtualmente
ha desaparecido. Por ese tiempo, hasta los padres solían de
tratar de usted a los hijos.
Diego
Muñoz cuenta que cierta vez le encargaron decorar las paredes
de lo que sería el cabaret Zeppelin. En el contrato se especificaba
una forma de pago medio estrambótica, medio etílica: cinco mil
pesos en dinero y cinco mil pesos en bebidas a precio de costo.
El muralista y sus amigos tenían que pagarse tomando veinticinco
mil botellas de cerveza o su equivalente en otros consumos.
Los jóvenes de la banda estuvieron largos meses sin padecer
sed. El mismo Diego Muñoz cuenta que la Ñata Inés, la dueña
del cabaret, quería mucho a esa que llamaba su patrulla juvenil.
Les daba crédito. Sobre el escenario cantaba una joven tuerta
que tapaba la cuenca sin ojo con el pelo. Eran habitués del
jarro de "clery". Si tocaba un anfitrión generoso
venían los vinos. Y el baile. Neruda no bailaba.
Fuente: Neruda, Volodia Teitelboim: pp.63-64.
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